Muy a menudo esto de ser optimista es considerado por las personas "serias", casi como ser un iluso o no tener los pies en la tierra
Cuando en la conversación corriente se dice de una persona que es optimista, suele considerarse esa cualidad como algo temperamental o innato, algo que a uno le pasa de forma del todo independiente de su voluntad personal. Se es optimista de la misma manera que se es rubio o moreno. Se trata de un talante, de una actitud que hace ver la cara positiva de la vida, la botella de vino medio llena. Muy a menudo esto de ser optimista es considerado por las personas "serias", casi como ser un iluso o no tener los pies en la tierra. A veces dicen incluso, con cierto cinismo, que ellos "parecen" pesimistas, pero que no lo son, que realmente son "optimistas bien informados": saben que la botella está ya medio vacía.
El filósofo y psicólogo norteamericano William James, a principios del siglo pasado, trató de clasificar las diversas posiciones filosóficas a partir de estas opuestas disposiciones psicológicas de las personas. Mientras entre los optimistas se encontraban los racionalistas (los que se guían por principios), los intelectualistas, los idealistas, los teístas y los defensores de la libertad personal, entre los pesimistas estaban los empiristas (los que se guían por hechos), los sensualistas, los materialistas, los ateos y los fatalistas. James denominaba al primer grupo los filósofos de mentalidad "tierna" (tender-mind) y a los segundos, filósofos de mentalidad "dura" (tough-mind), y concebía su propia posición −el pragmatismo o mentalidad pragmática− como una tercera vía, una opción intermedia realista, anclada en la experiencia, y a la vez optimista y magnánima.
Hace poco me han contado que la tozudez atribuida a los aragoneses es la causa de su tradicional denominación como "maños", pues ese término deriva del "magnos" latino: grandes, magnos. Como todos los empresarios saben, la grandeza de ánimo en que consiste la magnanimidad tiene mucho que ver con la fortaleza, con la tenacidad, con la capacidad de acometer grandes empresas. La magnanimidad −ha escrito Millán-Puelles− "constituye la cifra máxima de la dignidad de la persona humana". La magnanimidad es forma suprema de libertad, es estar sobre sí, llevar las riendas de sí, en sintonía con el bien común, con los intereses generales. Se trata de una particular forma de fortaleza que se opone a la pusilanimidad, a la timidez y al apocamiento, al miedo a tomar la iniciativa de la propia vida y a pensar por cuenta propia.
La magnanimidad es siempre optimista. Tiene una singular relación con la imaginación, con la capacidad de concebirse uno a sí mismo con la responsabilidad de aportar algo, si no a la historia de la humanidad, al menos a los que están cerca, y en consecuencia, capaz de organizar su vida en torno a esa tarea. La magnanimidad no está reñida con el realismo, antes al contrario. Por eso, para su desarrollo se precisa una peculiar mezcla de imaginación y tenacidad que no es fácil de lograr en la proporción acertada. Se trata de la tenacidad de la persona que hace lo que ama y ama lo que hace, persuadida de que su tarea es lo que la humanidad necesita y los que le rodean esperan de él. El magnánimo no se engaña acerca de las dificultades ni sobre sus flaquezas, pero tiene experiencia de sus capacidades, de su potencia, y de cuantas veces con anterioridad se ha crecido ante los obstáculos y los ha superado felizmente. El magnánimo acierta cuando piensa que ser optimista es ser realista.
Quizá la afirmación más conocida de William James es aquella de que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Esta observación puede ser extendida al optimismo a través de la experiencia de la sonrisa: no sonreímos porque seamos optimistas, sino que más bien somos optimistas porque sonreímos. Para llegar a ser optimista hace falta aprender a sonreír siempre, aunque a veces el sonreír cueste mucho. A base de esforzarse por sonreír se recuperan la alegría y la paz, ya que al prestar atención a quienes nos rodean ponemos en su lugar aquello que apesadumbra. El pesimista vive centrado en sí mismo, el optimista volcado hacia los demás: por eso ve la botella medio llena y desea compartirla.