Uno de los temas más importantes en la vida de los hombres y por tanto en la vida de los cristianos, que están llamados a iluminar las mentes y los corazones con “el esplendor de la verdad”…
Este artículo corresponde al Capítulo n. 9 de “El cristiano, luz del mundo”, Ed. Palabra, 2019, y, como se indica en la Sinopsis del mismo, “pretende ayudar a reflexionar sobre lo que el cristiano puede aportar a la sociedad en la que vive, a la convivencia y entendimiento entre los hombres, a la solución de los problemas que surgen en la vida diaria y al recto uso de la libertad y el amor a la verdad”.
Nos ocupamos ahora de uno de los temas más importantes en la vida de los hombres y por tanto en la vida de los cristianos, que están llamados a iluminar las mentes y los corazones con “el esplendor de la verdad” que “brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf Gn 1,26)”[1].
El amor a la verdad es necesario para la madurez de la persona, para encontrar y seguir el sentido de la vida y responder a lo que Dios espera de nosotros; sin embargo muchas personas no se lo plantean en serio y se ven afectadas por una mentalidad muy difundida hoy, que cuestiona, en muchos campos prácticos, la existencia misma de “la verdad”.
Por la actitud escéptica de no pocos ante la verdad, podemos empezar por preguntarnos qué es la verdad, si existe, si la podemos conocer, si la verdad de cada cosa es una o admite diversas “verdades” igualmente válidas...
¿Qué es la verdad y qué importancia tiene admitirla?: “¿puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer, tanto en la vida del individuo como en el de la comunidad”? (...). No es una cuestión menor, pues en la respuesta que demos “se juega efectivamente el destino de la humanidad”[2].
Como decía San Agustín, “verdadero es aquello que es”[3]. A esto se opone la falsa apariencia, lo que no es. Esta es la verdad ontológica, la naturaleza propia de cada cosa. Además, la persona humana tiene capacidad de conocer lo que cada cosa es en sí, y esta es la verdad lógica: la adecuación o conformidad de nuestra mente con la realidad; es la rectitud dejuicio[4]. Lo contrario es el error. Puede ser que nuestro juicio sea erróneo, pero la verdad ontológica −lo que la cosa es en sí− permanece inalterable.
Por último está la verdad moral, que es la adecuación de lo que se dice y lo que se piensa, de la que hablaremos al final. Lo contrario es la mentira.
Por tanto la verdad existe, sencillamente por-que el hombre y el mundo existen, son algo real, no aparente. Y también Dios, aunque no lo veamos. Y no solo existe, sino que como Dios Es por sí mismo, su existencia no depende de otros, es la primera verdad, la Verdad absoluta, y es “fuente de toda verdad”[5], porque todo cuanto existe ha salido de sus manos (cfr Gn 1,1).
Después, todo lo creado, por la relación con su Creador, “es ‘verdadero’ en la medida en que refleja a Dios: se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. Y el hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza”[6].
Jesucristo dijo que Él había venido al mundo “para ser testigo de la verdad” (Jn 18,37), y la Verdad con mayúscula es Él mismo. Su Palabra es verdad (cf Pr 8,7), y su Ley es verdad (cf Sal 119,142). “En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud (...). El es la “luz del mundo” (Jn 8,12), la Verdad (Jn 14,6) y el que cree en El no permanece en las tinieblas (cf Jn 12,46)”[7]. Y el hombre, conociendo a Jesucristo se conoce a sí mismo, pues “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”[8].
Las cosas son inteligibles en la medida en que son. Y son siempre lo que son, independientemente de que el entendimiento humano pueda no comprenderlas.
El hombre tiene también su “verdad”, que se encuentra, igualmente, en su esencia, en su naturaleza. Ese modo de ser propio del hombre −su verdad− lo podemos conocer por la luz de la inteligencia infundida por Dios en nosotros, orientada hacia la búsqueda de la verdad y ayudada por ese como “instinto” connatural –la ley natural− que le permite distinguir −al menos en los principios fundamentales− qué debe hacer y qué debe evitar, qué está bien y qué está mal; en definitiva, cuál es el camino coherente con su verdad.
Pero es necesario reconocer que aunque “el hombre busca naturalmente la verdad”[9], por el pecado original y los pecados personales “es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cfr 1 Ts 1,9), cambiando la verdad de Dios por la mentira (Rm 1,25); de esta manera su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf Jn 18,38), busca una libertad fuera de la verdad misma”[10].
De todos modos, el deseo de verdad y la posibilidad de alcanzarla pertenecen a la naturaleza del hombre[11]. La Sagrada Escritura describe al hombre sabio como el que ama y busca la verdad (Si 14,20). Y el hombre maduro se puede definir como el que es capaz de “discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso”, pues “solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza”[12].
En efecto, no tendría sentido que el hombre tenga entendimiento y no sea capaz de conocer la entidad de cada cosa, lo que cada cosa es, y él mismo. La capacidad de razonamiento no serviría para gran cosa si no pudiéramos llegar a captar la esencia de lo que afecta a la vida humana y el hombre no sería superior a los seres no racionales.
A la vez, vemos igualmente que nuestra razón no es absoluta, como la de Dios, sino la propia de un ser creado, y por tanto no depende de nosotros “crear” los valores y las normas morales, es decir, no está en nuestra mano forjar a nuestro antojo la verdad del hombre[13]. La conciencia no es autónoma para decidir lo bueno y lo malo; su misión es obedecer −por su propio bien− a la norma objetiva que está grabada en ella, aplicándola a los casos particulares.
En el hombre existe siempre una verdad, unas leyes de la conducta humana que se derivan de su naturaleza. Habrá siempre un sustrato común, independientemente de la época histórica (en contra del historicismo), o de las circunstancias (en contra de la moral de situación).
El hombre no está condicionado por el instinto porque tiene una cualidad o capacidad superior que es la razón, por la que es libre. Y esa cualidad indica que tiene una finalidad que trasciende lo meramente biológico o instintivo: es, por tanto, una finalidad espiritual, que sólo se alcanza libremente.
De otra parte, conviene recordar que una gran mayoría de las ideas y las cosas que consideramos verdaderas no las hemos constatado o descubierto personalmente. Por eso podemos decir que “en la vida de un hombre, las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal”. Por ello, “el hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquel que vive de creencias”[14].
El cristiano debe ser muy respetuoso con las opiniones ajenas, que procurará conocer bien. Y si debe rebatirlas por no estar de acuerdo con ellas y parecerles desaconsejables, lo hará salvando siempre la intención de la persona y con argumentos de razón válidos para todos.
Para “encontrar” la verdad en primer lugar es necesaria la actitud sincera de querer encontrarla. Para eso no debemos tener miedo a la verdad, aunque el conocimiento de esa verdad nos pueda “complicar” algo la vida. “No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte”[15]. Es necesario −muestra de sensatez− no vivir engañados sobre nosotros mismos.
Para conocernos bien además de ser sinceros con nosotros mismos, hemos de tener una cierta capacidad de “examinarnos”, de mirarnos “por dentro”, con la luz del Espíritu Santo, para corregir lo que sea preciso.
En segundo lugar, hay que saber escuchar:“en la búsqueda de la verdad, se engaña quien sólo confía en sus propias fuerzas, sin reconocer la necesidad que cada uno tiene del auxilio de los demás”[16].
Puede ser que algunas veces el hombre no sea capaz de conocer con seguridad las leyes que han de regir su conducta humana –en coherencia con la verdad sobre el hombre−,pero es fundamental que sepa que existen, para no caer en la arbitrariedad, en el relativismo ético o en el subjetivismo. Otras veces las conoce y no quiere seguirlas: esa falta contra la razón, contra la verdad, contra la conciencia recta le llamamos pecado[17]; y esa es la libertad que necesita ser liberada, como comentaremos en el tema siguiente[18].
Otra causa importante que dificulta conocer la verdad es la soberbia, hasta el punto de que Santo Tomás llega a afirmar que todo error tiene por causa la soberbia (se refiere al error consciente, al propio juicio, que prevalece sobre el amor a la verdad), ese amor desordenado de la propia excelencia, el deseo de estar por encima de todo, sin someternos a ninguna norma. La soberbia lleva a una mala autosuficiencia, en la que se dificulta el dejarse aconsejar y el rectificar[19].
Para que el pensamiento sea ciertamente libre en la búsqueda de la verdad −sin influencias negativas que lo desvíen− se requiere, en primer lugar, humildad intelectual: no querer descubrir “mi” verdad, sino la verdad; reconocer la capacidad de error; rectificar cuando sea preciso; ser consciente de nuestras limitaciones y de la necesidad de aprender y dejarnos aconsejar. Se necesita también prudencia para saber seleccionar las lecturas adecuadas. Y, como ya hemos repetido, un amor sincero a la verdad, que nos lleve a ser veraces y a difundirla.
Otro obstáculo para conocer la verdad proviene de una reflexión filosófica defectuosa acerca del hombre, que “en vez de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos”[20], lo que deriva en varias formas de agnosticismo, relativismo y de un escepticismo general, que lleva a un pluralismo indiferenciado, en el que todas las opiniones sobre el hombre serían igualmente válidas; todo se reduciría a opinión. Se niega que el hombre tenga capacidad de conocer la verdad sobre sí mismo, la verdad del ser y de Dios. Se cae en la “falsa modestia de conformarse con verdades parciales y provisionales, sin atreverse a abordar el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social”[21]. Hay desconfianza hacia verdades absolutas; la verdad sería el resultado del consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva[22].
Es necesario que la reflexión filosófica recupere su saber sapiencial, es decir que el pensamiento humano se interrogue por el sentido último y global de la vida. Así iremos descubriendo que ni el hombre ni el mundo son lo absoluto; que sólo Dios es el Absoluto; que el mundo creado no es autosuficiente e ignorar la dependencia esencial de Dios de toda criatura “lleva a situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la armonía y del sentido de la existencia humana”[23].
Estas exigencias llevan a la necesidad de un pensamiento filosófico de alcance auténticamente metafísico, que trasciende los datos empíricos para llegar a algo absoluto, último y fundamental, porque la realidad y la verdad trascienden lo fáctico y lo empírico. El hombre del tercer milenio tiene planteado el reto de pasar del “fenómeno” al “fundamento”, sin limitarse a la sola experiencia[24]. El hombre será tanto más hombre cuanto más se abra a Dios.
Otro motivo es la influencia de la voluntad en el entendimiento. A la voluntad no corresponde conocer la verdad, sino al entendimiento, pero la voluntad, una vez que el entendimiento “le presenta” la verdad, la acepta o la rechaza, y esa decisión de la voluntad es decisiva para la actitud que el entendimiento adopte ante la verdad: profundizar en ella o no interesarse. El hombre que no está dispuesto a amar la verdad y a seguir sus exigencias, la rechaza y la acaba negando: es el “olvido voluntario” y culpable de la verdad.
La mala inclinación de la voluntad, contraria al bien objetivo, puede deberse al influjo no controlado y ordenado, de los sentidos y las pasiones, que debilitan la voluntad. Es lo que podríamos llamar “la inconstancia del corazón”[25], motivada también por el miedo a las exigencias de la verdad. Las pasiones forman parte de la naturaleza humana para facilitar la orientación a su fin, pero para que resulten beneficiosas han de estar gobernadas por la razón. Concretamente, la lujuria es lo que más embota el espíritu y debilita el amor a la verdad, no porque afecte al entendimiento sino a la voluntad[26].
Estas deficiencias, entre otras, llevan a una característica de nuestro tiempo que es la “crisis del sentido”, hasta el punto de cuestionarse si tiene todavía sentido plantearse la cuestión del sentido. Ante esta situación, el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lleva al hombre a encerrarse en sí mismo, en su inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Se pierde la pasión por la búsqueda de la verdad[27].
El hombre necesita saber qué es el mismo, cuál es su origen y su destino, cuál es el sentido del dolor y de la muerte...: en resumen, cuál es su verdad, la verdad del hombre. Ya en la antigüedad los clásicos se preguntaron por esas cuestiones fundamentales: “Conócete a ti mismo”, se leía en el dintel del templo de Delfos[28].
El hombre debe ser capaz de descubrir también la verdad de Dios: qué es Dios, qué relación debe haber entre su vida y la de Dios, y cómo influye esa relación en su propia vida. “Aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor...”[29]; y “detrás” del hombre y del mundo deberíamos “ver” también a Dios.
Para descubrir la verdad sobre Dios, debe evitar la tentación de apartar conscientemente su mirada de El, porque si se rechaza deliberadamente a Dios se ofusca la capacidad de conocer la verdad y de amarla, y se puede caer en el relativismo y el escepticismo.
En resumen, “se puede, pues, definir al hombre como aquél que busca la verdad” y “no se puede pensar que una búsqueda tan profundamente arraigada en la naturaleza humana sea del todo inútil y vana”[30].
El orden de conocimientos que nos suministra la fe no está en contraste con las verdades que se alcanzan por la razón. “Los dos órdenes de conocimientos conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción”[31]. Dios sale al paso del hombre y para remediar su falibilidad nos marca el camino que debemos seguir: sus enseñanzas son esos “puntos claves” en los que el hombre puede apoyarse para avanzar con seguridad en la búsqueda de la verdad, en cualquier circunstancia de su vida.
Tras hablar de la verdad ontológica y la verdad lógica, digamos ahora unas palabras sobre la verdad moral, que citamos al comienzo.
Dijimos que la verdad de las palabras o verdad moral es la adecuación de lo que se dice con lo que se piensa. Lo contrario es la mentira, dicha con intención de engañar. La mentira puede revestir formas diversas, como el falso testimonio y el perjurio: Afirmar lo contrario a la verdad ante un tribunal es falso testimonio. Perjurio es mentir en juramento.
Van también contra la verdad moral, por violar el respeto a la reputación y al honor: el juicio temerario, que es admitir como verdadero un defecto moral del prójimo sin tener para ello fundamento suficiente; la maledicencia o murmuración, que es comentar defectos y faltas de otros a quien los ignora sin razón objetivamente válida; y la calumnia, que es mentir para dañar la reputación de otros.
El bien y la seguridad de los demás, el respeto a la vida privada, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, aunque sea cierto. También se debe evitar el escándalo, lo que obliga con frecuencia a la discreción, porque nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla, con más motivo si se conoce a través de una relación profesional (médicos, abogados, etc.).
La mentira no tiene justificación y descalifica al que miente. Nadie debe mentir, la mentira no puede tener justificación moral. Sin embargo la mentira está muy presente en nuestra sociedad. Ser un hombre o una mujer veraz, que no miente por propio interés o para perjudicar al prójimo, es una cualidad de un gran valor. En una persona así se puede confiar.
La persona veraz es sincera, valiente, honrada y humilde: valiente para mantener la verdad por encima de conveniencias meramente humanas. Honrada porque evita todo perjuicio que pudiera ocasionar a otros mintiendo o con “verdades a medias”. Humilde porque reconoce los propios errores, lo cual es una garantía de que esa persona volverá a intentar sus objetivos rectificando en lo que sea preciso: es por tanto también una persona tenaz, perseverante.
El hombre, de acuerdo con la dignidad que le corresponde como persona, está obligado a buscar la verdad y adherirse a ella una vez que la ha conocido, y a ordenar su vida conforme a sus exigencias.
El amor a la verdad se manifiesta en la veracidad, sinceridad o franqueza con la que cada uno se comporta, evitando la duplicidad, la simulación o la hipocresía, y rectificando cuando se advierte que nos hemos equivocado. La veracidad es imprescindible para la convivencia.
Vivir en la verdad nos hace auténticos. Una vida es auténtica si se ajusta o no a las exigencias más hondas y personales de cada hombre. Vivir auténticamente es vivir en la verdad, la verdad de lo que somos y debemos ser: seres racionales con un alma inmortal, abiertos a la verdad y al bien. Es adecuar nuestra razón al bien.
La verdad nos hace fuertes, porque nos permite actuar por encima de todo condicionamiento humano que no sea verdadero.
Como la verdad nos hace libres, nos da el señorío y dominio sobre nosotros mismos. No referimos a la libertad moral, que es la verdadera libertad. La libertad física −la capacidad puramente física o material de hacer esto o lo otro− está en función de la libertad moral. La libertad física tanto puede hacernos señores y elevarnos, como esclavos y envilecernos. Por eso todo deseo de libertad debe ser para buscar el bien, que es lo que verdaderamente nos hace libres: la verdad os hará libres (Jn 8,32), enseña Jesucristo. Nos detendremos más enotro capítulo.
Otra gran cualidad del amor a la verdad es que une a los hombres., mientras que el error separa. El amor a la verdad une porque no hay apegamiento al propio criterio, ni se juzgan las opiniones ajenas con relación a las propias, sino con relación a lo que sea verdadero.
La verdad nos perfecciona; más aún, en ella consiste la perfección, en una verdad que se ama y a la que se sirve. Somos animales racionales, y lo “animal” de nuestra vida −lo biológico, lo corporal o somático− está supeditado a lo racional o espiritual; la sabiduría o contemplación de la verdad vale más que el poder y que lo útil. Algunos pensadores dicen que necesitamos no verdades que nos sirvan, sino una verdad a la cual servir, porque ella es el alimento del espíritu y la base de nuestra grandeza. La auténtica perfección del hombre consiste, por tanto, en la posesión de la verdad, y sobre todo de la Verdad primera, Dios. Por eso Jesucristo pide al Padre para sus discípulos: “perfecciónalos en la verdad” (Ioh 17,17). El cristiano puede ayudar mucho, con su ejemplo y su conocimiento de la doctrina cristiana, a llegar a esa auténtica perfección del hombre que es el amor a la verdad.
Juan Moya
Fuente: caballerodegracia.org.
[1] San Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 6-VIII-1993, palabras iniciales.
[2] Josep Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, t. II, p.225.
[3] San Agustín, Soliloquio, Lib II, cap. 5; ed de la BAC, t. I, pág. 533.
[4] cfr. Aristóteles, VI Etica a Nicómaco, IX, 3,1142,b.11.
[5] CIC, n. 2465.
[6] Jesús de Nazaret, t. II, p. 226.
[7] cfr CIC, n. 2466.
[8] Gaudium est spes, n. 22.
[9] CIC, n. 2467.
[10] Veritatis splendor, n. 1.
[11] Ibidem, n. 3.
[12] Ibidem, n. 24 y 25.
[13] cfr. Veritatis splendor, n. 40.
[14] Fides et ratio, n. 31.
[15] Camino, n. 34.
[16] Congregación Doctrina de la Fe. Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización, 3-XII-2007, n. 5.
[17] cfr. CIC, n. 1849.
[18] cfr. Veritatis splendor, n. 86.
[19] cfr. Sto. Tomás de Aquino, Super Ev. S. Ioannis lec. c. I,lect. 11, 1; t In Ep. Pauli ad Romanos, cap. I, lect. 8, n. 163.
[20] Fides et Ratio, 14-IX-1998, n. 5.
[21] Ibidem.
[22] Ibidem. n. 56.
[23] Ibidem, n. 80.
[24] cfr. Ibidem, n. 83.
[25] Ibidem, n. 28.
[26] cfr. Summa Theologica, II-II, q. 15, a. 3.
[27] cfr. Fides et ratio, n. 81
[28] cfr. Ibidem, n. 1.
[29] José Ramón Ayllón, ¿Qué es la verdad?, Ed. Palabra,2017, pág. 23.
[30] Ibidem, n. 28.
[31] Ibidem, n. 34.
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