El Reino será como una pequeña semilla que va germinando en el corazón de cada persona y crece con el impulso de la gracia divina en cada uno y en el entero conjunto de la humanidad
Con frecuencia nos llegan demasiadas noticias malas, pero nos ha llegado una muy buena: con la venida de Jesucristo a la tierra se anuncia la llegada del Reino de Dios a los hombres. Es una convocatoria universal, para todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, a partir de su primer anuncio a los hijos de Israel. Para entrar en ese Reino es preciso acoger por la fe las enseñanzas de Jesús. El Reino será como una pequeña semilla que va germinando en el corazón de cada persona y crece con el impulso de la gracia divina en cada uno y en el entero conjunto de la humanidad.
Para recibir el Reino de Dios hace falta un corazón sincero y bien dispuesto. Se ofrece a los pobres y a los pequeños, es decir a aquellos que lo acogen con humildad. No se dirige su invitación a los que ya son perfectos y sabios por sus solas fuerzas (¿Quiénes serían estos?), sino a quienes tienen defectos y limitaciones y son conscientes de ellos. “Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Marcos 2, 17; cf 1 Timoteo 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf Lucas 15, 11-32) y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lucas 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados» (Mateo 26, 28)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 545).
Un rasgo característico de la enseñanza de Jesús son las parábolas, que, a través de un ejemplo material y asequible tomado de la experiencia diaria, presentan los grandes misterios que Dios nos llama a conocer y a vivir. Son a la vez una invitación y una exigencia para el mejoramiento de la propia vida. El corazón humano debe ser como una tierra bien dispuesta para recibir la semilla, de tal manera que cada uno corresponda a los talentos recibidos de Dios. Las parábolas son reveladoras para quien busca sinceramente el Reino, y constituyen un enigma o una enseñanza aparentemente trivial para los que tienen la inteligencia y el corazón endurecidos.
“Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» (Hechos de los Apóstoles 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf Lucas 7, 18-23)” (Catecismo…, n. 547). En efecto, los milagros que realiza atestiguan que el Padre lo ha enviado, e invitan a creer en El. Santo Tomás de Aquino afirma que los milagros son como el sello del rey, que se grababa sobre el lacre de un documento para asegurar su autenticidad. Así los milagros resellan el origen divino de la doctrina de Jesucristo. Pero como la fe requiere de la libertad de la persona, es posible rechazar a Cristo aunque se vean milagros, como aparece en el mismo relato del Evangelio.
Los milagros tienen su momento y lugar en los planes de Dios. Son hechos fuera de lo ordinario que se realizan cuando así conviene, y si bien no podemos aspirar a resolver todas las dificultades a golpe de milagros, éstos, de vez en cuando, ocurren: “No soy «milagrero». −Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe. −Pero me dan pena esos cristianos −incluso piadosos, «¡apostólicos!»− que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. −Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!” (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 583).
Jesús no vino a la tierra, sin embargo, a remediar nuestros males materiales ni terrenos, sino para liberarnos de la esclavitud más grande, que es la del pecado. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás: “si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mateo 12, 28).
Desde el comienzo de su vida pública Cristo eligió a algunos varones, para que colaboraran especialmente con su misión: son los doce Apóstoles. Quiso asociarlos a la realización de su Reino, dirigiendo por medio de ellos y sus sucesores la Iglesia que El fundó. En ella Simón Pedro tiene el primado: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16, 18). Le corresponde, por voluntad de Jesucristo para él y sus sucesores velar por la fe de sus hermanos y confirmarlos en ella (cf Lucas 22, 32). A él le confió especialmente las llaves del Reino, la autoridad espiritual para regir, enseñar e impartir los medios de santificación en la Iglesia: “A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo 16, 19).
Cuando el Papa, en ejercicio de su ministerio, aprueba la beatificación o canonización de un santo, ello quiere decir que se ha producido, por el poder de Dios y la intercesión del santo, algún milagro rigurosamente comprobado. Ahora en Venezuela nos llenamos de alegría y de agradecimiento a Dios por la beatificación de José Gregorio Hernández: el Reino de Dios está entre nosotros.