La queja resulta siempre ineficaz y peligrosa, porque deviene muy pronto en una especie de recurso cultural que sirve para amparar perezas o torpezas
Le preguntaron una vez a Quilón, uno de los siete sabios de Grecia, qué diferenciaba a las personas educadas de las ignorantes. Respondió que se distinguían unas de otras por «sus esperanzas». Es decir, por la calidad de sus deseos y ambiciones, de sus ansias y trabajos, de sus intereses y desvelos. Al ignorante que parece sabio le traicionan sus esperanzas pequeñitas y egoístas, vanidosas casi siempre. Y al revés, al que parece iletrado le hacen culto sus ganas de infinito.
También se suele atribuir a Quilón la enumeración de las tres tareas más difíciles de la vida: guardar un secreto, emplear bien el tiempo de ocio y soportar la injusticia. Solo se puede soportar la injusticia, según los sabios griegos, con mucha fortaleza, que es virtud fundamental. Porque toda injusticia supone una falta de verdad grave, que la hace dolorosísima, sobre todo si quien la padece no tiene modo de defenderse. Muchos lo solucionan recurriendo a la queja. Pero la queja resulta siempre ineficaz y peligrosa, porque deviene muy pronto en una especie de recurso cultural que sirve para amparar perezas o torpezas. Una periodista contó en las redes sociales que el músico Kiko Veneno le dijo: «Tú no te quejes, que si te quejas te cansas más. Nunca he admirado a nadie que se queje». Estaban fumando un cigarrillo asomados a una ventana y se ve que ella había empezado a desahogarse.
Claro, también decían los sabios de Grecia que aceptar la injusticia no supone virtud, sino todo lo contrario. La queja puede erigirse en un primer movimiento lógico para frenar la infamia, para oponerse. Si no se atiende, habrá que promover la restauración de la justicia por otros medios. Quedarse quieto, quejándose, resulta agotador para todos, desanima y es inútil. No sirve. Debilita y embrutece. Especialmente si uno se queja en general o por cualquier cosa o a quien no tiene culpa ni capacidad para resolver el problema. Por eso el quejica desespera y termina cayendo él mismo en la desesperación, que es defecto de ignorantes y de soberbios. Bueno, quizá llamamos soberbia a una versión, la peor posible, de la ignorancia. Para engendrar esperanza se necesita saber, al menos, que todo tiene un sentido aunque se nos escape, aunque no lo veamos.
Por eso Quilón debería añadir a la lista de las cosas más difíciles «aguantar a los pesimistas, quejicas y desesperanzados». Especialmente, en tiempos de grandes crisis y de injusticias brutales. Aguantarlos supone un mérito enorme, en primer lugar, porque estorban: quejarse es tan fácil como infecundo. Pero, sobre todo, porque hacen daño acaso creyendo que ejercen algún don profético, cuando la verdadera profecía siempre se orienta a la esperanza, a la salvación. Si solo ofrece daño y condena, no es profecía, sino mera ignorancia ramplona, oscurantista, superchería. O en el mejor de los casos, una explicación parcial, una respuesta incompleta.
Estaba por proponer el confinamiento de los tristes y agoreros, mucho más dañinos que los virus y casi tan abundantes. Pero acepto que tienen derecho a existir y a la libertad de expresión y movimientos. Aun así, en épocas de producción masiva de derechos, debería reconocerse el derecho a escapar de ese tipo de gente cuando se advierte que ya han alcanzado los niveles compulsivos de los pesimistas irredentos. Esos que, como decía un buen amigo, te fijan en una baldosa de la acera y no te dejan mover de allí hasta que te han explicado con detalle lo mal que está el mundo y lo triste que pinta lo que se nos viene encima. «Me acaban de someter a un baldosazo», decía Miguel a veces, al llegar.
Seguramente ahora, dos mil seiscientos años después, Quilón de Esparta mantendría que la falta de esperanza es cosa de ignorantes, de gente que realmente no sabe quién es y en manos de quién está.