Ha habido muchas ocasiones, circunstancias históricas muy continuadas, en las que no se ha entendido lo que significa ser laico y lo que es ser clérigo
Me gusta la poesía de Antonio Machado, es el poeta que más me llena. Sabiendo que fue alumno de la Institución Libre de Enseñanza, se nos puede antojar, así de memoria y sin profundizar, que era un hombre ateo. Pero en cuanto uno se interna en su obra se da cuenta de que no es así. Llega a escribir “Siempre estimé como de gusto deplorable y muestra de pensamiento superficial el escribir contra la divinidad de Jesucristo. Es el afán demoledor de los pigmeos que no admiten más talla que la suya” (Pensadores de frontera, p. 92).
Encontramos, en la España del final del XIX y principios del XX, un clericalismo en el ambiente que era aborrecible por una parte importante de los intelectuales. Era una actitud de muchos ministros de la Iglesia y de muchos católicos de entonces que tiene poco que ver con la esencia misma de la vida cristiana. Algo de lo que escribe con clarividencia Martin Rhonheimer en uno de sus libros más interesantes: “Cristianismo y laicidad”.
“En el transcurso de los siglos −dice Rhonheimer−, sobre todo a raíz de muy precisos condicionamientos y de diversas contingencias históricas, la Iglesia Católica puso a veces en práctica formas de acción pastoral en neto contraste con lo que ella reconoce, hoy, como sana laicidad del Estado” (pág. 17). Es decir, ha habido muchas ocasiones, circunstancias históricas muy continuadas, en las que no se ha entendido lo que significa ser laico y lo que es ser clérigo. Y estas confusiones han hecho mucho daño a lo largo de los siglos. Y todavía ahora encontramos ciertas formas de hacer que son mezclas dañinas.
Antonio Machado era una de esas personas que, siendo verdaderamente cristianas, no podían entender algunos modos de hacer. “Machado no entiende bien la dimensión cristológica de la Iglesia Católica, a la que mira como una institución anquilosada y enemiga del progreso espiritual del pueblo español. Su anticlericalismo, siempre latente, se manifestó con mayor acritud en los últimos años de su vida, a veces de modo radical, acorde con los vientos de la época” (p. 94).
Pero era cristiano, quizá más cristiano que muchos que alardeaban de serlo. Lo llevaba en el alma y lo mostraba en su poesía: Cantar del pueblo andaluz / que todas las primaveras / anda pidiendo escaleras / para subir a la cruz. / Cantar de la tierra mía / que echa flores / al Jesús de la agonía / y es la fe de mis mayores.
Como recuerda Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa disuelve el nexo entre derecho a la libertad religiosa −libertad de conciencia, libertad de culto− y verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean equivalentes” (p. 109). El laicismo moderno, en muchos casos, lleva consigo la negación de lo trascendente. Los escritores españoles de comienzo de siglo XX tenían fe, pero no podían entender un estado confesional.
“El ateísmo −escribe Machado− es una posición esencialmente individualista: la del hombre que toma como tipo de evidencia el de su propio existir, con lo cual inaugura el reino de la nada, más allá de las fronteras de su yo. Este hombre o no cree en Dios, o se cree Dios, que viene a ser lo mismo”.