La obsesión con "padres e hijos perfectos" conduce a la ansiedad, ante la imposibilidad de tal empresa
Mariolina Ceriotti Migliarese recuerda en "La familia imperfecta" que hay que poner el acento en educar
En La familia imperfecta. Cómo convertir los problemas en retos, Mariolina Ceriotti Migliarese, utiliza su amplia experiencia como neuropsiquiatra infantil y psicoterapeuta de adultos, acumulada durante más de 25 años de ejercicio profesional, para la redacción de una obra basada, no solo en la evidencia científica, sino también en el más puro y sencillo sentido común, así como en las anécdotas derivadas de su propio bagaje personal como madre de seis hijos.
Su finalidad no es transmitir soluciones sino, como ella misma indica al inicio de la obra: “compartir un modo de pensar… dar elementos que pongan a cada uno en condiciones de reflexionar y que nos puedan hacer a todos algo más capaces de tomar solos las mejores decisiones”.
Su título es atractivo por lo que tiene de tranquilizador para todos aquellos que hace tiempo hemos sido conscientes de lo “imperfectas” que son nuestras familias, empezando por nosotros mismos. Esta obra nos recuerda asimismo la “sensata imperfección”, reclamada ya por otro gran estudioso de la familia, Gregorio Luri (Elogio de las familias sensatamente imperfectas, Ariel, 2017), quien nos mostraba que, es precisamente en el seno de la familia, necesariamente imperfecta, donde se aprende que podemos ser amados a pesar de nuestras imperfecciones.
Ceriotti reclama una vuelta al ejercicio de la paternidad y maternidad tranquilas, sosegadas, confiadas, basadas en el sentido común. Para ello, debemos comenzar por aceptar una “percepción serena de la normalidad de la imperfección”, de la nuestra y la de nuestros hijos. Esto nos ayudará sin duda a recomenzar cada vez que cometamos un error, sin caer en la sospecha infundada y neurótica de que tenemos un problema patológico o que somos malos padres.
Y es que la sociedad actual −época de niños “escasos y preciosos”− se caracteriza precisamente por lo contrario. Por una tremenda obsesión a ser padres perfectos y tener hijos perfectos y, en consecuencia, la tendencia a la ansiedad por la dificultad, o más bien imposibilidad, de tal empresa; y la depresión, frustración y sensación dolorosa de fracaso al percibir que el resultado no es el esperado. “Es como si se hubiera abierto camino una gran desconfianza en la posibilidad de educar, como si nos faltara aquella brújula natural que se activa al convertirnos en padres”.
Para recobrar la serenidad debemos partir de la idea real de que (por suerte) no existe el padre perfecto, igual que no existe la madre perfecta, el hijo perfecto o la familia perfecta. Podemos decir que la “imperfección razonable” es la normalidad que debemos asumir gozosamente.
Vivimos un momento histórico y social en el que los padres y madres están angustiados y ejercen su papel con ansiedad, con desconfianza hacia sus propias capacidades. Como afirma Ceriotti, es “como si educar bien se hubiera convertido en una cuestión de especialistas, en una tarea muy cansada y de resultados inciertos”. Sin embargo, educar es una tarea maravillosa y una gran oportunidad para mejorar nosotros mismos, si lo hacemos con buena voluntad y en gran medida siguiendo nuestro sentido común. Es obvio que tenemos que intentar formarnos al respecto (ningún padre nace sabiendo serlo) pero debemos vivir nuestras imperfecciones como “normalidades”, no como fracasos. Además aprender a recomenzar después de cada equivocación es otro de los aprendizajes más necesarios e importantes para vivir en paz.
También es preciso señalar que cada padre y madre es un ser humano único e irrepetible, que viene con un bagaje educativo y cultural distinto y también con un carácter y un temperamento diferentes y que a la vez desarrolla su paternidad/maternidad en un marco distinto (con uno o varios hijos, casado o separado, estresado por el trabajo o tranquilo…). Las posibilidades de ejercicio de la paternidad y maternidad son infinitas, tantas como familias. Como afirmaba, en su libro autobiográfico, Leopoldo Abadía, “en el manejo de una familia no hay cosas copiables. Cada familia es distinta, como todos somos distintos” (L. Abadía, 2011).
Por eso, los consejos impartidos por cualquier profesional, deben ser asumidos por cada uno con flexibilidad y dentro de su propio, único y peculiar marco vital y personal.
El núcleo esencial de toda familia es obviamente la pareja. Mimar esa relación es fundamental para que el sistema familiar funcione. El problema es que en la actualidad las dificultades en la pareja (que siempre existen muchas y complejas) se interpretan casi de forma inmediata como un “síntoma de una disfunción inexorable”. Problemas que son “normales” en toda relación de pareja, se traducen en la imposibilidad de permanecer juntos por más tiempo. Sin embargo, “las dificultades y crisis no son excepcionales en la vida en pareja. Forman parte natural del recorrido y, como cualquier crisis correctamente entendida, son potenciales desafíos al crecimiento y a buscar lo mejor, también en el plano individual”.
Ceriotti señala como uno de los motivos prioritarios de la crisis en la pareja actual, la imposibilidad de comprender que hombre y mujer somos diferentes; el empeño por considerarnos idénticos e intercambiables en el marco de un igualitarismo masificador neutralizante de los sexos que lo empaña todo y que llena las relaciones entre los sexos de conflictos y frustración.
Estamos presenciando una crisis general de identidad del ser humano, provocada por el desprecio hacia la alteridad sexual y la negación de la existencia de un hombre y una mujer naturales. Ideas elaboradas a lo largo de décadas, y que han encontrado su máximo desarrollo actualmente bajo el amparo de la denominada ideología de género. Consideran los teóricos del género que, aunque muchos crean que el hombre y la mujer son expresión natural de un plano genético, el género es producto de la cultura y el pensamiento humano, una construcción social que crea la ‘verdadera naturaleza’ de todo individuo.
En contra de esta tendencia generalizada, Ceriotti se alza en defensa de una especificidad masculina y femenina. A veces nos planteamos por qué hay tantas separaciones, desencuentros y conflictos actualmente entre las parejas, por qué duran tan poco juntos… Uno de los motivos fundamentales es la incapacidad que existe hoy en día de aceptar y comprender que la persona a la que amamos es “diferente” a nosotros en su “esencia” más íntima, diferente en la forma de ver la vida, en sus preferencias, intereses, motivaciones, gustos, sexualidad y afectividad. La ciencia ha demostrado recientemente que los propios sistemas que utilizamos para producir ideas y emociones, formar recuerdos, conceptualizar e interiorizar experiencias, resolver problemas, donde se ubican nuestras pasiones, percepciones, toda nuestra vida intelectual y emocional, son distintos.
Hombre y mujer somos iguales en dignidad y humanidad, iguales en inteligencia, igualmente capaces de alcanzar las metas más altas y los objetivos más nobles, pero la interrelación entre naturaleza y cultura nos ha hecho al mismo tiempo profunda y maravillosamente diferentes precisamente para que nos complementemos y equilibremos el uno al otro.
El presupuesto básico para configurar una relación estable es la aceptación de la existencia de una alteridad sexual en la configuración de la personalidad humana, es decir, de unos rasgos propios de la feminidad y de la masculinidad que merecen reconocimiento y respeto; la consideración del sexo como un elemento constitutivo de la persona y no como un mero accidente físico sin trascendencia en la vida psíquica del ser humano.
Hombres y mujeres habitamos en dos realidades emocionalmente diferentes, comprender esto y aprender sinceramente las estrategias más eficaces de nuestra pareja nos ayudará a acortar el espacio que nos separa. La colaboración activa entre el hombre y mujer debe partir precisamente del previo reconocimiento de la diferencia misma. En general nos sentimos frustrados o enojados con el otro sexo porque hemos olvidado esta verdad importante. Como resultado de esta situación las relaciones se llenan de fricciones.
Si somos capaces de llegar a una comprensión de nuestras diferencias que aumente la autoestima y la dignidad personal, al tiempo que inspire la confianza mutua, la responsabilidad personal, una mayor cooperación y un amor más grande, solucionaremos en gran medida la frustración que origina el trato con el sexo opuesto y el esfuerzo por comprenderlo, resultando una forma inteligente de evitar conflictos innecesarios y, en definitiva, de querernos más. En palabras de Sinay, “construir una relación entre dos es tender un puente de amor entre las diferencias… es el arte de armonizar lo diverso” (Sergio Sinay, 2004).
La mujer y el hombre, cada uno desde su perspectiva, realiza un tipo de humanidad distinto, con sus propios valores y sus propias características y sólo alcanzará su plena realización existencial cuando se comporte con autenticidad respecto de su condición, femenina o masculina.
Salvado el primer escollo (la comprensión de la pareja), Ceriotti plantea el segundo problema con el que toda familia debe lidiar en el caso de que tenga hijos: la relación padres-hijos. Esta no es una relación entre iguales, sino que padre y madre deben tener claro que se encuentran en un plano de superioridad jerárquica. Para ello deberán luchar juntos contra la tendencia natural que tiene todo hijo al nacer: su ”egocentrismo sustancial”.
Todo niño experimenta, desde el nacimiento, cierta tendencia a la tiranía. Y es lógico, pues pretende prolongar los mecanismos biológicos intrauterinos con los que la madre le ha hecho adicto al placer. En el seno materno, sin sensaciones de frío, hambre o sueño, ha experimentado su capacidad de ser insaciable y omnipotente; y pretende seguir siéndolo una vez sale del vientre materno. Desde que nace, el niño debe percibir que sus pretensiones de tiranía no son factibles por más tiempo. Pero para que esto sea posible, los padres deben saber comportarse como adultos. Algo que parece obvio pero que en la sociedad actual no abunda en la práctica.
Hoy en día es bastante usual encontrarse con padres que, contraviniendo las propias leyes de la naturaleza, se niegan a madurar y adoptar el papel que les corresponde, prefieren ser eternos adolescentes, negándoles a sus hijos el ejemplo paterno y materno maduro y equilibrado que necesitan. Padres que, en su regresión a una obstinada inmadurez, intentan ir de “colegas” de sus hijos porque se niegan a asumir el rol de persona madura que corresponde a su edad. No aceptan la natural pérdida de juventud. Son adultos que, siguiendo la nueva prioridad de los tiempos hipermodernos de ser perpetuamente joven, se resisten a envejecer y tratan de huir del tiempo, se mimetizan patéticamente con los adolescentes, tienen horror a la responsabilidad de criarlos, educarlos, limitarlos, guiarlos.
Ceriotti reclama el derecho de todo hijo a ser educado por un adulto que asuma la responsabilidad de enseñarle el camino y marcarle los límites, mostrándole la esencial distinción del bien y el mal.
Crecer implica separarse psicológicamente, abandonar la infancia y la adolescencia; pero para muchos niños tal separación es difícil porque los espacios psíquicos entre padres e hijos se confunden. Los padres que por una pobre resolución de sus propias cuestiones y vacíos existenciales, se refugian en la “amistad” con sus hijos, les hacen a éstos, un daño tan profundo como injusto. Les impiden crecer, conocerse, desarrollar sus recursos confrontándolos con los condicionamientos. Los incapacitan para la responsabilidad. Es lo que Bauman ha calificado como la “condición líquida” de las nuevas generaciones.
Ceriotti nos indica que para que todo este entramado familiar funcione es importante saber mantener la distancia justa. Con ello la autora se refiere a la necesidad de dar autonomía a los hijos respecto de los padres, y a que los padres asuman asimismo la precisa autonomía respecto de las experiencias pasadas en su propia familia de origen, especialmente si fueron negativas.
En relación con la autonomía o libertad de los hijos, ser padre supone crear el entorno óptimo donde los hijos puedan crecer en equilibrio, y darles seguridad afectiva y vínculos sin ataduras, sin prisiones, sin facturas y sin convertirlos en medios para conseguir nuestros fines. Un hijo es descendencia, no pertenencia. De ninguna manera puede ser un relleno hecho a imagen y semejanza de nuestros vacíos. Como señala Ceriotti, “no se trae al mundo a un hijo para que nos quiera o para que nos acompañe”.
Nosotros, como padres, podremos haber creado el ambiente adecuado para que crezcan sanos y felices. Pero la elección final está en sus manos, no en las nuestras. Ellos tienen que ser los autores de su propia vida. A los hijos hay que amarles por su esencia, no porque cubran o cumplan nuestras expectativas. Muchas veces nos decepcionarán y otras nos sorprenderán con sus decisiones y actitudes. Se alejarán de nosotros y de los valores y principios que les inculcamos. Los hijos no vienen al mundo a satisfacer a sus padres, a cumplir sus deseos frustrados, a llenar sus vacíos existenciales, ni a dar continuidad a una tradición familiar. Los hijos vienen a cumplir un propósito único e intransferible, a desarrollar una vida propia, a convertir en actos las potencialidades que se encierran en su ser. En este sentido, como afirma la autora, “supone una gran libertad interior poder reconocer que nuestros hijos no son perfectos y que esto no significa necesariamente que seamos malos padres o que hayamos fracasado en nuestra tarea”.
Como ya señaló Ceriotti en otra de sus obras, “ningún progenitor, ni siquiera el que sea objetivamente más limitado, puede seguir siendo culpable del fracaso de sus propios hijos, más allá de una edad razonable” (M. Ceriotti: Masculino. Fuerza, eros, ternura, Rialp, 2019).
En relación con la autonomía respecto de nuestro propio pasado es importante, en palabras de Ceriotti, tener presente que “el modo en que hayamos sido hijos influye mucho en nuestra interpretación del papel de padres”.
Hay hijos que no descubren el valioso legado de sus padres hasta que ellos mismos comienzan a ejercer su paternidad. Como decía el músico estadounidense Charles Wadsworth: “para cuando un hombre se da cuenta de que quizás su padre tenía razón, ya tiene un hijo propio que piensa que su padre está equivocado”.
Siempre existe un vínculo de continuidad entre nuestro presente y nuestro pasado. Cuando éste ha sido negativo, aunque nunca se puede cambiar, encontrar la fuente de las heridas permite poner en su lugar las emociones, con un efecto sanador. Muchos adultos llevan toda la vida intacto en su interior al niño que se ha sentido descuidado, poco querido, poco reconocido o valorado. Nuestro mundo psíquico está poblado principalmente por los hechos pasados, pero sobre todo por la interpretación que hemos sido capaces de dar a esos hechos, según el momento de desarrollo en el que se han producido. Nos sentimos acreedores de nuestros padres. Les imputamos la mayoría de las cosas que no van bien a nuestro alrededor: no me han querido lo suficiente, preferían a mi hermana, no me dedicaban el tiempo necesario… No hay límite en la imaginación para lo que podemos imputar a nuestros padres. En esta línea señala la autora que “ningún episodio del pasado, por muy doloroso y difícil que sea, constituye por sí mismo una hipoteca definitiva sobre el futuro… Pero para crecer también es fundamental ser capaces de dejar atrás el pasado… nuestro pasado se puede reconstruir pero no modificar… Comprender el pasado puede ser un instrumento muy valioso si abre paso a la posibilidad de elegir y actuar con más libertad en el presente y el futuro… Lo que nos ha hecho sufrir lleva consigo, de hecho, un deseo de compensación difícil de superar… la obstinación en pretender un resarcimiento conduce a desperdiciar y descuidar buenas ocasiones en la vida… La incapacidad para romper con el pasado se rebela como una trampa terrible que hace imposible gozar de un presente imperfecto respecto del ideal originario… Los pasos psicológicos para darle solución son: entender lo sucedido, admitirlo, tomar la decisión de dejarlo atrás, y vivir el presente tal y como se nos ha dado… condición para ser libres y retomar una auténtico camino de crecimiento”.
Todas las personas que se han sentido abandonadas por sus padres, todos aquellos que no han tenido una relación de afecto, que han sido abusados o maltratados, viven su vida, no importa la edad que tengan, con un profundo resentimiento, un agujero negro en el alma. Algunos de ellos, repiten con sus propios hijos sus experiencias paterno o materno filiales negativas. En todos estos supuestos, solo hay una solución liberadora y que permite seguir caminando y creciendo: el perdón.
Como decía Sigmund Freud, hacerse adulto es perdonar a los padres. Al ser adultos y padres podemos inaugurar “la era de la gratitud y el reconocimiento”, sin perder de vista que, hacer las paces con nuestros padres no exige en absoluto como imaginamos y pretendemos a veces, que se vuelvan capaces de reconocer sus errores. También puede ser un recorrido en sentido único: parte de nosotros y necesita un cambio por nuestra parte. Al final, si les perdonamos, nos daremos cuenta de que eso que nos hacía daño de ellos ya no lo hace, y que por fin somos libres.
El libro de Ceriotti ofrece un nuevo paradigma de familia, centrada en el reconocimiento, la valoración y la integración de las diferencias. Con un lenguaje claro, preciso y emotivo, pone sus conocimientos al servicio de aquellos que quieren formar una familia para convivir con amor y generar amor.
María Calvo Charro
Fuente: nuevarevista.net.
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