Tuvimos un poeta en la cabeza de la Iglesia. Los versos de Juan Pablo II se adhieren a una tradición que entiende la poesía y la literatura como un elemento esencial de la vida espiritual de un pueblo
Los lectores de poesía tendríamos que sentir un orgullo análogo al de sus compatriotas porque Karol Wojtyla, poeta polaco, ascendiese a la sede de San Pedro. Cuando los tiempos de los reyes poetas −Nezahualcóyotl, Al Mutamid, Guillermo IX de Aquitania, Alfonso X el Sabio o el Emperador Cao Pi de la dinastía Wei, entre otros− parecían desvanecerse en un mundo de leyenda, tuvimos un poeta en la cabeza de la Iglesia, el Vicario de Cristo, el soberano del Vaticano y, en suma, el Sumo Pontífice.
Discúlpenme si les ha parecido un arranque demasiado frívolo y pretencioso. Era mi intención, porque en un mundo en el que la poesía cuenta cada vez menos, hubo un poeta, que ejercía de poeta, en la más alta dignidad de la Tierra.
La poesía no era una pasión más, como el esquí, el remo o el montañismo, de aquel hombre apasionado que fue Karol Wojtyla, sino el centro de su visión de la vida y de la fe. Cuando en 1962 murió el arzobispo Eugeniusz Baziak, el cardenal Wyszyński tenía que elegir un sustituto, que debía ser aprobado por Roma antes de ser sometido a la aceptación del gobierno comunista.
Wyszyński propuso a uno, y luego a otro, a otro… y así hasta siete. Todos eran rechazados por los comunistas, que querían al «conciliador» Wojtyla, «después de todo, un hombre que escribía poesía y enseñaba filosofía» (Weigel. Juan Pablo II. El final y el principio. Planeta 2014). Cuando dos años más tarde preguntaron a Wyszyński por el nombramiento in extremis de Wojtyla, zanjó la cuestión con sequedad rayana en el desdén: «Es un poeta». No era lo que el valiente y venerable cardenal creía que necesitaba Polonia; pero sí la Providencia.
Meditar sobre ello es toda una poética. Puede ayudarnos el filósofo y político François-Xavier Bellamy, que explica en su reciente ensayo Permanecer (Encuentro 2020): «Me parece que la verdadera urgencia política es resucitar el lenguaje. Tenemos que recuperar juntos el sentido de lo real y para eso tenemos que recuperar juntos el sentido de las palabras. Esto es como decir, y no hay nada de abstracto en ello, que la verdadera urgencia es, en realidad, poética». Wojtyla −que le debía muchísimo a los versos de nuestro san Juan de la Cruz sobre los que había escrito la tesis doctoral− no dejó nunca de subrayar la necesidad de la poesía, en particular, y del arte, en general.
En este sentido, la Carta a los artistas, publicada en el año 2000, es un documento impresionante. Contra tantísimo ninguneo a la estética, disfrazado a veces de condescendiente retórica y de subvenciones a los afines y sumisos, Juan Pablo II reconocía dos cosas de vital trascendencia para el nuevo milenio, nada menos.
Primero, el reflejo de la gracia divina que habita en la verdadera inspiración, que deja muy atrás las ocurrencias ingeniosas y las operaciones de marketing. Y, por otro lado, la necesidad perentoria, casi desesperada, si eso puede decirse, que tiene la Iglesia de no perder su conexión con la creación artística. Solo así su misterio aparecerá atractivo y traslúcido a los hombres de este tiempo. Máxima exaltación, pues, y exigencia máxima.
Karol Wojtyla, Magnificat
No se conformó Juan Pablo II con recordar la importancia del arte. Predicó con el ejemplo. En 2003, todo un Sumo Pontífice publicó un libro de poemas, Tríptico romano. Son textos de largo aliento, entre la herencia y la profecía, donde conmina a los cardenales electores a enfrentarse a la elección de su sucesor en presencia del Juicio Final (que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina). También convocaba a Horacio, citando con admiración su «Non omnis moriar», su «no moriré del todo».
Constatado su aprecio por la poesía, hay que preguntarse si, con independencia de su condición papal, leerle tiene o no un interés netamente literario. Para eso, conviene consultar su poesía anterior, publicada por la BAC en 1982, y traducida por excelentes poetas españoles, como José Antonio Muñoz Rojas, Carlos Murciano o Ernestina de Champourcin, entre muchos otros.
Que estamos ante un poeta de verdad se siente enseguida, por el método elemental, pero seguro, de descubrirle tonos muy cercanos −aunque sin perder jamás su voz− al de grandes poetas profesionales, si se me permite el término para contrastarlo con un escritor más centrado en su labor pastoral y eclesiástica.
El poema Magníficat abre el libro con dos versos emocionantes y significativos, que vuelven a hablarnos de lo esencial de su vocación poética: «Glorifica, alma mía, la Majestad de Dios,/ padre de la bondad y de la gran poesía». El poema tiene una inconfundible hermandad con la estupenda Oración por nosotros los poetas de José María Valverde. Lean a Wojtyla: «Rompe Tú ese amor nuestro por las palabras huecas/ que emponzoñan de orgullo el corazón del hombre».
Karol Wojtyla, Canción sobre el Dios oculto
En «La cantera», loa muy wojtyliana al trabajo humano, resuenan ecos poderosos de R. M. Rilke: «En el son de martillos, puede oírse el amor./ Cantarán nuestros hijos: “Una inmensa tarea/ hicieron nuestros padres trabajando hasta el fin”/ […]/ Es preciso inclinarse y erguirse sin descanso». Y en el poema El nacimiento de los confesores, otra vez Rilke: «El mundo está repleto/ de energías ocultas, con audacia/ yo las estoy nombrando». Otra referencia que acude a la memoria del lector es T. S. Eliot, por su tono antisentimental y por la incorporación de los coros clásicos a la intimidad de la lírica.
También nos recuerda a cierto Luis Rosales cuando opta por un verso filosófico de tono sentencioso y aire simbolista: «No penetres en ti mismo/ más que lo suficiente para conocer tu orgullo/ −eso es la humildad». O más adelante: «La mirada del alma es la palabra».
Karol Wojtyla fue un poeta auténtico, a pesar de las tremendas demandas de su apasionante biografía. Lo que no deja de ser otra lección poética. Porque la impresión que se trasluce de la lectura de sus poemas es que solo se ha permitido escribir poesía a raptos de inspiración, más aún, a golpes de fervor religioso. Eso explicaría también la ausencia del humor, tan frecuente en la poesía polaca de un Milosz, de una Szymborska o de un Jan Twardowsky, sobre todo. Nos consta que era un hombre de un formidable sentido del humor, pero la poesía la reservaba para los momentos más solemnes.
Karol Wojtyla, El nacimiento de los confesores
En cambio, otras dos tradiciones de la poesía polaca tienen un enorme peso en su obra. El teatro rapsódico, que tanto practicó en su juventud, su otra gran vocación artística, se deja sentir en la cantidad de poemas que son monólogos dramáticos (la Magdalena, el Cirineo…). En segundo lugar, la concepción de la poesía y la literatura como un elemento esencial de la vida espiritual de un pueblo. El patriotismo es el segundo gran tema de su poesía.
Solo destaca más la poesía religiosa. El poeta Wojtyla da vueltas alrededor del misterio para dejarse abrazar por él, alcanzando intensos momentos místicos: «Fuera de Ti, carezco de existencia». O «Quieres un corazón a imagen suya/ para que no puedan robarte su presencia».
En Canción sobre el Dios oculto, canta a la Eucaristía: «El Amor me lo ha aclarado todo,/ el Amor me lo ha solucionado todo./ …/ y en este silencio siento la inclinación de Dios». Nos regala una imagen de la comunión que me acompaña y conmueve desde que la leí: «Sangre que en la nieve se hunde», a la que sigue este ruego: «No rechaces, Señor, este asombro que desde mi frialdad brota». Esa, exactamente, era la fuerza de la poesía que necesitamos tanto nosotros, el mundo y la Iglesia.
Enrique García-Máiquez, en eldebatedehoy.es.
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