La vida cristiana supone una profunda renovación en el plano personal. Es lo que calificamos con el nombre de “conversión”
El tiempo litúrgico de Navidad termina cada año con la fiesta del Bautismo de Jesús, que señala el comienzo de su vida pública, de su manifestación a Israel. Juan el Bautista predicaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lucas 3, 3). Las muchedumbres acuden en tropel, para hacerse bautizar por él: publicanos y soldados, fariseos y saduceos, mujeres de mala vida. Aparece Jesús, mezclado con el gentío y le pide a Juan ser bautizado. Juan vacila, pero Jesús insiste, para cumplir toda justicia. Se produce entonces una teofanía, una manifestación de la divinidad perceptible por los sentidos. Desciende sobre Jesús el Espíritu Santo, en forma corporal de paloma, y se escucha la voz del Padre, que le llama “mi Hijo amado” (Mateo 3, 13-17). Así inaugura Jesús su misión de Redentor de la humanidad. Tal como había profetizado Isaías (53, 12) se deja contar entre los pecadores, y es a la vez, tal como anuncia el mismo Juan “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1, 29).
Cristo hablará figuradamente de su muerte sangrienta y redentora como de un bautismo (cf. Marcos 10, 38). “Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu y convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y «vivir una vida nueva» (Romanos 6, 4)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 537).
La vida cristiana supone una profunda renovación en el plano personal. Es lo que calificamos con el nombre de conversión. El bimilenario del nacimiento de Jesucristo que ha celebrado la Iglesia en el mundo entero es una invitación a no quedarse simplemente en las celebraciones o ritos exteriores. “El Jubileo es una nueva llamada a la conversión del corazón mediante un cambio de vida (…); implica un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal interior, una renovación de la propia existencia” (San Juan Pablo II. Bula Incarnationis mysterium, n. 12 y 9). La indulgencia jubilar (perdón de la pena temporal por los pecados, que ha de ser realizado en esta vida o en el Purgatorio) requiere de unas adecuadas disposiciones interiores: Confesión sacramental, Comunión eucarística, visitar alguno de los lugares expresamente señalados por el Obispo de la diócesis, y realización de alguna de las obras prescritas a tal fin.
Los evangelios nos hablan de cómo Jesús se retiró durante cuarenta días al desierto, para practicar un ayuno penitencial y prepararse así para el desarrollo de su misión. Allí rechaza las tentaciones de Satanás y nos enseña también cuál ha de ser nuestro patrón de conducta ante ese peligro próximo de pecar que llamamos tentación. “La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre” (Catecismo…, n. 539). La Iglesia se une cada año a este misterio durante los cuarenta días de penitencia que constituyen la Cuaresma. Aunque la conversión personal y la penitencia son oportunas también en todo tiempo y lugar.
“Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva»” (Marcos 1, 15). Dios quiere reunir a todos los hombres junto a su Hijo, Jesucristo, para que a todos ellos alcance la eterna salvación. Lo hace a través de la Iglesia, con la que comienza el Reino de Dios en este mundo. A través de su muerte en la Cruz y de su Resurrección, Cristo nos lleva a Dios: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12, 32).