“Los artistas nos hacen entender qué es la belleza y sin lo bello el Evangelio no se puede entender” (Francisco)
El mensaje que el cardenal Parolin ha enviado al encuentro de Rimini, de parte del Papa Francisco (5-VIII-2020), subraya la posibilidad del asombro, para descubrir, también en medio de las experiencias dramáticas de la pandemia, con ojos de niño (cf. Mt 18, 3) el valor de la existencia humana, de la existencia de los demás seres y del amor, Y también el don de la fe. Ese asombro se traduce ahora −puede y debe traducirse− en compasión y en servicio a las necesidades de quienes nos rodean.
En efecto. La admiración, el asombro o estupor tiene que ver con la capacidad de mirar. El guardagujas le dice al Principito (capítulo XXII) que en los trenes los viajeros no buscan ni persiguen nada, normalmente duermen o bostezan; “únicamente los niños aplastan su nariz contra los vidrios.... únicamente ellos saben lo que buscan…”.
Si el principio de la filosofía es la atención hacia la realidad y la vida, también el asombro −capacidad exclusivamente humana− es condición para captar el Misterio que está en la raíz y el fundamento de todas las cosas y especialmente de todo lo que tiene que ver con las personas, la nostalgia y el anhelo de infinito. Con ello se conecta el camino de la belleza, cuya plenitud se encuentra en Cristo, que revela la maravilla de la vida cuando se descubre un amor que salva.
“Diversas personas −se lee en ese mensaje− se han apresurado en la búsqueda de respuestas o incluso solo de preguntas sobre el sentido de la vida, a lo que todos aspiramos, aunque no seamos conscientes: en lugar de apagar esa sed más profunda, el confinamiento ha reavivado en algunos la capacidad de maravillarse ante personas y hechos que antes se daban por supuestos. Una circunstancia tan dramática ha restituido, al menos un poco, un modo más genuino de apreciar la existencia, sin la complejidad de las distracciones y preconceptos que manchan la mirada, desdibuja las cosas, vacía el asombro y nos priva de preguntarnos quiénes somos”.
En medio de la emergencia sanitaria el Papa ha recibido una carta firmada por diversos artistas que le agradecen haber rezado por ellos. “Los artistas −dijo el Papa durante la misa matutina el 7 de mayo− nos hacen entender qué es la belleza y sin lo bello el Evangelio no se puede entender”.
Ciertamente, la belleza es −ante todo− un camino para llegar a otras profundas dimensiones del ser como la verdad y el bien. En nuestra época la verdad ha sido con frecuencia manipulada por las ideologías y oscurecida por el relativismo; y la bondad se ha visto reducida a su dimensión social y meramente humana.
En un documento de 2006 el Pontificio Consejo de la Cultura destacaba el valor antropológico y también evangelizador de la belleza:
“El Camino de la belleza, a partir de la experiencia simple del encuentro con la belleza que suscita admiración, puede abrir el camino a la búsqueda de Dios y disponer el corazón y la mente al encuentro con Cristo, Belleza de la santidad encarnada, ofrecida por Dios a los hombres para su salvación. Esta belleza sigue invitando hoy a los Agustines de nuestro tiempo, buscadores incansables de amor, de verdad y de belleza, a elevarse desde la belleza sensible a la Belleza eterna y a descubrir con fervor al Dios santo, artífice de toda belleza” (La “Vía Pulchritudinis”, camino de evangelización y de diálogo, II, 1).
Ahí se reconocía que no todas las culturas están igualmente abiertas a los trascendentales y dispuestas para acoger la revelación cristiana, sí pueden abrirse a la auténtica belleza, la que se relaciona con la verdad y el bien; y no la que se deja llevar por un estetismo consumista o utilitarista. Al mismo tiempo, lo bello dice más que lo verdadero o lo bueno. Lo bello suscita el asombro −como apreciaban los clásicos−, ante la captación de la claridad que comporta, por ejemplo, la perfección de la auténtica obra de arte.
Volviendo al mensaje del cardenal Parolin, cita estas palabras de Urs von Balthasar:
“En un mundo sin belleza (...), el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. Al fin y al cabo, es otra posibilidad, e incluso más excitante; (...) En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. (...) el proceso que lleva a concluir es un mecanismo que a nadie interesa, y la conclusión misma ni siquiera concluye nada” (Gloria, I, Madrid 1985, p. 23).
En cambio, “la belleza −observa el documento al que hacíamos referencia−, como la verdad, trae el gozo al corazón de los hombres y es un fruto precioso que resiste el paso del tiempo, que une a las generaciones y las hace comulgar en la admiración. Contemplada con ánimo puro, la belleza habla directamente al corazón, eleva interiormente desde el asombro a la maravilla, de la felicidad a la contemplación. Por ello, crea un terreno fértil para la escucha y el diálogo con el hombre y para llegar a él en su integridad, mente y corazón, inteligencia y razón, capacidad creativa e imaginación. La belleza no deja indiferente: despierta emociones, pone en movimiento un dinamismo de profunda transformación interior que genera gozo, sentimiento de plenitud, deseo de participación gratuita en la misma belleza, de apropiársela interiorizándola e insertándola en la propia existencia concreta” (La “Via Pulchritudinis”…, II, 3).
Hoy el camino de la belleza es reconocido especialmente en los ámbitos de la educación y de la comunicación. También como camino de la evangelización, que es educación y comunicación de la fe. Porque nos pone en la pista del autor mismo de la belleza, que es al mismo tiempo el “autor” de la verdad y del bien (cf. Jn 14 6). Lo señala el Papa Francisco:
“(...) Todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. (…) Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello, el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe” (Evangelii gaudium, 167)”.
El mensaje concluye invitando a los cristianos a testimoniar esa belleza del amor de Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo, del amor que nos ha cambiado la vida y que nos hace apreciar la maravilla de vivir. Es lo que expresaba Juan Pablo II en 1984: “Vale la pena ser hombre, porque tú, Cristo, has sido hombre”.
Así, siendo testigos del amor que salva, podremos sostener la esperanza de nuestros contemporáneos, especialmente de cuantos sufren en las circunstancias actuales.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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