Con Ennio Morricone entendí que la imagen se pierde ante el interior del hombre y que la música hace ya tiempo que sabe retratar como ningún otro arte el alma humana
No son las alfombras del cine las que pisa ahora nuestro Morricone. Ha llegado ya a la patria donde se funden las sensaciones, los sonidos, las imágenes… esos paraísos que él nos dejaba tan solo intuir con sus obras.
Conocí a Morricone en 1995; hablamos en su casa de Roma con motivo de lo que sería mi tesis doctoral sobre las funciones de la música en el cine.
Pero no hablaré aquí de Morricone–músico; otros habrá que lo hagan mejor que yo. Su filmografía o reconocimientos son de sobra conocidos. Escribo estas líneas para hablar de Morricone–persona. Entendí mejor al músico cuando conocí a la persona.
Me costó meses conseguir que me recibiera. Ya entonces Morricone gozaba de un prestigio internacional que le permitía negarse a ser entrevistado, porque muchas de las preguntas que se le hacían trataban más del glamour del cine que de la música propiamente de cine.
Tuve que demostrarle que mi interés era puramente “profesional”. Había algo de mentira en ello, porque yo había sido uno de aquellos niños en blanco y negro que jugaba a ser un sheriff al son del vinilo que mis hermanos mayores ponían en el tocadiscos. Siempre supe que Morricone estaba en el origen de mi pasión por la música de cine… Tenía que conseguir la entrevista como fuera.
Por fin, la entrevista se fijó para diciembre de 1995. En Roma. En su casa. Cuando me identificaba ante el portero una mujer dijo a éste que el Maestro ya me estaba esperando. Luego supe que era Maria, su esposa, autora del texto latino que se canta en la banda sonora de La Misión.
Me esperaba en un lujoso cuarto de estar, de pie. Tras las identificaciones (a mí me acompañaba un amigo como traductor), le enseñé apuntes musicales que había hecho de algunos temas suyos de La Misión, Los Intocables de Eliot Ness y En la línea de fuego. Sabía que todo dependería de esos primeros minutos. Le expliqué (totalmente cierto) que quería que todos los ejemplos musicales de lo que quería demostrar con la tesis (¿por qué hay música en el cine?, ¿para qué sirve la música en el cine?) fuesen únicamente de sus obras. Mientras tanto Morricone no apartaba la vista de las transcripciones musicales que yo había hecho; de repente, me las devolvió… y me invitó a sentarme.
La entrevista estaba fijada para media hora, tres cuartos a lo sumo; estuvimos casi tres horas. A los diez minutos había perdido el guion de mis preguntas, pero ya no me importaba.
Delante de mí había un genio que, con sus palabras, entraba y salía del cine y la música con la misma facilidad (facilidad no, maestría) con la que después le he visto dirigir una orquesta. Entendí la fusión de dos artes que se benefician mutuamente; me pareció lógico entonces que en sus bandas sonoras insista en ser acreditado triplemente: como compositor, como orquestador y como director.
Entendí que su música en el cine no es sumisión sino colaboración, entendí que la imagen se pierde ante el interior del hombre y que la música hace ya tiempo (cuánto hablamos de Bach) que sabe retratar como ningún otro arte el alma humana. Entendí que estaba ante un hombre que oía el cine… y me lo estaba explicando a mí con una paciencia y un entusiasmo asombroso.
Salí de su casa y regresé al hotel, a intentar dar sentido a las notas que había cogido. No pude.
Años más tarde, la tesis ya publicada se la envié, pensando que era más un trámite de gentileza universitaria que un envío que pudiera llamar su atención. Mi sorpresa fue recibir, en apenas unas semanas, una carta suya manuscrita de agradecimiento por la aportación que mi libro hacía al mejor conocimiento de su obra.
No son las alfombras del cine las que pisa ahora nuestro Morricone. Ha llegado ya a la patria donde se funden las sensaciones, los sonidos, las imágenes… esos paraísos que él nos dejaba tan solo intuir con sus obras.
Sin embargo, cuando este otoño se le otorgue el Premio Princesa de Asturias de las Artes, quien en su nombre recoja el galardón lo hará, en mis oídos, con la música final de Los Intocables de Eliot Ness, o con la melodía de los besos robados de Cinema Paradiso, o con el tema principal de La Misión…
Gracias, Maestro. Hasta siempre.
Javier Rodríguez es autor de “Morricone. Música, Cine e Historia” y jurado de los Premios Familia de CinemaNet
Fuente: cinemanet.info.
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