Ante la experiencia de la propia vulnerabilidad, Mons. Ocáriz nos recuerda que Cristo escogió a sus discípulos conociendo sus debilidades y su pasado, pero sabiendo también que el Espíritu Santo es más fuerte
Queridísimos: ¡Que Jesús me guarde a mis hijas ya mis hijos!
Sigamos rezando juntos −como lo hicimos en la Misa del 26 de junio que se transmitió a través de la página web− por las personas que nos han dejado por causa de la pandemia, que sigue tomando fuerza en numerosos países. Tengamos presentes también en nuestra oración −y, cuando sea posible, en nuestra acción− a quienes están sufriendo las consecuencias a nivel personal, familiar, médico o económico. Todo esto nos continúa haciendo experimentar la natural vulnerabilidad humana y la inseguridad que genera confiar solo en nuestras propias fuerzas. Estas circunstancias nos han llevado a fijar nuestra mirada con mayor abandono en Dios y en quienes están a nuestro lado, sabiendo que de estar acompañados puede surgir un verdadero consuelo.
En estas breves líneas, querría que considerásemos también otro tipo de vulnerabilidad que, de un modo u otro, a todos nos afecta. Me refiero a la debilidad personal que a veces experimentamos en comparación con la estupenda propuesta que la fe cristiana y el espíritu de la Obra nos presenta. Esta desproporción, entre el ideal y la realidad de la propia vida, no nos debe producir desánimo o desencanto.
Nos puede servir recordar que Cristo no llamó a sus discípulos porque fuesen mejores que los demás, sino que los convocó conociendo sus debilidades, y −como lo hace también con nosotros− lo más profundo de sus corazones y de su pasado; por eso también podía contar con todas las cosas buenas que cada uno de ellos era capaz de hacer. Jesús sabía que no les faltaría la fuerza del Espíritu Santo en su camino, si se disponían a recomenzar nuevamente cada día. Hijas e hijos míos, aunque a veces nos sintamos muy poca cosa, podemos decir con verdad: «Dominus illuminatio mea et salus mea, quem timebo?» (Sal 27,1).