Es bueno contar con las diferencias, convivir con quien no piensa igual que nosotros
Hace unas semanas, al entrar en la iglesia, me encontré con una pareja de guardias. Me dijeron que no querían entrar en el templo por respeto, estaban armados, pero que habían visto entrar a un señor sin mascarilla. Resultó que no la podía llevar por motivos respiratorios. El pobre seguro que lo pasaba mal sintiéndose mal mirado por la gente. Summum ius summa iniuria dice el aforismo latino que se puede traducir por “sumo derecho, suma injusticia”. Lo propio de la justicia no es dar a todos lo mismo, sino a cada uno lo que merece o exigirle lo que pueda dar.
Corremos el riesgo de ser injustos imponiendo a todos las mismas cargas, tratando a todos por igual, no respetando las singularidades. Todos tienen los mismos derechos y no se puede discriminar a nadie, pero hay que contar con las diferencias, con las distintas sensibilidades. El peligro del colectivismo es, en el fondo, pensar que todos somos meros números, regirnos por las matemáticas y no por la sabiduría y el amor.
En Un mundo feliz de Huxley se pretende crear humanos en tubos de ensayo para evitar errores, eliminando genes indeseados con el fin de “perfeccionar” la especie humana, es decir, busca la paridad del género humano: todos iguales, todos felices. Gracias a Dios nosotros hemos nacido en el seno de una familia, allí nos han tratado como seres queridos, con nombre propio, con nuestras originalidades. Una buena madre sabe lo que le conviene a cada uno de sus hijos y llena los platos a la medida de cada uno.
Es muy bueno contar con las diferencias, convivir con gente que no piensa igual ni tiene los mismos gustos. Esta variedad enriquece. Ninguno de nosotros puede pensar que es el prototipo, el molde perfecto. Dios, en su infinita sabiduría nos ha hecho muy diversos. Ha creado a la mujer y al varón complementarios, unos más fuertes, otros más listos, un collage espléndido de colores. Nadie está de sobra en este mundo, todos lo enriquecemos.
La unicidad solo se da en Dios, que es el origen de la diversidad. Los demás somos reflejos, facetas que emitimos destellos y colores diversos, notas de la gran sinfonía de la creación. Nadie puede decir quién es más importante o necesario. No somos el director de la fábrica que hace niños en la novela citada, no somos dioses. No podemos decir qué vida no es valiosa, defectuosa y eliminarla.
En la parábola de los contratados a la viña hay cinco llamadas a los trabajadores; el dueño les paga a todos un denario: el jornal suficiente para mantener una familia. Unos trabajan más horas que otros, pero pueden sacar su hogar adelante. Esto provoca comparaciones y envidias. El amo les dice: “Amigo, no te hago ninguna injusticia… ¿Es que no puedo hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Lo importante es que todos tengan la oportunidad de trabajar, que se les trate con dignidad, que alcancen su fin. El denario para todos nos habla del cielo, de la felicidad eterna a la que aspiramos.
Es curioso que se hable de respeto a las minorías, de derechos y luego se quiere formar y educar según el férreo molde de la ideología imperante. Que todos salgan pensando lo mismo, haciendo lo mismo. Un caso paradigmático fue el de la Hermanitas de los Pobres a las que se las quería obligar a repartir anticonceptivos en sus instalaciones. Dentro de poco querrán que apliquen la eutanasia. Mark Rienzi decía al respecto: “no necesitan monjas para distribuir anticonceptivos; sí iniciativas religiosas para cuidar a los ancianos, sanar a los enfermos y alimentar a los hambrientos”.
En el ámbito familiar sería muy deseable un sano respeto al modo de ser de los demás y potenciar sus capacidades. Es mucho más eficaz ser descubridores de talentos que represores de defectos.