… que consiste en remediar la falta de experiencia de lo bueno, lo bello, lo justo
Gregorio Luri es un maestro en el sentido originario del término; un maestro de escuela, un señor que ha dedicado su vida a enseñar a los jóvenes. Pero, enseñar ¿qué? Y ¿para qué?
Desde que hace veinte siglos Quintiliano dijese que, para educar a un niño, era mejor motivarlo que castigarlo, las teorías pedagógicas han brotado como setas. Y en Occidente, instalado desde el s. XIX en una aparente primavera −u otoño− perpetua, se vienen recolectando más setas pedagógicas que cereales de conocimiento. Ahora es cuando empezamos a caer en la cuenta de que quizá sea más útil una buena cosecha de trigo que una cesta repleta de boletus. Algunos incluso saben que al emperador Claudio lo asesinaron sirviéndole un plato de setas tóxicas.
Quien conoce al dedillo la historia de Claudio −y la de Francisco Suárez, y la de Sócrates, y la de Jaime Balmes, y la de Cánovas− es este profesor de instituto. Décadas en el aula, pelo como escarcha pirenaica y barba rala. Navarro de voz como guijarros de arroyo, pero también catalán de adopción, instalado en una Ítaca barcelonesa desde hace casi medio siglo. Escucha atento, rumiando diferentes respuestas, aguantando una sonrisa, mientras mastica unas almendras o bebe un poco de vino. Habla de lo razonable, de lo prudente, de la experiencia. Y de la exigencia, la memoria, los codos. Es maestro, padre y abuelo, y doctor en Filosofía. En dos palabras: Gregorio Luri (Azagra, 1955).
Ha publicado bastantes libros, muchos de ellos centrados en la familia y en la educación. Su tesis básica asume que la familia, la educación, y también la vida pública, consisten en una esperanzada, serena y constante gestión de lo noblemente imperfecto. Lo noble puede ser imperfecto, pero ahí está la grandeza, en comprometerse con causas nobles e imperfectas. Además, la conciencia de su noble imperfección nos ayudará a no caer ni en la decepción ni en el fanatismo. Sus títulos más conocidos son: sobre educación, La escuela contra el mundo (2010), Por una educación republicana (2013), El deber moral de ser inteligente (2018); sobre familia, Mejor educados. El arte de educar con sentido común (2014), Elogio de las familias sensatamente imperfectas (2017); y, de política y ética en sentido amplio, ¿Matar a Sócrates? El filósofo que desafía a la ciudad (2015), Aforismos que nunca contaré a mis hijos (2015), La imaginación conservadora (2019).
Su último libro, La escuela no es un parque de atracciones (2020), repasa todos los mitos del pedagogismo más sólito. Es decir, los conocidos dogmas de “el profesor es un facilitador”, “más imaginación y menos gramática”, “un niño feliz aprende más”, “lo importante son las habilidades, no los contenidos docentes”, “las nuevas tecnologías son la panacea”, “aprender a aprender”. Luri se documenta, analiza, contrasta y pone en evidencia el gran fracaso del pedagogismo: su escaso rigor intelectual y sus lamentables resultados académicos. Critica que el modelo escolar más vigente entre nosotros se haya transformado en una “institución antihistórica que no aprende de su experiencia”.
Aunque asegura que no existe un modelo de escuela perfecta, aporta algunos criterios para limar sus imperfecciones. Para empezar, recuerda que “el maestro es emisario de la cultura”, y que esa cultura, que nos llega por una lenta tradición acumulativa, suele contener ya las grandes preguntas y las grandes respuestas. Porque ningún coach ha logrado superar los conceptos elementales que nos han legado Aristóteles, Miguel de Cervantes o Alfonso X el Sabio. Luri comenta que, sin rigor y sin verdad −o sin búsqueda de la verdad−, no hay educación posible. Y que la adquisición de hábitos, valores y virtudes resulta prioritaria frente a las “habilidades y competencias”, como bien saben los países con mejores sistemas educativos, allá por el Lejano Oriente. Donde los niños saben que no van al colegio para que los entretengan.
¿Es la escuela un parque de atracciones?
Sí, porque la escuela ha renunciado a su esencia, a lo que es su principal misión, que es combatir la apeirocalía, como decía Aristóteles. Es decir, remediar la falta de experiencia de lo bueno, lo bello, lo justo. Por eso, apeirocalía también significa “zafiedad, mal gusto”.
¿Puede deberse a que quienes elaboran las leyes educativas no creen que exista lo bueno, lo bello, lo justo?
Algo de esto hay. Hoy se fomenta que cada uno se construya su concepción de lo bello o lo bueno, ignorando la herencia de la tradición. Se ha relativizado el sentido de la propia educación, y por eso se ha producido un oscurecimiento de los porqués. En su lugar, se incide en lo procedimental, en el modo como se enseña. Pero el proceso debe ser al revés: primero hemos de preguntarnos para qué educamos; y de ahí deduciremos cuál ha de ser el contenido académico y el método docente.
¿Sabemos para qué educamos?
En la escuela republicana francesa se decía «que para convertir al hijo en ciudadano». Tenían claro cuál era el objetivo: permitir que el alumno fuera un ciudadano pleno. Pero no un ciudadano del mundo, sino un ciudadano francés y republicano. Por eso mismo, su sistema docente contaba con modelos canónicos referenciales de lengua escrita, hablada, historia, arte, etc. Todo ello iba impregnado de algo esencial: amor a Francia.
El canon. Hace poco, Luis Alberto de Cuenca elogiaba el enfoque y contenido de la ley de Pedro Sainz Rodríguez (1938), que decía: «La cultura clásica y humanística se ha reconocido universalmente como la base insuperable y fecunda para el desarrollo de las jóvenes inteligencias».
Porque los clásicos son quienes, desde siempre, mejor nos ayudan a combatir la apeirocalía. Nos enseñan lo grande, aunque también lo terrible. Como decía Scheler, el hombre es también lo que quiere ser, aquello a lo que aspira. Aquello que queremos ser ya no es tanto un zoon politikón “ser vivo cuya naturaleza es un don de la polis (la ciudad)”, como un zoon pathetón “ser que padece, que sufre”. Hemos rebajado la altura de lo que aspiramos a ser. Y en este contexto, los clásicos se han vuelto lejanos, irreconocibles. No por culpa de los clásicos, claro.
En el bachillerato de Pedro Sainz Rodríguez había siete años de Latín, pero también muchas horas semanales de Música, Dibujo, Educación Física…
¡Y eso que a él no le gustaba la Educación Física! Pero algo más importante: tenía muy claro lo que quería, por eso estuvo a punto de dimitir cuando Martínez Anido se opuso a que nombrara a Eugenio d’Ors para un destacado cargo nacional en Cultura. Decía Anido que d’Ors era un “peligroso nacionalista catalán”. Sin embargo, Sainz Rodríguez se plantó: «O aceptas a d’Ors, o me voy». Anido cedió, pero le dijo: «Don Pedro, si algún día necesito a alguien para una causa imposible, lo contrataré a usted».
Un contraste el bachillerato de Sainz Rodríguez con los demás, en especial la LOGSE −que, con transmutaciones, es el sistema actual−.
Bueno, es que Sainz Rodríguez era una enamorado de las Humanidades y de los clásicos. ¡Con quince años era un experto en manuscritos de la Biblioteca Nacional! Y Villar Palasí también era un hombre de gran cultura. De un ministro de Educación hay que esperar algo más que gestión de la reforma de turno, hay que esperar, por ejemplo, que entienda la importancia de la transmisión.
Sin embargo, existe un debate. ¿Cómo balancear la aspiración a la ambición docente y rigor académico, con la necesidad de que un plan nacional, estatal, de educación llegue a todos, los incluya a todos?
Mi madre, que apenas sabía leer, ha sido la persona más importante en mi educación. Y ella me decía: «Hijo mío, estudia para que puedas presentarte en cualquier sitio». Entendía perfectamente que la persona educada es la que domina los registros adecuados para entenderse de manera relajada con personas de diferente nivel cultural. Por eso mismo, es necesario un sistema público que eleve el nivel y que genere un “círculo virtuoso”, un modelo en que todos, tanto los Gobiernos como las familias, los centros docentes, los profesores, se integren en una dinámica de confianza y estímulo mutuo. Que los padres se fíen del centro, los profesores se fíen del Gobierno, el Gobierno confíe en los padres… Es imposible incrementar nuestro capital humano sin elevar el nivel de la cultura general y, por supuesto, del conocimiento riguroso. Creo, después de estudiarlo en profundidad, que el éxito educativo de los países orientales, como China, Corea, Singapur o Japón, se debe a que consideran un valor, una obligación moral, el conocimiento en sí mismo. Están convencidos de que el conocimiento riguroso los mejora como personas, mientras que nosotros creemos que, en todo caso, nos capacita para encontrar trabajo. Y yo reivindico el deber moral del conocimiento.
¿Para admitir que el conocimiento es un deber hace falta reconocer que el maestro es una autoridad?
Aquí se da una paradoja. Ahora hay ciertos profesores que quieren incidir en los alumnos, provocarles interés por el conocimiento, pero sin que se note su autoridad. Y lo cierto es que, para lograr que los alumnos se interesen por el conocimiento, el maestro ha de ser su representante. Ha de ganarse su autoridad en cada clase, cada día, porque con ella se gana la autoridad del conocimiento. Y no me refiero a ostentar un poder de amenaza. Lo que me recuerda a un profesor bastante sádico que tuve en la universidad. Nos decía: «Vosotros, el primer día de clase expulsad a un inocente, no a un culpable, porque eso sería impartir justicia». Él pensaba que la arbitrariedad era la mejor manera de imponerse. Sin embargo, la autoridad del maestro estriba en la confianza que deposita en él el alumno, que lo ve como un aliado fiable y competente para combatir sus lagunas, sus miedos, sus errores…
¿Esa era la idea de maestro que tenía Gregorio Luri en la cabeza cuando comenzó a dar clases?
¡Ja, ja! Cuando comencé, en un colegio de Barcelona, yo tenía muy definidos una serie de conceptos que había estudiado en la universidad, primero en Magisterio y luego en Pedagogía. Me los creía de verdad, porque además tenía un expediente excelente. Y de repente me topé con una maestra casi jubilada y a la que cualquiera podría definir como el arquetipo de “carca reaccionaria”. Yo muchas veces me sentía superado intentando que mis alumnos se comprometieran con una actividad; me costaba una barbaridad porque no tenía recursos. Sin embargo, aquella maestra, que supuestamente representaba la escuela antigua, conseguía electrizar a sus alumnos, sabía cómo hacerles vivir la dignidad de cuanto hacían. Todo lo que se hacía en su clase se vivía como algo sumamente importante. No he vuelto a ver nunca un tesón y un empeño igual. Salíamos al campo, ella cogía una pieza de granito e iba explicando a los chicos: «¡Esto es el cuarzo, esto es el feldespato, esto es la mica!», y los alumnos se quedaban fascinados, porque aquello era un agujero abierto al entero universo. Así es como se ganaba el respeto. Y yo cogía otra pieza de granito, pero solo me atendían los cuatro que nunca se separan del maestro, el resto se dedicaba a corretear, a jugar, a subir a los árboles…
En esa maestra había amor. Amor por el conocimiento. Amor por su tarea.
Porque sin erótica no hay aprendizaje. El maestro es un amante celoso de lo mejor que puede llegar a ser su alumno. Esto ya lo decían Platón y san Agustín: amar aquello que el alumno pueda llegar a ser. Yo creo que la existencia del alma tiene que ver con esto; el alma, tal como yo la entiendo, es la instancia desde la cual lo mejor que podemos llegar a ser se dirige a la inercia de lo que somos. Por lo mejor que podemos llegar a ser no entiendo algo metafísico o abstracto. Todos poseemos, de manera fragmentaria, experiencias de las que nos sentimos orgullosos. El reto consiste en unir esos fragmentos en una unidad, en la forma de la persona que queremos llegar a ser. La tarea del maestro estriba, básicamente, en ayudar a visualizar al alumno esa imagen unitaria de sí mismo y en educarle el apetito que lo ayude a encaminarse hacia ella. Los maestros queremos a los chicos menos que sus padres, pero solemos evaluar con más objetividad su comportamiento, por eso podemos ayudarlos a llegar a ser lo que pueden ser. Nuestro amor es un eros paedagogicus.
Cuando el propio profesor ve que las leyes lo obligan a enseñar menos de lo que puede, se le nota. El alumno no percibe esa tensión interior, ese convencimiento.
El maestro necesita saber por qué hace lo que hace en cada momento. Ahora se le pide que tenga más empatía con el alumno que ambición para mostrarle lo que puede llegar a ser. En parte por este motivo, necesitamos tomarnos muy en serio la antropología pedagógica, la filosofía de la educación y el valor de una auténtica pedagogía de la experiencia. John Dewey, que se ha convertido en el inspirador, más o menos explícito, de la actual pedagogía de la experiencia no fue capaz de definir con claridad qué es exactamente una experiencia pedagógica.
John Dewey. En La escuela no es un parque de atracciones aparece varias veces, lo mismo que otros “pedagogistas”.
Sí, porque, a pesar de que sus principales aportaciones pedagógicas tienen más de cien años, se toma como inspirador de los métodos llamados “innovadores”. Es más que dudoso que él se sintiera identificado con lo que habitualmente se entiende por tales.
Muchas de las ideas, propuestas o dogmas de esos pedagogos hoy se toman como verdades infalibles.
No creo que la verdad esté muy de moda en la pedagogía actual. Más bien se toman como certezas para afrontar los supuestos retos del siglo XXI.
Daniel Goleman hablaba de “inteligencia emocional”, pero usted advierte de que un manipulador puede usar esos mismos resortes psicológicos.
Lo que yo digo es que es mucho más apreciado entre los pedagogos que en la comunidad científica.
¿Por eso es importante la búsqueda de la verdad y el respeto a valores como el honor y la disciplina?
Como hemos perdido la claridad de los fines, nos centramos obsesivamente en las causas eficientes del aprendizaje, olvidando que la ambición es un fenomenal motor del aprendizaje.
Decíamos al principio que la educación se degrada porque se convierte en diversión. Pero ¿aprender requiere aburrimiento?
Solo si se aprenden cosas sin sentido. Lo que requiere es esfuerzo para subjetivar la cultura objetiva. El esfuerzo de subjetivización solo puede ser mío. La vida intelectual, que es la genuina skholé (“escuela, ocio”), puede ser dolorosa y a veces frustrante, pero es uno de los atributos del hombre libre. Familiarizarse con la obra completa de Georgie Dann es fácil, disfrutar del segundo concierto para piano y orquesta de Shostakovich requiere todo un proceso de educación de la sensibilidad y de la atención.
Decir tu opinión sobre no importa qué tema es fácil, especialmente si no eres exigente contigo mismo; tener un criterio riguroso es más complejo. Pero el conocimiento poderoso es el que nos acerca a lo mejor que podemos llegar a ser, permitiéndonos trascender los límites culturales de nuestra familia y abrirnos a los otros para poder presentarnos en cualquier sitio, sin limitarnos a ser lo que san Agustín llamaba un “homo incurvatus in se ipsum”.
Entrevista de José María Sánchez Galera
Fuente: eldebatedehoy.es.
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