En la vida de cualquier hombre se suceden y alternan acontecimientos variados, unos alegres, otros dolorosos, otros que no tienen un color especial, al menos externamente, porque se repiten a diario
Jesucristo quiso hacerse hombre verdadero, compartir todo lo nuestro, excepto el pecado; si bien asumió nuestros pecados para liberarnos de ellos. En las jornadas de su vida pública, hay algunos momentos especiales de luz.
Uno de ellos, como un paréntesis en la vida pública de Jesús, es su Transfiguración. Después de que Pedro confesó su fe de que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo, el Maestro “comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir… y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mateo 16, 21), cosa que ni Pedro ni los demás comprendieron. Ocurrió poco después el hecho de la Transfiguración de Jesús, en el monte Tabor, ante tres de los Apóstoles: Pedro, Santiago y Juan. “El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lucas 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle» (Lucas 9, 35)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 554).
En esta escena Jesús les mostró por unos momentos su gloria, a la vez que les señalaba que antes era preciso padecer y morir: la Redención de la humanidad se haría a través de los sufrimientos y de la muerte ignominiosa en la Cruz. Se escucha la voz del Padre celestial y se hace presente el Espíritu Santo como una nube que les envuelve. Es como un anticipo de la Resurrección de Cristo, “el cual transfigurará este miserable cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo” (Filipenses 3, 21), pero sin olvidar que “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hechos de los Apóstoles 14, 22).
Cuando se acerca el momento previsto en los planes de Dios, Jesús se encamina resueltamente hacia Jerusalén, habiendo anunciado por tres veces a sus discípulos la necesidad de padecer y morir, y después resucitar, para llevar a cabo la redención de nuestros pecados; “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lucas 13, 33). Numerosos profetas, enviados por Dios, habían sufrido el martirio en la ciudad. Jesús sufre y llora ante la dureza de corazón de los hijos de Jerusalén: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!” (Mateo 23, 37).
La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, el domingo de ramos, es otro momento de luz. El había rehuido siempre los intentos populares de hacerle rey, un rey político o temporal al estilo humano. En esta ocasión prepara todos los detalles para entrar en la ciudad de David. Allí es aclamado como hijo de este rey, como el que trae la salvación. Pero el Rey de la Gloria entra en la ciudad sobre un asno, con una cabalgadura humilde, lejos de la fuerza y del boato de los reyes de este mundo. Le alaban los pequeños y los sencillos: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Salmo 118, 26).
Este momento de luz es también fugaz. “La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección (…). La Iglesia permanece fiel a la «interpretación de todas las Escrituras» dada por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua: «¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lucas 24, 26-27.44-45). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el hecho de haber sido «reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas» (Marcos 8, 31), que lo «entregaron a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle» (Mateo 20. 19)” (Catecismo…, n. 560 y 572).