Mientras escribo esto siento cómo mi séptimo hijo me aporrea por dentro e incrusta sus pies en mis costillas, recordándome que es éste y no otro el momento que tengo que vivir
Cuando era niña, una de las cosas más fascinantes de venir al pueblo era ver ese manto de estrellas infinito, imposible de apreciar en la ciudad. Pareciera que en cualquier momento se iba a descolgar para dejarnos sepultados debajo. La inmensidad del firmamento me obsesionaba y muchas noches, antes de dormirme, cerraba los ojos en la cama y me imaginaba por ahí perdida en el espacio, pequeña e insignificante, en medio de planetas, constelaciones, cometas… En medio de tanta magnitud.
Con motivo de las Perseidas, hace unos días subí a la terraza de mi casa del pueblo y me puse a explorar con mi cámara fotográfica. Lo cierto es que no capté ninguna imagen en la que se vieran las famosas lágrimas de San Lorenzo, pero, aprovechando que no había luna y se veía un cielo inmenso repleto de estrellas, intenté por primera vez fotografiarlas. Tras 15 minutos de exposición (y la composición de más de 40 fotos; cada una a una velocidad de 20″) logré capturar la imagen de la izquierda con el modo Live Composite de Olympus.
Nunca había intentado fotografiar estrellas y menos aún hacer algo parecido a una circumpolar (que me perdonen los fotógrafos de verdad por la osadía), así que me impactó mucho comprobar todo lo que nos habíamos movido en apenas 15 minutos: cada raya que aparece en la imagen registra el movimiento de una estrella en ese tiempo.
No solo somos insignificantes bajo ese cielo inmenso, sino que además estamos imbuidos en un movimiento constante, que ni siquiera percibimos. El tiempo pasa inexorable por encima de nuestras cabezas y nos sumerge, en ocasiones, en un ritmo vertiginoso que no para nunca. Siempre me había quedado absorta ante la idea del inmensurable cosmos que nos rodea, pero ahora que veo esta imagen (de aficionadilla total, entiéndanme) me asombra la relación de ese cosmos con el movimiento y el tiempo. El espacio y el tiempo me habla de mi “aquí” y de mi “ahora”.
Hay una idea un poco tonta que me viene a la cabeza cada vez que estoy embarazada y se va a acercando el momento del nacimiento. Y es que ya no hay marcha atrás (en realidad, no la hubo desde el momento de la concepción, pero ahora se hace más palpable): ese niño va a tener que salir de ahí donde está, sí o sí, antes o después, a través de un parto o de una cesárea… pero saldrá. El embarazo transcurre sin pausa, inexorable, hacia un fin del que no puedo huir ni escabullirme. Esto me recuerda a esa cita bíblica que dice que “la mujer suele estar triste cuando va a dar a luz, porque le ha llegado su hora, pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16, 21).
Siempre me he preguntado si en el texto original dice literalmente “triste” (quizá algún exégeta pueda sacarme de la duda), porque, al menos yo, no es exactamente tristeza lo que siento. Lo que siento es miedo, incertidumbre, fragilidad. La proximidad del nacimiento me genera desasosiego ante la posibilidad de que haya alguna complicación, ante la realidad del dolor físico; en última instancia, ante la eventualidad de la muerte. (¡Cómo me acuerdo ahora de este post de Sara Martín!)
Ahora que estoy en la semana 37 del embarazo de mi séptimo hijo vuelven a venirme estos fantasmas. La proximidad del parto me inquieta y mentiría si dijera lo contrario o intentara hacerme la valiente. Me genera incertidumbre ese trance que ineludiblemente va a llegar en menos de un mes, pero también me llena de incertidumbre pensar en todo lo que vendrá después: en la vida de ese nuevo hijo o en nuestra situación familiar en este curso anómalo por la pandemia.
La incertidumbre viene de ese deseo −y a la vez incapacidad− de atrapar y retener el tiempo y el espacio. La planificación es una herramienta muy útil -qué duda cabe-, pero fracasa en la pretensión de controlar el tiempo. Vivir fuera del tiempo es agónico: tanto si lo hacemos aferrados a un pasado que ya no existe como si nos proyectamos en un futuro que con toda seguridad nunca llegará a existir. Tantas veces he desechado la idea de mejorar o invertir en mi casa actual pensando que en realidad es una casa provisional. “¿Para qué preocuparme y gastarme dinero en hacerla más cómoda o funcional si lo que yo quiero en realidad es comprarme una más grande y adaptada a nuestras necesidades familiares?”, pienso una y otra vez. Y este bucle absurdo me lleva a vivir en un futuro inexistente por esa casa que no llega, mientras me pierdo vivir un presente mejor con el que sí es ahora mismo mi hogar.
Precisamente sobre el significado de la casa me dio mucho por pensar durante el tiempo de confinamiento en la primavera pasada (sobre esto hablaré otro día). En esos meses fue de gran ayuda para mí colaborar con mi marido, Jaime Serrada, en la grabación de un curso sobre el sentido del tiempo en nuestra vida para la plataforma de cursos online Holydemia. Desde la fundación Gift&Task habían programado la creación de este curso desde hacía tiempo, pero vino la pandemia y no quedó otro remedio que grabarlo en casa, durante el confinamiento, e intentando mantener entretenidos a seis niños en el cuarto de al lado en un piso de 80 metros cuadrados.
Dios no hace las cosas al azar y, desde luego, grabar ese curso concreto entre mi marido y yo en la situación que estábamos viviendo fue una ayuda enorme para llenar de sentido esos momentos y los que aún están por venir. Aprender a vivir el tiempo como un don que entregar a los demás, y no como una posesión que hay que proteger a toda costa de aquellos que intentan arrebatárnosla, es una de las claves de este curso titulado “El tiempo, ¿enemigo o aliado?”. En él no se habla de gestión o planificación, sino que va a la raíz de nuestra relación y percepción del tiempo, tanto del personal y del familiar como del tiempo que dedicamos a Dios. Entender el sentido del tiempo de fiesta, de trabajo, de descanso o de desierto, o cómo es el ritmo de nuestros hijos pequeños o adolescentes para no desfallecer en nuestra tarea educativa es crucial para dejar de pensar que “no nos da la vida” y empezar a disfrutar de verdad del tiempo como una gracia, aquí y ahora.
Y mientras escribo esto siento cómo mi séptimo hijo me aporrea por dentro e incrusta sus pies en mis costillas, recordándome que es éste y no otro el momento que tengo que vivir. Sentirle con fuerza ahora mismo en mis entrañas es un regalo asombroso, un milagro encarnado. Me hace patente que es mi tiempo de disfrutar de los días que quedan de vacaciones sin agobiarme por lo incierto de este curso escolar, que es mi tiempo de sonreír mientras saco de nuevo la diminuta ropa de bebé o vuelvo comprar pañales de la talla 0, que es mi tiempo de echarle ilusión e imaginación a la casa para volver a reinventarla y crear nuevos espacios para que los nueve nos sintamos verdaderamente en casa. Este es mi tiempo de crecer en comunión familiar. Es mi kairós, mi tiempo de gracia bajo las estrellas.