Partiendo de la máxima de Dostoievski que titula este artículo, el autor reflexiona sobre cómo la ética aristotélica, el Cristianismo y la Belleza del Bien pueden convertirse en referencias para afrontar la actual situación de crisis
La actual crisis pandémica del Covid 19 tomó por sorpresa al ser humano quien se ha mostrado perplejo ante las imágenes de camiones militares que llevaban cadáveres para ser incinerados y de fosas comunes que se cavan a lo largo de toda América. Un ser humano que se está mostrando con una conducta errática en la que afloran sus complejos atávicos de odios racistas y de violencia.
Ante esta maraña de situaciones inéditas, se requiere que el ser humano busque urgentemente de una dirección para encauzar su conducta hacia propósitos que redunden en su bienestar y en el de los demás. Es por ello que resulta necesario que el hombre −al menos en Occidente− regrese a la búsqueda de su dignidad por medio de aquellos elementos que han constituido nuestra civilización: la ética, el cristianismo y la belleza.
El hombre es un ser fundamentalmente libre pues es el que está menos sojuzgado por los instintos. Pero esa libertad, que le es tan característica y que lo diferencia del resto de seres vivos, necesita ser educada en lo que verdaderamente le conviene. Para esos efectos, la ética es la guía para direccionar adecuadamente nuestra innata libertad y así dirigir nuestra conducta hacia lo que realmente nos dignifica.
Sin embargo, no se trata de buscar un decálogo ético que esté de moda o de establecer una ética personal por más que nos tengamos en la más alta estima. Son alternativas muy arriesgadas. En medio de un desmoronamiento global es preferible recurrir al camino seguro que ha servido para construir nuestra civilización: la propuesta Aristotélica de ética contenida principalmente en la Ética a Nicómaco.
A partir de Sócrates y Platón, Aristóteles plantea una ética fundamentada en 4 virtudes fundamentales (cardinales): la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza. Como diría Josef Pieper en su monumental obra “Las Virtudes Fundamentales” hace mucho tiempo que no hablamos de la virtud como concepto. El exacerbado relativismo que carcome nuestras sociedades ha doblegado a la virtud para presentarla como un concepto desfasado, propio del “oscurantismo” religioso. Cuando en realidad, la virtud (del latín virtus, fuerza) puede ser una herramienta decisiva para darle una vuelta de tuerca a la conducta actual del ser humano. La virtud es la perfección en un determinado hacer que dignifica al hombre.
El cultivo de estas 4 virtudes fundamentales puede definir una estructura de conducta que bien dirigidas supondrían un giro concluyente en la vida de las personas, con la ventaja de la legitimidad que tiene la enseñanza clásica de la antigua Grecia.
La Prudencia se presenta como la preeminente virtud a partir de la cual se desprenden las otras tres. Muchos considerarán a la persona prudente como aquella que toma las precauciones del caso o como aquella que es hábil o táctica. Cuando más bien la prudencia es la capacidad de identificar el bien a partir de la razón y en medio de la realidad.
La Justicia es la materialización o la aplicación del bien en medio de la convivencia con los demás seres humanos. De nada serviría identificar el bien si en realidad no somos capaces de aplicarlo en nuestras interacciones con el prójimo siendo justos, buenos y generosos. La Justicia es la virtud propia del “nosotros”, de la colectividad. Pero solamente aquella persona que aprendió a ser prudente y justa puede también ser fuerte.
La Fortaleza parte de la premisa que hay una debilidad o muchas debilidades que debemos vencer y sobre todo resistir, con paciencia. El ser humano puede reconocer y materializar el bien en comunidad, pero también es capaz de identificar el mal y resistirlo por más que se presente con ropajes atractivos.
El desorden puede ejercer una fuerza atractiva que en ocasiones es irremediable. Es por ello que requerimos la Templanza que más que una moderación se refiere a una “discreción ordenadora” (Pieper) para establecer una armonía entre diferentes fuerzas dispares que cada una tira hacia su propia dirección. La Templanza es el orden interior y la tranquilidad de espíritu para administrar adecuadamente esas fuerzas que se disputan dentro de nuestro interior. Es un orden de auto conservación que evita nuestra destrucción. Es la virtud de la intimidad.
Sin embargo, estas cuatro virtudes no aparecen en el ser humano por generación espontánea o por la lectura de un buen libro. Estas virtudes requieren ser entrenadas por medio de la repetición constante. Se requiere entrenar a la razón para reconocer el bien. Posteriormente hay que materializar el bien mediante actos concretos en nuestras relaciones sociales y demostrar resistencia para no dejarnos arrastrar por seductores desórdenes. Para administrar de manera correcta las fuerzas dispares que tiran en nuestro interior, necesitamos formar nuestra templanza.
Todo constituye una carrera de fondo que puede tomar una vida entera. Pero sabemos que nuestra débil voluntad humana por ser prudentes, justos, fuertes y templados no es suficiente. La Ética propuesta por Aristóteles ubica a las virtudes en escenarios esencialmente políticos o sociales que definitivamente pueden redundar en la constitución de un ser humano mucho más virtuoso. Sin embargo, necesitamos la visión sobrenatural del cristianismo para darle a esa ética de virtudes una dimensión completa y sobre todo, un sentido.
Benedicto XVI resumió admirablemente lo que significa el cristianismo al establecerlo como el encuentro con Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, resucitado, a partir del cual brota una relación de horizontes infinitos. El cristianismo es ante todo el convencimiento absoluto del Dios Uno y Trino el cual ha sido revelado de manera sobrenatural por Jesucristo.
El cristianismo no es un sistema ético. Sin embargo, ese encuentro del que habla Benedicto XVI exhala una ética que ha supuesto una revolución muy profunda en la vida de millones de personas a lo largo de la historia y que ha definido de manera decisiva la civilización occidental (José Ramón Ayllón). La ética cristiana se basa en la imitación de una figura incomparable como Jesucristo que estableció el amor al prójimo, que resucitó de entre los muertos y que estableció un antes y un después en la historia. Es por ello que ignorar la ética cristiana, o peor defenestrarla sin haberse por lo menos enterado de la misma, sería algo imperdonable.
En ese sentido, el cristianismo retoma las 4 virtudes cardinales pero las potencia y las eleva a un marco sobrenatural cuando se las complementa con las tres virtudes teologales desarrolladas por Santo Tomás de Aquino: Fe, Esperanza y Caridad.
Cuando nos planteamos las grandes preguntas de la vida (qué es el hombre, de dónde venimos, hacia dónde vamos, qué es el dolor, dónde está la felicidad) vemos que nuestra razón se queda corta y que la ciencia no puede brindarnos todas las respuestas. Dentro de ese contexto, resulta razonable creer, tener fe, para que todo adquiera un sentido. El caso contrario sería lo que denomina Pieper la ética del “gentleman” cuyas conductas pueden ser loables pero que no tienen la esperanza de un buen final (la vida eterna), ni el amor al Dios creador ni al prójimo. La Fe constituye una toma de posición libre hacia una verdad propuesta y el convencimiento absoluto de que algo es verdadero y auténtico (Pieper). En el caso del cristianismo es el convencimiento total de la promesa de Jesucristo de la vida eterna. Lo anterior permite asumir la vida desde una perspectiva totalmente distinta, mucho más plena teniendo la garantía o sobretodo la evidencia que esa fe es la que ha generado maravillosos frutos de belleza (el arte y la arquitectura), de sabiduría (las universidades, los adelantos científicos, las reformulaciones del derecho y la economía), y de humanidad (la santidad y la caridad de muchísimas personas). La Esperanza es el estado del ser que está en camino hacia la felicidad (status viatoris).
“Cuando nos planteamos las grandes preguntas de la vida (qué
es el hombre, de dónde venimos, hacia dónde vamos, qué
es el dolor, dónde está la felicidad) vemos que nuestra razón
se queda corta y que la ciencia
no puede brindarnos todas las respuestas”
La Esperanza es un “estar en camino”, es la idea del “aún no” (Pieper) que se conjuga con la legítima aspiración humana de llegar al destino final, a la plenitud total de la vida eterna. Es un encaminamiento que el hombre asume y que se dirige hacia su verdadera realización por medio del balance emocional que lo que se desea es alcanzable (es la virtud estrechamente relacionada con la oración). En el camino de su vida, el hombre siempre tiene la esperanza que en los momentos oscuros Dios se manifestará para su socorro. La Esperanza es la fuerza de ese anhelo.
La Caridad es el amor que el ser humano manifiesta de conformidad con su dignidad. Es el amor a Dios, al prójimo y a todas las actividades en las que el ser humano esté involucrado. Es un amor que tiende a nuestra propia realización para lograr la alegría, la satisfacción y por ende la felicidad. Es la felicidad del amor en virtud de ser amado por Dios que se extiende a un sentimiento de profunda gratitud. Es una postura de amor y respeto por uno mismo, un amor propio, pero sin dejos de narcisismo pues también enlaza con la alegría por la felicidad de los demás y con el desprendimiento.
La ética cristiana presupone un esfuerzo importante, una exigencia que no es fácil de cumplir, pero que apunta a la realización plena del ser humano. Es la superación de la virtud para fines políticos o sociales para llegar a lo divino, perenne aspiración humana. Es un camino complejo, repleto de pruebas, pero fundamentalmente bello.
La ética supone para el hombre la búsqueda del bien, lo que implica un esfuerzo que apunta hacia la belleza. El bien es fundamentalmente bello pues complace los sentidos y el espíritu del ser humano.
La belleza no se agota con la admiración hedonista o superficial de un cuerpo o un rostro atractivos, sino que representa una de las aspiraciones más íntimas que tiene todo ser humano. De hecho, durante siglos nuestra civilización ha tenido un reconocimiento hacia la belleza por medio de altos niveles de sublimidad en las artes, la arquitectura y la misma vida cotidiana.
En ese sentido, una ética cristiana que se fundamenta en el encuentro con Jesucristo, en la imitación de su figura incomparable, refiere obligatoriamente a una dimensión sobrenatural que constituye una de las experiencias más bellas del ser humano. Esa interconexión entre belleza y lo sobrenatural fue establecida por Platón que consideraba la belleza como la llamada de un mundo ajeno al nuestro. Es además una interacción inevitable que está amarrada a la naturaleza del ser humano para quien la belleza está muchas veces expresada por lo sagrado, lo divino, lo sobrenatural.
El escritor y filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han en su interesante libro “La Salvación de lo Bello” señala que el ideal de lo bello supera por completo la estética y se adentra incluso en lo moral para dictaminar la moral de lo bello. De hecho, el esfuerzo por buscar el bien (prudencia), la justicia en la convivencia, la fuerza de la resistencia, y el orden interior de la templanza constituyen actos que configuran un fresco profundamente bello. Es La belleza del carácter que tiene una perfecta consonancia con el propósito de la ética cristiana.
En medio de las vicisitudes actuales hay espacio para ser optimistas. Se puede repensar una sociedad donde los seres humanos utilicen la ética de las virtudes como su brújula conductual y que la belleza sea siempre el trasfondo de sus actos. No es una ingenuidad; es un objetivo que se debe plantear con suma seriedad para revertir positivamente el espectáculo pavoroso que estamos presenciando en el mundo. La educación deberá jugar un rol preponderante para ese noble propósito.
“Se puede repensar una sociedad donde los seres humanos utilicen
la ética de las virtudes como su brújula conductual
y que la belleza sea siempre el trasfondo de sus actos”
Fiodor Dostoievski escribió una hermosa frase en su novela “El idiota” que en estos tiempos de incertidumbre establece una verdad que nos anima y que resume lo aquí planteado: La Belleza Salvará al Mundo.
Rodrigo Cárdenas Valenzuela
Fuente: nuevarevista.net.
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