La autora, una mujer laica en el Opus Dei, reflexiona sobre el papel que debería jugar la mujer en el seno de la Iglesia. Comparte con el Papa Francisco la idea de que la mujer debe ser ‘valorizada', no 'clericalizada'
El 18 de mayo de 2019 me encontraba en Madrid para participar en la ceremonia de beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri, química, la primera mujer −de hecho, el primer laico− del Opus Dei en ser elevada a los altares. Al día siguiente, este periódico publicó una conversación que mantuve con la periodista Irene Hernández Velasco. En respuesta a sus preguntas, hablamos de la nueva beata, de mi trabajo en el consejo de mujeres que asesora al Prelado del Opus Dei, del lugar de la mujer en la Iglesia o de cómo se entiende hoy el servicio. Con motivo de esa entrevista, la editorial Planeta me contactó con una propuesta inesperada: escribir un libro dirigido especialmente a la mujer de hoy. Así nació Mujeres Brújula en un bosque de retos, que ha sido publicado recientemente por Espasa.
Nuestro mundo se encuentra en una encrucijada clave: en los últimos cien años, las mujeres han ocupado un puesto cada vez más preeminente en la esfera pública y es el momento de replantearse qué clase de sociedad deseamos construir. Me parece entender que la diatriba se encuentra entre el descarte o el cuidado. Por mi trabajo en Roma, a lo largo de más de 25 años he conocido a muchas mujeres de los cinco continentes. Algunas pertenecen al Opus Dei, como yo, y muchas otras no. En todas ellas he descubierto rasgos comunes: una escala de valores basada en la primacía de la persona, un patrimonio de siglos en el cuidado que desean compartir, y una capacidad de hacerse cargo de forma integral de las situaciones.
Las mujeres representamos la mitad de la población mundial, según datos de las Naciones Unidas. Nuestra presencia en los grandes debates o la toma de decisiones no sólo enriquece el diálogo, sino que es necesaria. Si no contamos con voces femeninas, el discurso es incompleto e insuficiente. Pienso en la búsqueda conjunta de soluciones para los retos globales que enfrentamos en materia de educación, paz, sostenibilidad o salud −ahora en primer plano debido a la pandemia de la Covid-19−, pero también en el ámbito de la Iglesia. Por otro lado, no sería justo por nuestra parte privar al hombre del lugar que le corresponde en el hogar y la educación de los hijos. Celebro como un gran logro de nuestro tiempo su creciente protagonismo en la casa, y lo veo como la solución a la crisis de paternidad que atraviesa nuestro mundo y que es el argumento recurrente de muchas novelas, películas o series de televisión actuales.
El cristianismo representó una revolución en su origen, al equiparar la igual dignidad de todos los seres humanos como hijos de Dios. Cristo se rodeó también de discípulas −María Magdalena, María de Cleofás, Salomé o las hermanas Marta y María de Betania− que lo acompañaban en su ministerio y que junto a él adquirieron una autonomía de la que nunca antes habían gozado. Basta pensar en el rol fundamental que ejerce María de Nazaret para la fe católica. Sin embargo, a lo largo de la historia de la Iglesia, la equidad entre varón-mujer ha tardado en penetrar en las estructuras y es una realidad todavía mal comprendida. Es una realidad que las figuras de grandes mujeres que han brillado en el firmamento de la Iglesia se cuentan con los dedos de una mano: Teresa de Jesús, Catalina de Siena, Hildegarda de Bingen, Teresa de Calcuta o Edith Stein son algunos de los ejemplos más notables. Las que de forma anónima −pero realmente significativa− han contribuido a conservar y comunicar el depósito de la fe, empezando por la familia, Iglesia doméstica, son muchas más.
Una buena parte de las acusaciones de supuesto machismo que se dirigen a la Iglesia quedarían resueltas si, como insiste con frecuencia el Papa Francisco, se combatiera la tentación del clericalismo. Como afirma el Romano Pontífice, las mujeres en la Iglesia deben ser valorizadas, no «clericalizadas». Un primer paso puede centrarse en emprender un proceso de discernimiento sobre qué funciones están ligadas al sacerdocio y cuáles pueden ser ejercidas por todos los bautizados, para otorgar a estos el protagonismo que les corresponde en la vida y el gobierno de la Iglesia. Hay encargos que se han adherido a la función sacerdotal como si fueran propios de este ministerio, y realmente no lo son. El sacerdocio no es un camino de desarrollo de la dignidad o de poder. Los curas están para servir a los laicos.
La participación de la mujer es seguramente uno de los desafíos más importantes para la Iglesia en este siglo XXI. En la primera Exhortación Apostólica escrita por el Papa Francisco, la Evangelii Gaudium, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, en el número 104 sostenía: «las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente».
La representatividad es una herramienta de comunicación muy valiosa para hacer visible este cambio de mentalidad. El Papa ha tenido recientemente algunos gestos o decisiones que corroboran su deseo de reconocer la contribución de la mujer a la Iglesia, también desde puestos directivos o estratégicos. Por eso ha pensado en varias mujeres para ocupar puestos de alto nivel de gestión y responsabilidad. Entre otras medidas, el pasado mes de enero nombró a la abogada italiana Francesca Di Giovanni como subsecretaria de la Sección para las Relaciones con los Estados, un alto cargo en la Secretaría de Estado. Unos meses después, en agosto, llegó la noticia de que había decidido nombrar a seis mujeres provenientes del mundo académico, las finanzas y la banca como miembros del Consejo de Economía, un comité creado para la supervisión de las finanzas del Vaticano. Una serie de medidas que han sido ampliamente reconocidas.
De todos modos, mi compromiso como mujer y laica en el Opus Dei −y ejemplos como el de la beata Guadalupe− me ha llevado a entender que el papel de los laicos no pasa tanto por la asunción de encargos eclesiásticos o por engrosar las filas de la burocracia vaticana, como por encarnar a pie de calle los valores del Evangelio. Como afirmé en la entrevista publicada en este diario hace poco más de un año, «las mujeres tienen un gran patrimonio espiritual adquirido, y sería penoso que ni la Iglesia ni la sociedad supiéramos aprovecharlo». Veo a la mujer de hoy llena de potencialidad, innovadora, capaz de responder conjuntamente con el hombre a los desafíos de la sociedad actual.
Isabel Sánchez Serrano es secretaria central del Opus Dei y autora de ‘Mujeres Brújula en un bosque de retos’ (Espasa).