El tiempo me ha confirmado el error de que quienes menospreciaron esta faceta del amor y descuidaron las mínimas medidas preventivas que ayudaban a asegurarlo
Vivimos tiempos de prevención, prevención de incendios, prevención de enfermedades… Los dichos populares no son garantía de acierto, pero todo el mundo parece coincidir en que es mejor prevenir que curar. Y aún más si la cura no existe o no es del todo eficaz, como pasa con el coronavirus.
Lo mismo sucede en materia de amores. Si uno quiere mantenerse unido, hay que tomar una serie de prevenciones. En eso consiste esencialmente el amor, en estar cada día más unidos. En no separarse. Sobre todo, emocional, psíquica y espiritualmente, aunque también, si se puede, físicamente.
La muerte no es más que la pérdida de ese principio de vida −que en el ser humano denominamos alma− que mantenía unido al organismo. Y el amor tiene su propio principio de vida, su alma. Si se pierde, sobreviene la separación, la muerte del amor. La unión, en efecto, es la vida del amor.
Hay que estar atento para mantener vivo ese principio, si eso es lo que se quiere, claro. Lo primero es tomar la decisión: ¿qué prefiero, estar vivo y sano, o enfermo y, tal vez, muerto en mi amor? Parece una tontería, pero es importante. Si no tomas la decisión de amar, es decir, de mantenerte unido en el amor, no es necesaria prevención alguna. Puedes asumir todos los riesgos y despreciar todos los peligros. Si tienes suerte, te mantendrás vivo en el amor, si no la tienes, morirás o andarás renqueante en tu amor.
Es una decisión libre. Cada uno verá lo que hace. Lo que no suele funcionar es decidir amar y no estar prevenido. En estos tiempos duros de coronavirus, la actitud temeraria y a veces casi irreverente de algunos lo ha puesto crudamente de manifiesto.
Vaya por delante que lo primero para amar es alimentar el amor con muchos actos afirmativos: detalles, delicadeza, entrega, tiempo, etc. Si uno se empeña en traerlos a su amor, lo fortalece tanto que la prevención se hace casi innecesaria. Pero hoy, ¡los signos de los tiempos!, quiero hablar de prevención. Si por el camino hallamos la vacuna, ¡miel sobre hojuelas!
Es cierto que hay que encontrar el equilibrio. Uno no puede encerrarse y apartarse de todo por miedo a perder lo que tiene. En materia de amor matrimonial, que es de lo que hablo, no hace falta volver al consejo de santa Teresa: “entre santa y santo, pared de cal y canto”, que estaba pensado para monjas y monjes de clausura. Pero una cierta prevención, que muchas veces es pura delicadeza de quien sabe amar, es siempre necesaria.
Y aquí me gustaría volver el consejo que leí una vez a Tomás Melendo y que tan útil es cuando uno quiere mantenerse vivo en el amor y no asumir riesgos innecesarios: todo aquello que hago con mi mujer precisamente por ser mi mujer debo evitarlo a toda costa con las demás mujeres, y viceversa.
La concreción del criterio la dejo para cada uno, que no me quiero meter en la vida de nadie. No es fácil. La casuística y las circunstancias pueden ser muy variadas, pero algunas zonas resbaladizas se pueden indicar: ciertos contactos físicos en diferentes actividades, confidencias innecesarias −en especial las que tienen que ver con nuestra propia vida matrimonial−, estancias prolongadas en soledad compartida, frecuencia de planes ‘desparejados’, piropos y galanterías fuera de lugar… A buen entendedor, pocas palabras bastan
En mis treinta y seis años de vida matrimonial, más de una persona ha ironizado con estas medidas preventivas cuando ha salido el tema en la conversación. “¡Bah, qué exagerado eres; son cosas de otros tiempos!” El amor no tiene tiempo, es de siempre. La naturaleza humana, también. Y el tiempo me ha confirmado el error de que quienes menospreciaron esta faceta del amor y descuidaron las mínimas medidas preventivas que ayudaban a asegurarlo.