La expansión del coronavirus ha puesto de relieve la necesidad de mirar con nuevos ojos la relación humana con la creación
El pasado 24 de mayo, día de Pentecostés en 2015, se cumplieron cinco años de la promulgación de la encíclica Laudato si’, en el tercero del pontificado de Francisco. No sabía que en Roma estaban preparando un documento −“En camino para el cuidado de la casa común”− con planes de futuro, a partir de una especie de balance de estos cinco años de vigencia, elaborado por un equipo perteneciente a diversos dicasterios vaticanos: la mesa de la Santa Sede sobre la ecología integral, creada también en 2015, con participación de algunas conferencias episcopales y organizaciones católicas, para promover y perfilar los diversos objetivos de la encíclica. Fue presentado hace unos días en Roma, y lo he recordado el 26 de junio en una de las lecturas de la misa de san Josemaría, tomada del libro del Génesis: “el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara” (ut operaretur et custodiret illum).
Se comprende bien la elección de ese pasaje del Antiguo Testamento, porque el fundador del Opus Dei repitió cientos de veces esa frase como constitutiva de la persona, antes de la caída: el trabajo es una propiedad de la condición humana, no castigo por el pecado; aunque ciertamente éste vino a romper el orden original, con unas consecuencias también negativas para la relación con lo creado, que es preciso recomponer, con la ayuda de la gracia divina, fruto de la Redención operada por Cristo.
Veremos qué pasa en los próximos meses. Pero, sin duda, la expansión del coronavirus ha puesto de relieve la necesidad de mirar con nuevos ojos la relación humana con la creación. Ciertamente, es más necesaria que nunca esa ecología integral, porque la salvaguardia y el desarrollo del planeta es responsabilidad de todos. Sin las exageraciones y radicalismos de la deep ecology.
Si la sociedad actual es muy compleja, no lo son menos las cuestiones relativas al medio ambiente y al clima. Se resisten a estereotipos y soluciones simplistas. Pero importa mucho asentar con firmeza los grandes principios, doctrinales y operativos. El reciente documento vaticano se inscribe en ese contexto: aunque terminó de redactarse antes de la pandemia, la situación actual confirmaría el mensaje principal de la Encíclica: todo está conectado, no hay crisis separadas, sino una única y compleja crisis socio-ambiental que requiere una verdadera conversión ecológica.
Entiendo que no guste a todos esa expresión −conversión ecológica−, por el riesgo semántico de minimizar el sentido de la metanoia radical exigida por el encuentro personal con Cristo. Pero no se puede olvidar el impulso cósmico reflejado en el exaltatus fuero a terra, de Juan 12, 32. Se impone ir al fondo, sin entrar en discusiones lingüísticas, como la de quien critica la invocación Solacium migrantium, por ser ajena al “vocabulario de la Iglesia”, cuando, sin ir más lejos, aparece en varios pasajes de la constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, concretamente el n. 84: a propósito de los lazos de mutua dependencia entre los ciudadanos y los pueblos de la tierra, señala la necesidad de un ordenamiento mundial al servicio del bien común universal.
La ascética cristiana conoce bien el sentido de la conversión diaria: búsqueda del mejoramiento personal, superación de errores y defectos. Sin caer en rigorismos más o menos escrupulosos, muchos sentimos la necesidad de una conversión ecológica, que agudice las exigencias de cada uno en el cuidado de la vida creada en sus múltiples facetas. Como recuerda el documento, se trata de profundizar y alcanzar un auténtico equilibrio personal, social, ambiental. Lógicamente, sin mitificar la naturaleza, lejos de enfoques panteístas y de esquemas hiperprotectores que llevan a remedios intervencionistas peores que la propia enfermedad.
Como es natural, y aunque sea quizá el más pequeño del mundo, el Estado Vaticano se propone también objetivos ecológicos significativos, que el documento refleja en el último capítulo. Así, los nuevos sistemas de iluminación en la Capilla Sixtina, la Plaza de San Pedro y la Basílica Vaticana han supuesto ahorros energéticos del 60 al 80 por ciento.
Las nuevas generaciones habrán de aprender la cultura del cuidado para superar la del despilfarro y el descarte; comprenderán con nuevas luces el sentido de la comunión y fecundidad en la familia; la solidaridad superará el individualismo; la creatividad humana encontrará nuevas energías y nuevos modelos para la economía y el desarrollo.