En su catequesis de hoy, durante la Audiencia general, desde el Cortile di San Damaso, el Papa ha explicado la necesidad de la solidaridad
Queridos hermanos y hermanas:
La pandemia actual ha evidenciado que todos, como miembros de una misma familia humana, estamos conectados en el bien o en el mal, porque tenemos un mismo origen, compartimos la misma casa común y un mismo destino en Cristo. Esta interdependencia nos enseña que sólo siendo solidarios podremos salir adelante, pues de lo contrario surgen desigualdad, egoísmos, injusticia y marginación.
La solidaridad es una cuestión de justicia, un cambio de mentalidad que nos lleve a pensar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes de parte de unos pocos. Nuestra interdependencia, para que sea solidaria y dé frutos debe fundarse en el respeto a nuestros semejantes y a la creación.
Para no repetir el drama de la Torre de Babel, que generó sólo ruptura y destrucción a todo nivel, el Señor nos invita a radicarnos en el acontecimiento de Pentecostés. Es allí donde Dios se hace presente con la fuerza de su Espíritu Santo, que inspira la fe de la comunidad unida en la diversidad y la solidaridad, y la impulsa a sanar las estructuras y los procesos sociales enfermos de injusticia y de opresión. La solidaridad es, por tanto, el único camino posible hacia un mundo post-pandemia, y el remedio para curar las enfermedades interpersonales y sociales que afligen a nuestro mundo actual.
Después de tantos meses retomamos nuestro encuentro cara a cara, y no pantalla a pantalla. Cara a cara. ¡Esto es lindo! La actual pandemia ha demostrado nuestra interdependencia: todos estamos unidos, los unos a los otros, tanto en el mal como en el bien. Por eso, para salir mejores de esta crisis, debemos hacerlo juntos. Juntos, no solos, juntos. Solos no, porque no se puede. O se hace juntos o no se hace. Debemos hacerlo juntos, todos, con solidaridad. Hoy quería subrayar esta palabra: solidaridad.
Como familia humana tenemos el origen común en Dios; habitamos en una casa común, el planeta-jardín, la tierra en que Dios nos ha puesto; y tenemos un destino común en Cristo. Pero cuando olvidamos todo esto, nuestra interdependencia se vuelve dependencia de algunos de otros −perdemos esa armonía de la interdependencia en la solidaridad− aumentando la desigualdad y la marginación; se debilita el tejido social y se deteriora el ambiente. Es siempre el mismo modo de actuar.
Por tanto, el principio de solidaridad es hoy más necesario que nunca, como enseñó San Juan Pablo II (cfr. Sollicitudo rei socialis, 38-40). En un mundo interconectado, experimentamos qué significa vivir en la misma “aldea global”. Es bonita esta expresión: el gran mundo no es otra cosa que una aldea global, porque todo está interconectado. Pero no siempre transformamos esta interdependencia en solidaridad. Hay un largo camino entre la interdependencia y la solidaridad. Los egoísmos −individuales, nacionales y de los grupos de poder− y las rigideces ideológicas alimentan en cambio «estructuras de pecado» (ibíd., 36).
«La palabra “solidaridad” está un poco desgastada y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos» (Evangelii gaudium, 188). Eso significa solidaridad. No es solo cuestión de ayudar a los demás −eso es bueno hacerlo, pero es más−: se trata de justicia (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1938-1940). La interdependencia, para ser solidaria y dar fruto, necesita fuertes raíces en lo humano y en la naturaleza creada por Dios, necesita respeto por los rostros y la tierra.
La Biblia, desde el principio, nos avisa. Pensemos en el relato de la Torre de Babel (cfr. Gen 11,1-9), que describe lo que pasa cuando intentamos llegar al cielo −nuestra meta− ignorando el vínculo con lo humano, con la creación y con el Creador. Es un modo de decir: esto sucede cada vez que uno quiere subir, trepar, sin tener en cuenta a los demás. ¡Yo solo! Pensemos en la torre. Construimos torres y rascacielos, pero destruimos la comunidad. Unificamos edificios y lenguas, pero dañamos la riqueza cultural. Queremos ser dueños de la Tierra, pero arruinamos la biodiversidad y el equilibrio ecológico. Os conté en otra audiencia sobre aquellos pescadores de San Benedetto del Tronto que vinieron este año y me dijeron: “Hemos sacado del mar 24 toneladas de basura, de las que la mitad era plástico”. ¡Pensad! Esos tienen el oficio de pescar peces, sí, pero también la basura y sacarla para limpiar el mar. La contaminación es arruinar la tierra, no tener solidaridad con la tierra, que es un don, y con el equilibrio ecológico.
Recuerdo un relato medieval que describe este “síndrome de Babel”, que es cuando no hay solidaridad. Ese cuento medieval dice que, durante la construcción de la torre, cuando un hombre caída −eran esclavos− y moría, nadie decía nada, como mucho: “Pobrecillo, se equivocó y cayó”. En cambio, si caída un ladrillo, todos se quejaban. Y si alguno era culpable, se le castigaba. ¿Por qué? Porque un ladrillo era caro de hacer, de preparar, de cocer. Hacía falta tiempo y trabajo para hacer un ladrillo. Un ladrillo valía más que la vida humana. Que cada uno piense qué pasa hoy. Lamentablemente también hoy puede suceder algo del estilo. Cae algún valor del mercado financiero −lo hemos visto en los periódicos estos días− y la noticia está en todas las agencias. Caen miles de personas a causa del hambre, de la miseria y nadie habla.
Diametralmente opuesta a Babel es la Pentecostés, lo hemos oído al inicio de la audiencia (cfr. Hch 2,1-3). El Espíritu Santo, descendiendo de lo alto como viento y fuego, reviste a la comunidad encerrada en el cenáculo, le infunde la fuerza de Dios, la empuja a salir, a anunciar a todos al Señor Jesús. El Espíritu crea la unidad en la diversidad, crea la armonía. En el relato de la Torre de Babel no había armonía; había ese ir adelante para ganar. Allí, el hombre era un mero instrumento, mera “mano de obra”, pero aquí, en la Pentecostés, cada uno es un instrumento, pero un instrumento comunitario que participa con todo su ser en la edificación de la comunidad. San Francisco de Asís lo sabía bien, y animado por el Espíritu daba a todas las personas, es más, a las criaturas, el nombre de hermano o hermana (cfr. LS, 11; cfr. San Buenaventura, Legenda maior, VIII, 6: FF 1145). Incluso al hermano lobo, recordemos.
Con la Pentecostés, Dios se hace presente e inspira la fe de la comunidad unida en la diversidad y en la solidaridad. Diversidad y solidaridad unidas en armonía, ese es el camino. Una diversidad solidaria posee los “anticuerpos” para que la singularidad de cada uno −que es un don, único e irrepetible− no enferme de individualismo, de egoísmo. La diversidad solidaria posee también los anticuerpos para curar estructuras y procesos sociales que han degenerado en sistemas de injusticia, en sistemas de opresión (cfr. Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, 192). Por tanto, la solidaridad hoy es el camino que recorrer hacia un mundo post-pandemia, hacia la curación de nuestras enfermedades interpersonales y sociales. No hay otro. O vamos adelante con la senda de la solidaridad o las cosas serán peores. Quiero repetirlo: de una crisis no se sale igual que antes. La pandemia es una crisis. De una crisis se sale o mejores o peores. Debemos elegir nosotros. Y la solidaridad es precisamente una senda para salir de la crisis mejores, no con cambios superficiales, con una mano de pintura y ya está. No. ¡Mejores!
En medio de la crisis, una solidaridad guiada por la fe nos permite traducir el amor de Dios en nuestra cultura globalizada, no construyendo torres o muros −¡cuántos muros se están construyendo hoy!− que dividen y luego caen, sino tejiendo comunidad y apoyando procesos de crecimiento auténticamente humanos y sólidos. Y a eso ayuda la solidaridad. Hago una pregunta: ¿pienso en las necesidades de los demás? Que cada uno responda en su corazón.
En medio de crisis y tormentas, el Señor nos requiere y nos invita a despertar y activar esa solidaridad capaz de dar solidez, apoyo y sentido a estas horas en las que todo parece naufragar. Que la creatividad del Espíritu Santo nos anime a generar nuevas formas de hospitalidad familiar, de fecunda fraternidad y de solidaridad universal. Gracias.
Saludo de corazón a los peregrinos de lengua francesa. En estos tiempos difíciles que estamos atravesando, os animo a responder con fe a las llamadas que el Espíritu Santo nos dirige, para que demos prueba de solidaridad con las personas que encontremos y que cuentan con nuestra ayuda fraterna. Dios os bendiga.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua inglesa. Mi pensamiento va de modo particular a los jóvenes que vuelven al colegio en las próximas semanas. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de Cristo. Dios os bendiga.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua alemana. Estoy muy contento de que ahora de nuevo es posible un encuentro personal cara a cara en las Audiencias generales. Como seres sociales necesitamos dicha inmediatez que sienta bien al alma. Pidamos el Señor que la crisis, para toda la humanidad, no sea motivo de división, sino de unidad y solidaridad.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. He visto varias banderas españolas ahí, bienvenidos. Y también latinoamericanas de esta parte, así que no se enojan. Pido al Señor que nos conceda la gracia de una solidaridad guiada por la fe, para que el amor a Dios nos mueva a generar nuevas formas de hospitalidad familiar, de fraternidad fecunda y de acogida a los hermanos más frágiles, especialmente a los descartados por nuestras sociedades globalizadas. Que Dios los bendiga.
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua portuguesa, invitando a no cansaros nunca de invocar al Espíritu Santo, artífice de la unidad en la Iglesia y entre los hombres, para que nos ayude a buscar siempre el diálogo con todas las personas de buena voluntad, para construir un mundo de paz y solidaridad. Dios bendiga a vosotros y a vuestros seres queridos.
Saludo a los fieles de lengua árabe. En medio de crisis y borrascas, el Señor nos avisa y nos invita a despertar y activar la solidaridad capaz de dar solidez, apoyo y sentido a estas horas en las que todo parece naufragar. Que la creatividad del Espíritu Santo nos anime a crear nuevas formas de hospitalidad familiar, de fecunda fraternidad y de solidaridad universal. El Señor bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal.
Saludo cordialmente a los polacos. Queridos hermanos y hermanas, en los pasados días en Polonia se ha celebrado el 40° aniversario de los Acuerdos que −a partir de la solidaridad de los oprimidos− dieron inicio al Sindicato “Solidarnosc” y a históricos cambios políticos en vuestro País y en Europa Central. Hay hablamos de solidaridad en el contexto de la pandemia. Y es siempre actual lo que dijo San Juan Pablo II: «No hay solidaridad sin amor. Es más, no hay felicidad, no hay futuro del hombre y de la nación sin amor […] ; el amor que está al servicio, que se olvida de sí y está dispuesto a dar con generosidad» (cfr. Sopot, 5-VI-1999). Queridos hermanos y hermanas, ¡sed fieles a ese amor! Os bendigo de corazón.
Saludo cordialmente a los peregrinos aquí presentes y a cuantos nos siguen a través de los medios. Os animo a invocar a menudo en vuestras jornadas al Espíritu Santo: su fuerza buena y creativa nos permite salir de nosotros mismos y ser para los demás un signo de consuelo y de esperanza.
Dirijo un pensamiento especial a los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. El Señor conoce mejor que nosotros mismos las esperanzas y necesidades que llevamos en el corazón. Encomendémonos a su Providencia con plena confianza, buscando siempre el bien, incluso cuando cuesta.
Queridos hermanos y hermanas, a un mes de la tragedia que afectó a la ciudad de Beirut, mi pensamiento va de nuevo al querido Líbano y a su población particularmente probada. Y este sacerdote que está aquí, ha traído la bandera del Líbano a esta audiencia.
Como San Juan Pablo II dijo hace treinta años en un momento crucial de la historia del país, también yo repito hoy: «Ante los repetidos dramas, que cada uno de los habitantes de esa tierra conoce, nosotros somos conscientes del extremo peligro que amenaza la existencia misma del país: el Líbano no puede ser abandonado a su soledad» (Carta apostólica a todos los Obispos de la Iglesia católica sobre la situación en el Líbano, 7-IX-1989).
Durante más de cien años, el Líbano ha sido un País de esperanza. También durante los periodos más oscuros de su historia, los libaneses han conservado su fe en Dios y demostrado la capacidad de hacer de su tierra un lugar de tolerancia, respeto y convivencia único en la región. Es profundamente cierta la afirmación de que el Líbano representa algo más que un Estado: el Líbano «es un mensaje de libertad y un ejemplo de pluralismo tanto para Oriente como para Occidente» (ibíd.). Por el bien mismo del país, y también del mundo, no podemos permitir que ese patrimonio se pierda.
Animo a todos los libaneses a que sigan teniendo esperanza y encuentren la fuerza y energía necesarias para recomenzar. Pido a los políticos y líderes religiosos que se comprometan con sinceridad y transparencia en la labor de reconstrucción, olvidando intereses partidistas y mirando el bien común y el futuro de la nación. También renuevo la invitación a la comunidad internacional a que apoye al país para ayudarlo a salir de la grave crisis, sin verse envuelto en tensiones regionales.
En particular, me dirijo a los habitantes de Beirut, severamente probados por la explosión: ¡ánimo, hermanos! Que la fe y la oración sean vuestra fuerza. No abandonéis vuestros hogares ni vuestra herencia, no dejéis caer los sueños de quienes creyeron en el futuro de un país hermoso y próspero.
Queridos pastores, obispos, sacerdotes, consagrados, consagradas, laicos, seguid acompañando a vuestros fieles. Y a vosotros, obispos y sacerdotes, os pido celo apostólico; os pido pobreza –nada de lujo–, pobreza con vuestro pobre pueblo que está sufriendo. Dadles ejemplo de pobreza y humildad. Ayudad a vuestros fieles y a vuestro pueblo a levantarse y ser protagonistas de un nuevo renacer. Sed todos agentes de concordia y renovación en nombre del interés común, de una verdadera cultura del encuentro, del vivir juntos en paz, de fraternidad. Una palabra tan querida a San Francisco: fraternidad. Que esta concordia sea una renovación en el interés común. Sobre este fundamento se podrá asegurar la continuidad de la presencia cristiana y vuestra inestimable contribución al país, al mundo árabe y a toda la región, con espíritu de fraternidad entre todas las tradiciones religiosas que hay en el Líbano.
Por esta razón deseo invitar a todos a vivir una jornada universal de oración y ayuno por el Líbano, el próximo viernes, 4 de septiembre. Yo tengo la intención de enviar a un representante mío ese día al Líbano para acompañar a la población: irá el Secretario de Estado en mi nombre, para expresar mi cercanía y solidaridad. Ofrezcamos nuestra oración por todo el Líbano y por Beirut. Seamos cercanos también con el compromiso concreto de la caridad, como en otras ocasiones similares. Invito también a los hermanos y hermanas de otras confesiones y tradiciones religiosas a asociarse a esta iniciativa en los modos que consideren más oportuno, pero todos juntos.
Os pido ahora confiar a María, Nuestra Señora de Harissa, nuestras angustias y esperanzas. Que Ella sostenga a cuantos lloran a sus seres queridos e infunda ánimo a todos los que han perdido sus casas y con ellas parte de su vida. Que interceda ante el Señor Jesús, para que la Tierra de los Cedros reflorezca y esparza el perfume de vivir juntos en toda la Región del Medio Oriente.
Y ahora invito a todos, si es posible, a poneros de pie en silencio y rezar en silencio por el Líbano.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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