Como señaló Ratzinger, después de rogar durante siglos para tener una muerte con tiempo para prepararse, hoy más bien rogamos para morir sin darnos cuenta apenas
No me refiero a los casi 30.000 muertos oficiales por covid-19, aunque la cifra más realista tal vez se acerque a los 40.000, casi uno de cada mil españoles, muchos de ellos mayores. Me refiero a nuestra muerte, a la de cada uno.
Desde luego que merece una reflexión que los mismos medios que muestran sin miramientos los cadáveres de niños y adultos ahogados en su intento de arribar a Europa, hayan hecho invisibles no ya a los difuntos del covid, sino el dolor de sus familias. Nuestras víctimas de la pandemia han vivido su drama solitariamente, sin apenas el reconocimiento de la conmoción general, entre discursos y movilizaciones emocionales de un triunfalismo ‘bélico’, tanto más infantilizado cuanto más ajeno a la tragedia.
Hay que hacerse mirar el alma para poder explicar el despliegue mediático y la emotiva hipersensibilidad que desencadenó la muerte del perro Excalibur (“ni perdón ni olvido” coreaban los conmovidos manifestantes), mientras ahora se deja en el anonimato a la multitud de muertos asfixiados por no tener un respirador para auxiliarlos, o por tener 65 años o más.
Nuestros criterios para seleccionar los muertos que merecen atención son también la confesión de nuestras militancias y la evidencia de nuestras miserias, es decir, de las cegueras a las que esas militancias nos empujan. Es claro que no es lo mismo si los muertos son pobres, inmigrantes, cristianos en África o ancianos descartados en sociedades opulentas que se ufanan de solidarias.
Resulta penosamente evidente que cuando nos dejamos poseer por miradas ideologizadas nuestra humanidad se empequeñece, y aparecen muertos a los que estamos dispuestos a dispensar nuestra más generosa indiferencia, según sea el color de nuestra conciencia. Se trata de una psicopatía moral, es decir, de una alteración emocional y perceptiva consentida, ejercida como un sesgo de la atención que surge de posicionamientos ideológicos que, de ese modo, se vuelven sectarios, por no decir bastardos.
Pero no es a ese estrabismo moral y político al que me quiero referir, sino al ángulo ciego de la conciencia que nos oculta a cada uno de nosotros nuestra propia y segura muerte. Es obvio que participamos del miedo a morir que espanta a los animales ante su inminencia, y que la conciencia humana es capaz de ampliar al conjunto de nuestra vida porque la puede hacer presente de continuo.
Ese miedo es natural y tan justificado que vuelve comprensible la latencia en la que orillamos su certeza. Tememos la muerte con razón porque nos abruma y sobrecoge la desaparición en el escándalo de la putrefacción. Sin embargo, ese temor tiene entre nosotros un refuerzo cultural que nos empuja −como confiesa Vargas Llosa− a desear vivir sin tener en cuenta que hemos de morir, y así convertir nuestra propia muerte en algo más bien ajeno. Es lo que se consigue cuando a la vida se le da la forma de un juego al que la muerte solo le puede sobrevenir como interrupción.
Hegel decía que cuando el trabajo se reduce a juego deja de dar noticia al hombre de su mortalidad. Otro tanto podría decirse de la vida misma. También de la satisfacción de las necesidades: donde se come solo por gusto y con la sola medida del gusto, la necesidad deja de transparentar la frágil dependencia orgánica de la alimentación. El encapsulamiento lúdico de la existencia y de su conciencia expulsa el recuerdo de la muerte bajo un régimen de impertinencia.
Se trata de un verdadero cambio antropológico y cultural respecto a la actitud ante la muerte predominante en otras épocas. Por ejemplo, cuando Lutero murió en 1546 se desencadenó toda una polémica entre católicos y protestantes en torno a si había sido una muerte repentina o el desenlace de una enfermedad y agonía conscientes. La discusión tenía todo el sentido en su época, porque la opinión dominante era que una larga enfermedad era la oportunidad para prepararse bien −cristianamente− y morir en paz, mientras que sobre las muertes repentinas recaía la sospecha supersticiosa de no haber merecido ese beneficio.
Así que pese al temor que les inspiraba, seguramente no muy distinto al nuestro, no siempre se ha preferido ignorar la muerte en vez de verla venir de frente y presenciar conscientemente el desenlace de la propia vida. El alcance de ese giro cultural se pone de manifiesto incluso entre muchos cristianos de nuestro tiempo, que, como señaló Ratzinger, después de rogar durante siglos para tener una muerte con tiempo para prepararse, hoy más bien rogamos para morir sin darnos cuenta apenas.
En todos los casos late una misma suposición: no hay nada de provecho para la vida que se pueda extraer de considerar nuestra propia muerte, ni de prepararse para ella considerándola con la frecuencia de lo que no se puede olvidar. Y ahí es donde, a mi juicio, cabe darse cuenta de que en nuestra actitud hay más ofuscación que acierto.
Pensar seriamente y sin ensoñaciones en la propia muerte tiene, entre otros muchos, el efecto de adueñarnos de la vida de un modo nuevo que la hace más propia. No se trata solo de que nada quede intacto frente a la empeñada conciencia de su caducidad, sino que hay algo de prestancia espiritual y de entereza moral que pone de pie a quien vive sin renegar de la muerte. No solo al cuerpo, también al alma le corresponde esa postura erguida que dice de su libertad y dignidad mortal. Por eso, a lo largo de la historia los hombres han creído que quien se conducía sin olvidar la propia muerte, vivía más libre y auténticamente.
Las ciudades griegas cifraban ahí la medida de la libertad: solo aquel capaz de afrontar la muerte ponía de manifiesto estar en posesión de la propia vida al jugársela. Y solo quien estaba así en posesión de sí mismo no podía ser posesión de otro, como sí lo eran los esclavos. De ahí que fueran los ciudadanos los responsables de defender a la ciudad. La milicia en defensa de la ciudad y sus leyes era la transformación del juego en el drama mortal de una existencia ennoblecida con la libertad.
Pero si, como aseguraba Séneca, se puede pensar que la muerte también es “la gran aleccionadora de la vida”, es porque solo su sostenida certeza da la verdadera medida de los asuntos de la vida, y solo mediante el hábito de no olvidarla del todo se puede evitar desperdiciar la fortuna de estar vivo. Por eso Sócrates, a diferencia de la despreocupación que recomendaba Epicuro, no dudó en asegurar que la filosofía consistía en aprender a morir, y que ese era también el único camino para aprender a vivir.
La experiencia de una muerte inminente cambia la mirada de los supervivientes que, con frecuencia, reformulan su vida por completo. Privarse de la conciencia libremente sostenida de que vamos a morir, tal vez antes que después, es renunciar a vivir con esa altura y dignidad mortal que los griegos expresaron en sus tragedias, o con la entereza consoladora de la esperanza cristiana, o con la autenticidad de una existencia individualizada que buscaba el existencialismo filosófico europeo.
Quien necesita olvidar la muerte para poder vivir sin miedo necesita prescindir de la realidad. Esa ha sido la mala fortuna de nuestros muertos en la pandemia: que no se morían por ser pobres, inmigrantes o burgueses, sino hombres. Y no solo transparentan nuestra propia muerte, sino que no pocos de ellos murieron porque otros más jóvenes o menos enfermos, como nosotros, les antecedieron mientras ellos eran descartados. Así que invisibilizarlos es también una exigencia de la mala conciencia, el reverso lúcido de la indiferencia.
Los medios invisibilizan a nuestros muertos con nuestra complicidad de espectadores porque expresan la forma contemporánea de nuestra autoconciencia. Seguramente hay menos táctica política −que la hay− que influjo cultural en su ocultación: solo podemos mirar la muerte de los otros que no reflejan la nuestra, la de cada uno, la que no queremos ver.
Higinio Marín, en mundusunaarqueologia.blogspot.com.
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