No hay peor pesadilla que ser prisioneros de los sueños de otro
El mayor regalo de amor del padre es dejar marchar al hijo y estar siempre listo para acogerlo a su regreso, aprendemos de Recalcati en “El secreto del hijo”.
No es la primera vez que analizamos la obra de Massimo Recalcati, uno de los más profundos y controvertidos estudiosos del comportamiento humano de la actualidad. Recalcati trabaja en Milán como psicoanalista y es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, atesorando el título AME (analista miembro de la Escuela). Fundador de JONAS (Centro de Investigación Psicoanalítica sobre los Nuevos Síntomas). Da clases en la Universidad de Bérgamo y Pavía, así como en el Instituto Freudiano de Milán. Ensayista mediático y colaborador habitual de La Repubblica, dedica la mayor parte de sus obras a analizar los males de la hipermodernidad.
El secreto del hijo. De Edipo al hijo recobrado, Anagrama, 2020, complementa algunas de las anteriores obras del autor, gestando una impresionante trilogía sobre el mundo de las relaciones intrafamiliares en la sociedad hipermoderna actual, plena de complejidades y paradojas. Para comprender esta última obra resulta por lo tanto imprescindible hacer referencia brevemente a las precedentes.
Sobre la figura paterna, Recalcati publicó dos obras previas: El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor, Anagrama, 2014, y ¿Qué queda del padre? La paternidad en la época de la hipermodernidad, Xoroi Edicions, 2015.
En la primera de estas obras, el autor se sirve de la Odisea para psicoanalizar al hijo de Penélope y Ulises, que creció mirando al horizonte añorando constantemente la presencia de su padre: «Si todas las cosas se hicieran a gusto del hombre, eligiéramos antes el día en que vuelva mi padre», (Odisea, XVI, 148 y ss.). Como afirma Zoja: «Telémaco permanece en suspenso, a la espera: no tanto de un hombre −del cual no tiene memoria, porque éste partió cuando él era un recién nacido− como de una imagen de un padre, noble y admirado» (L. Zoja, El gesto de Héctor, Prehistoria, historia y actualidad de la figura del padre, Taurus, 2018). Telémaco representa a los hijos huérfanos de padres vivos de nuestro tiempo. Estos hijos crecen y viven toda su existencia con «hambre de padre», imposible de dejar atrás o de metabolizar (por las cosas emocionales no compartidas, por los momentos no vividos en común, por las palabras necesitadas y no recibidas, por los gestos ausentes) que es, quizá, el dolor más sensible, íntimo y silenciado que habita en cada varón que ha experimentado la ausencia, física o psíquica, de su progenitor.
En su siguiente obra, ¿Qué queda del padre?, Recalcati observa a Héctor, héroe troyano de la Ilíada, para intentar comprender la paradójica situación en la que se encuentran los padres que desean ejercer su función paterna correctamente en la actualidad. Héctor es fuerte y valiente, decidido a enfrentarse a peligros y dar su vida por sus seres amados; por ello lleva su armadura y su yelmo, que le cubre la cabeza en las batallas que habrá de afrontar en la defensa de Troya. Pero antes de salir a luchar frente a Aquiles, se despoja de su yelmo para no provocar miedo en su pequeño hijo, Astianacte, y poder tomarle en sus brazos para despedirse con ternura antes de dar la vida por su pueblo. «El gesto de Héctor», despojarse de parte de su armadura (fortaleza, seguridad, agresividad, autoridad) para mostrar su lado más humano (amable, afectuoso, tierno, intimista) constituye la gran novedad del padre actual; y supone un delicado y complejo equilibrio que los hombres deberán aprender mediante el propio ejercicio de su paternidad. El hombre, para ser parentalmente competente, deberá realizar un ejercicio malabar de equilibrio entre la fortaleza y la delicadeza. Debe ser bifronte, la autoridad y la afectividad son el anverso y el reverso de una misma moneda (Como señala Ceriotti, Héctor es una figura muy querida y citada por los especialistas en masculinidad, M. Ceriotti Migliarese, Masculino. Fuerza, eros, ternura, Rialp, 2019).
En la segunda parte de la trilogía, la dedicada a la madre, Recalcati, en su obra Las manos de la madre. Deseo, fantasmas y herencia de lo materno (Anagrama, 2018), navega psicoanalíticamente por las páginas de los libros sagrados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, para mostrar ejemplos históricos de auténtico y generoso amor maternal: desde la Virgen María, hasta Sara, pasando por la madre que en el juicio de Salomón renunció a su hijo para que no fuera partido en dos por la espada del Rey. Todas ellas sabían que «dar a luz un hijo… supone ya desde el principio perderlo, reconocerlo como pura trascendencia, generarlo como una alteridad…absoluta inmanencia y absoluta trascendencia».
Ahora, en El secreto del hijo, Recalcati vuelve a sumergirse, tanto en los textos bíblicos, como en los clásicos de la literatura griega, tratando de encontrar sentido, sobre aquellas raíces antiguas de nuestra civilización, a las peculiaridades propias de las relaciones paterno-filiales en la actualidad. Para ello, se sirve de dos hijos «rebeldes»: Edipo de Sófocles y el hijo pródigo de la parábola bíblica transcrita por San Lucas.
Tanto Edipo, como el hijo pródigo, comparten un terrible secreto en común: el parricidio. Ambos, de forma consciente o no, cometen el abominable crimen contra el padre. En la obra de Sófocles, Edipo asesina a su progenitor de forma material, a través de la lucha a muerte con su padre Layo y su escolta. En la parábola, el hijo pequeño mata de forma simbólica a su padre, cuando rechaza el sentido de filiación al exigirle de forma perentoria: «¡Dame la parte de la hacienda que me corresponde!». Como afirma Nouwen, en su profundo estudio de esta parábola a través del análisis del famoso cuadro de Rembrandt: «La manera que el hijo tuvo de marcharse es equivalente a desear la muerte del padre… es un acto mucho más ofensivo de lo que puede parecer en una primera lectura. Supone rechazar el hogar en el que el hijo nació y fue alimentado, y es una ruptura con la tradición más preciosa mantenida cuidadosamente por la gran comunidad de la que él formaba parte» (H.J.M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, PPC, 1999, p. 40).
Pero ¿la aniquilación simbólica del padre no es una verdad ineludible y universal en la relación entre padres e hijos? Todo hijo supone de hecho, como señaló Hegel, la superación del padre, su muerte.
Todo hijo está llamado a tener un proyecto de vida propio y diferente al de su padre. La familia no puede agotar el horizonte del mundo. El padre así se convierte en el eslabón de unión del hijo con la sociedad. Aquel deberá enseñar al hijo a vivir en sociedad, como su madre le enseñó a hacerlo en el seno materno. Así como la madre regala la vida biológica, corresponde al padre el regalo de la vida social. Inicia al hijo en el mundo real. Le muestra en su crudeza La Verdad (aunque consista en comer algarrobas y dormir entre los cerdos). Sin verdad no hay educación. Lo inserta en la sociedad, evitando de este modo el individualismo egocéntrico y narcisista al que le puede llevar el crecimiento en el limitado y protector mundo del hogar familiar (como le sucede al hijo mayor de la parábola).
En palabras de Fromm: «La emancipación, el comienzo del desarrollo, es consecuencia de liberarse, y la liberación comienza por uno mismo y por los padres. No hay duda: si uno no se emancipa de los padres, si no siente cada vez con más firmeza el derecho a decidir por sí mismo, siempre tendrá cerradas las puertas del camino de la independencia».
El padre debe ser el puente humano que une al hijo con la vida pública de compromiso y responsabilidad. El padre es la brújula que guía la vida del hijo más allá del horizonte cerrado de la familia. Es el intermediario entre el hogar y el mundo. El padre debe ser el instrumento de la transmisión cultural y de la orientación general que introduce al hijo en la complejidad del mundo social, en la vida fuera de la esfera familiar; así el padre opera como propulsor de la emancipación de los hijos. Como afirma Recalcati en relación con el hijo pródigo: «Solamente la errancia, no la identidad cerrada sobre sí misma, puede generar conocimiento».
Pero la angustiosa novedad de la hipermodernidad es que los hijos no tienen a quien «matar», no tienen contra quien rebelarse; bien porque el padre está ausente (física o psíquicamente); bien porque no cumple su función paterna de imponer la Ley (por «amiguismo», por dejadez, por miedo a no ser amado). Y en consecuencia, no hay ley que infringir. Si no hay Ley, no hay culpa (Edipo) y no hay perdón (Hijo pródigo). En estas circunstancias, el verdadero trauma para los hijos no es la transgresión de la Ley, sino la conciencia de que la propia Ley ya no tiene peso simbólico alguno, de que carece de valor. Los hijos viven en su subconsciente el vacío de la Ley como un drama ya que, como señala Recalcati, «necesitan encontrar obstáculos en sus padres incluso cuando estos no lo son, porque el conflicto custodia la diferencia simbólica entre las generaciones y es, por lo tanto, un escalón indispensable para la formación de la vida».
Amar es igual a dejar marchar. Este principio es una constante en todos los libros de Recalcati, como lo es en la obra de diferentes prestigiosos colegas suyos de todos los tiempos. Amar es equivalente a conceder al hijo plena libertad para decidir sus propios derroteros. El regalo más grande del padre de la parábola de San Lucas −que es también el mayor regalo que todo padre puede ofrecer a sus hijos− es el regalo de la libertad del hijo.
En este punto, el autor se sirve de nuevo de un pasaje de la Biblia, en concreto del Antiguo Testamento, para comprender que ser genitor de la vida no nos convierte en sus propietarios: el sacrificio de Abraham. Este sabe amar sin reclamar ningún derecho de propiedad sobre el hijo. Esta es la más alta manifestación de amor paterno-filial: «Dejar que el hijo se vaya, saber perderlo». En el sacrificio, desde el punto de vista psicoanalítico, no se le está exigiendo a Abraham que mate al hijo físicamente, sino que sacrifique toda propiedad sobre él, con el fin de que pueda convertirse en un hombre. Es el anverso de Edipo, hijo abandonado, odiado y maltratado. Isaac es el hijo más querido y deseado, pero es necesario practicar un corte en las ataduras. Abraham «descubre otro rostro del padre a partir del sacrificio de la paternidad como dominación sobre el hijo».
El mayor logro de la paternidad, la certificación indudable de que la misión ha sido bien cumplida consiste en dejar de ser necesitados por nuestros hijos, en que habiendo alcanzado el desarrollo de sus propias condiciones e instrumentos, ellos vengan a nosotros por amor, simplemente para compartir y celebrar el encuentro, y no por necesidad, por incapacidad, por confusión emocional respecto del vínculo que nos une.
El regalo más grande que un padre puede hacer es donar la libertad, ser capaz de dejar que sus hijos se vayan, sacrificar toda propiedad sobre ellos. En el momento en el que la vida crece y quiere ser libre más allá de los estrechos confines de la familia, la tarea de un padre es dejar marchar a sus hijos, «saber perderlos, ser capaces de abandonarlos». Como señaló el propio Recalcati en otra de sus obras: la «hospitalidad sin propiedad» es lo que define a la madre; mientras que la «responsabilidad sin propiedad» es lo que define al padre (M. Recalcati, Las manos de la madre, Anagrama, 2018)
El hijo no me pertenece porque, como afirma Ceriotti, «es un don que se pertenece a sí mismo y a la vida… cuanto más elevadas sean las expectativas, más fácil es decepcionarlas. Naturalmente, cada padre y madre, cultiva expectativas justas para sus hijos y espera lo mejor para ellos. Pero saber que el hijo no es una posesión le permite aceptar de manera distinta lo que la vida le reserve» (M.Ceriotti, Erótica y materna. Viaje al universo femenino, Rialp, 2019, p. 61).
El padre solo recibe a sus hijos «en consignación», somos depositarios de su vida, como indica San Pablo: debemos proteger su vida, asegurar su educación y respetar su libertad. Todo buen padre sabe que tiene el deber de preparar al hijo para una vida que no será, en la mayor parte de su recorrido, para él ni con él. Es precisamente el amor lo que permite a un padre dejar que el hijo encuentre su propia vida, incluso a riesgo de perderla. Es responsabilidad de los hijos decidir cómo van a escribir sus propias historias. Se trata de una maravillosa paradoja: «Soy amado, en la medida en que soy libre para dejar el hogar» (H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, PPC, 1999, p. 49).
Pero ante el mismo punto de partida, la muerte del padre, la reacción de ambos progenitores, Layo y el padre de la parábola, es bien diferente. Mientras la historia de Edipo no prevé reconciliación alguna, en la del hijo recobrado el padre no responde al gesto parricida de su vástago con odio, sino que opta, cuando regresa, por concederle su perdón como regalo que rompe el encadenamiento, dándole así la posibilidad de un nuevo comienzo. El abrazo del padre es liberador. No por casualidad, la palabra «misericordia» significa en hebreo «generar de nuevo».
Así, el padre de la parábola, a diferencia de Layo, muestra no temer, sino amar profundamente «el secreto absoluto del hijo», sabedor de que todo padre debe, en un momento de la vida, reconocer que ya no es indispensable para el hijo y aceptar la vida del hijo como «un secreto, una trascendencia que carece de amos».
El padre que sabe aceptar sin preguntas el retorno del hijo (sin pretender que le rebele su «secreto»… sus razones… sus motivos… qué le impulsó a irse) es aquel que sabe perdonar y que, en consecuencia, sabe ejercer correctamente la función paterna en su vertiente más dura: exponiéndose sin reservas a la incógnita del hijo y sabiendo aceptar con dignidad su ocaso.
El respeto por su vida (y su secreto) diferente a la del padre es la clave para rehabilitar una descendencia generativa consintiendo que el hijo asuma la responsabilidad de su vida. En la parábola de San Lucas, el padre respeta el secreto del hijo hasta el extremo, hasta el límite. Tiene fe en el secreto incomprensible del hijo, no le retiene, no le exige que siga sus pasos o comparta sus intereses. Y, al regresar, no le pide explicaciones, no le pregunta por qué. Deja que en su viaje a «tierras lejanas» se extravíe y conozca la derrota y la herida, el dolor y la humillación con el fin de que encuentre su propia vida, su propia andadura.
Un buen padre sabe que un hijo no viene a llenar nuestros vacíos existenciales, a cumplir nuestros sueños frustrados, a ser corcho de los agujeros de nuestro subconsciente, a dar seguimiento a una tradición familiar, a servirnos de acompañamiento y consuelo en nuestra soledad o a ser trofeo de nuestro narcisismo. Los hijos tienen que ser los autores de su propia vida. A los hijos hay que amarles por su esencia, no porque cubran o cumplan nuestras expectativas. No hay peor pesadilla, dijo el filósofo Guilles Deleuze, que ser prisioneros de los sueños de otro.
El mayor regalo de amor del padre es dejar marchar al hijo y estar siempre listo para acogerlo a su regreso. «Siempre en la puerta esperándolo, sin pedirle nunca que regrese».
En este libro, a través de la historia de dos célebres hijos y de la compleja relación con sus respectivos padres, Recalcati pretende cuestionar críticamente el resultado del discurso educativo hipermoderno actual, basado en la «horizontalidad de los vínculos», tratando de señalar la existencia de otro camino. Sobre la base del reconocimiento de que la vida del hijo es, por encima de todo, otra vida, ajena, distinta, imposible de entender, portadora de sus propios secretos que no deben ser forzados. Por ello, afirmaba Freud, que ser padre es una profesión imposible. En otras palabras, es imposible que un padre no se equivoque como padre. El reverso de esta afirmación es pues que los mejores padres son aquellos que saben que ésta es una profesión imposible, que se saben desconocedores del secreto del hijo.
Con la exposición de las profundas verdades que el psicoanálisis hereda del cristianismo, Recalcati nos muestra cómo las Sagradas Escrituras son el mejor manual de paternidad que jamás se haya escrito; textos que rezuman sabiduría y una paradójica plena modernidad que los convierte en libro de cabecera para todo hombre, creyente o no, que quiera ejercer plenamente su función paterna.
María Calvo Charro
Fuente: nuevarevista.net.
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