«Cientos de años antes de que los neurólogos hallaran cualquiera de ellas, Santo Tomás ya había colegido que eran cuatro instrumentos bien poderosos para superar nuestras penas»
No es Tomás de Aquino pensador hoy de moda. Y él sería acaso de los menos sorprendidos. Desde antiguo, los filósofos han sabido de la enantiodromía, lo que más vulgarmente trascendió como «ley del péndulo»: a una época de esplendor (y sin duda tal fue la del Aquinate durante varias décadas en España) suelen subseguirle tiempos umbríos.
Con todo, la fecundidad de este dominico fue tan apabullante que incluso satisface una de las obsesiones típicas de nuestra época: el empeño por no pasarlo mal. Y, lo que es más interesante, las últimas investigaciones sobre la química de nuestro cerebro han venido a darle la razón.
En efecto, hoy parece claro que, así como los jinetes del Apocalipsis eran cuatro, también son cuatro (nos topamos de nuevo aquí con la enantiodromía) las hormonas que contribuyen a nuestra felicidad. A todos nos sonarán sus nombres: dopamina, endorfina, oxitocina y serotonina. Lo curioso es que cientos de años antes de que los neurólogos hallaran cualquiera de ellas, Santo Tomás ya había colegido que eran cuatro instrumentos bien poderosos para superar nuestras penas.
Lo hizo en su Suma Teológica, donde también afirmó que la tristeza profunda (hoy quizá hablaríamos de depresión) era la pasión del cuerpo humano con más capacidad para destruirnos. Qué diría en tiempos como los actuales, en que la principal causa de muerte en nuestro país entre los 20 y los 44 años es el suicidio; o en que el consumo de antidepresivos nos ha colocado en el décimo puesto de la clasificación mundial.
Convenía en todo caso, ya entonces, dedicarle al abatimiento atento estudio; y a fe que nuestro filósofo lo hizo. Analizó sus causas, valoró sus efectos, distinguió sus especies (no es lo mismo padecer tristeza porque algo malo le ocurra a algún semejante, como les sucede a los misericordiosos, que sentirla porque le sobrevenga algo bueno, como acaece a los fans de la envidia). Y también exploró sus remedios.
Lo hizo concretamente en la famosa cuestión 38 de la sección I-IIae de la Suma Teológica. Allí ofrece cinco salidas para mitigar nuestros pesares. Como ya hemos dicho, cuatro de ellas coinciden perspicazmente con las cuatro hormonas que hoy sabemos que cimentan nuestra felicidad. La quinta, sin embargo, creo que puede ser hoy la más interesante: pues es la que nos demuestra que Santo Tomás no estaba tan obsesionado con la psicología, o con la química, como podamos estarlo nosotros. Es la que demuestra que, para cuidar de veras de nuestro cerebro, hay que preocuparse por cosas que están más allá de él.
Pero vayamos por partes. ¿Cuáles son los cinco remedios que nos pueden aliviar cuando nos sentimos desolados según este antiguo profesor de la Universidad de París?
El primero estriba en superar nuestra desgana y practicar algo que nos guste. En efecto, si la tristeza se parece a tener el alma cansada, obtener algo grato es como reposarla, dice Santo Tomás. Y hoy sabemos que eso es lo que consigue precisamente la dopamina. Esta hormona se libera cada vez que alcanzamos algo, ya sea una chocolatina, la siguiente pantalla de un videojuego o ponerte por fin ese tatuaje que siempre ansiaste. De hecho, es un químico tan agradecido que ni siquiera necesitas lograr del todo lo que anhelas: basta con dar algún paso hacia ello para que comiences ya a sentirte mejor.
El segundo remedio puede parecer que contradice el anterior, pero tanto el de Aquino como la ciencia moderna son testigos de su eficacia. Reside en ponerse a llorar. ¿Cómo es posible que el llanto, que es consecuencia de la tristeza, la calme? ¿Acaso la risa, que es el efecto de la alegría, disminuye esta? Se pregunta nuestro pensador. Hoy sabemos que la respuesta se halla en las endorfinas: esa suerte de analgésicos que libera nuestro cerebro cuando se le somete a cierta tensión. De hecho, llorar provoca un pequeño desparrame de ellas. Y eso es también lo que nos recomendaba Santo Tomás: desparramar un tanto nuestras penas por el exterior, para dejar que nuestro interior se ocupe de cosas mejores.
La tercera vía contra la desolación la cifra nuestro filósofo en hacer partícipes de tus desazones a tus amigos. De nuevo podría haber una paradoja ahí: ¿cómo es posible que atribular con nuestros problemas a los que más queremos nos vaya a hacer felices? ¿No debería intensificar nuestro dolor el saber que también a ellos les dolerá? La respuesta a esta contradicción está en Aristóteles y la oxitocina. Para el primero, compartir un pesar es análogo a compartir un peso: es obvio que, si lo repartimos entre más compañeros, su carga nos resultará a cada cual menor. La oxitocina nos explica por qué funciona esta comparación aristotélica: es la hormona que nos embarga siempre que creamos lazos de confianza. Y qué confianza mayor que la de comunicar lo que nos angustia.
Por último, nos queda el cuarto componente químico de la felicidad: la serotonina. Se trata de un elemento tan relevante que múltiples son los caminos para estimularlo: en general, todo aquello que nos haga vernos respetados por los demás, pero también el orgullo que sentimos por nosotros mismos. Disfrutar la naturaleza, arrullarse con buenos recuerdos, que el sol acaricie nuestra piel o meditar constituyen métodos igualmente útiles. Resulta por ello entrañable que Santo Tomás escogiese, de tan amplio espectro, dos actividades especialmente simples: bañarse y dormir. Pues con ellas «vuelve nuestra naturaleza a su natural estado». Y es que, en efecto, no hay que olvidar que, tras todo lo que llevamos dicho de este filósofo, late su convicción íntimamente mediterránea, católica, aristotélica: que el hombre está hecho para ser feliz.
Hemos agotado, pues, el cuarteto hormonal de la felicidad: dopaminas, endorfinas, oxitocina y serotonina. Nos queda, sin embargo, uno de los cinco remedios que el Aquinate avanzó contra la tristeza. El que demuestra que, aunque la química actual dé la razón a nuestro autor, este supo ir más allá de la mera química. Pues su quinta forma de poner en orden nuestra alma no radica en nada que tenga que ver con lo que sentimos o dejamos de sentir. No tiene que ver con nuestras emociones, algo que costará entender en un mundo tan emotivista como el nuestro. No es algo que tenga que ver con nuestro interior, sino con lo exterior.
Esa quinta vía hacia la paz que propone Tomás de Aquino puede parecer, de nuevo, paradójica. Consiste en esto: captar la verdad. Ojo, un momento: ¿no se ha dicho siempre que los verdaderamente felices son los más ignorantes? ¡Si hasta la Biblia, en su libro del Eclesiastés (1:18), reconoce que «cuanto más se sabe, más se sufre»!
Pero nuestro filósofo recoge aquí una tradición que, desde Platón, a través de San Agustín, de Plotino o de Maimónides, llegará luego hasta nada menos que Spinoza. Pensadores, en suma, tremendamente distintos entre sí, pero convencidos todos ellos de una misma idea. De que hay algo absolutamente bueno en saber; que solo cuando contemplamos la verdad somos del todo nosotros mismos y, por tanto, solo así podemos alcanzar la plenitud. La verdad no es excelente porque nos haga sentir mejor (cierto que a menudo no lo hace); no es deseable por las sustancias que vaya a suscitar en nuestro cerebro (a menudo una buena droga lo estimulará mejor). La verdad vale por sí misma. Es lo único que vale (valga la redundancia) de verdad.
Este camino de la verdad, pues, nos sacará también de la tristeza, piensa Santo Tomás; porque en el fondo nos sacará de nosotros mismos. Nos llevará más allá de nuestras pequeñas frustraciones y quizá no tan pequeñas postraciones. Nos pondrá en contacto con todo lo que permanece en un mundo en que este político nos miente o aquella científica manipula sus resultados; en que esta periodista nos engaña o aquel hombre solo me representó un teatro.
En tiempos de máscaras y mascarillas, la verdad quizá sea solo ya para unos pocos. Pero sigue siendo la prenda más preciada, la única perla auténtica en el mar de la vida. Quien la probó lo sabe. Aunque, como todo lo marino, a veces nos pique su sabor a sal.
Miguel Ángel Quintana Paz, en theobjective.com.
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