Quizá es el momento para reflexionar un poco sobre cómo es nuestra amabilidad con las personas con quienes convivimos, con quienes nos cruzamos
Nos hemos quedado sin sonrisas. Así, como el que no quiere la cosa, llegó el virus, nos tapó la boca y nos dejó sin la amabilidad del gesto. Quizá no nos dimos cuenta nunca de este detalle. Vas por la calle y, si estás en tu barrio, como el que no quiere la cosa, como lo más natural, saludas a Marino, el trabajador de la gasolinera, del otro lado de la calle, que te sonríe de oreja a oreja, y pasas junto al quiosco y haces un pequeño gesto de amabilidad, que lleva consigo una leve sonrisa, a la quiosquera. Y te encuentras con Airedín, el rumano de la esquina pidiendo limosna, y le das algo o no, pero la sonrisa suya y la mía que no quede.
En todo caso hay que ser cautos. Puede ocurrir que venga alguien de frente con una sonrisa espléndida y en lo que estás dilucidando quien es la persona que me sonríe, te das cuenta de que no es para ti, está sonriendo al del pinganillo, o sea a quien no está allí, pero le oye.
Pero ahora todos son zombis. Hacen lo mismo de siempre, hago lo mismo de siempre, pero no hay sonrisas. Las han borrado. Imagínate la típica foto familiar en una fiesta, donde están varios conocidos sonriendo a la cámara, ya no te digo si llevan una copa en la mano, y lo que llena la foto son las sonrisas. Y vas y las pintas de blanco. Es otra cosa, ya no trasciende la alegría de la fiesta.
Ahora vamos por la calle y parece que todos están tristes. Nos hemos hecho a la idea de que están preocupados por la pandemia, y van errantes por la vida, al super o a la farmacia. Sin embargo, no tenemos ni idea de si están alegres o afligidos. Nada se trasluce. No podemos ir a consolar a la vecina tan cariacontecida, porque quizá lo único que le pasa es que lleva mascarilla. Hombre, un poco preocupados por lo que vendrá después ya estamos. Pero con una sonrisa se suavizaría todo. Un leve gesto de los labios suaviza las preocupaciones.
O si viene hacia ti una joven con la capucha del chubasquero puesta bien cerrada −llueve−, la mascarilla y las gafas totalmente empañadas. O sea, cristales blancos. Imagínatelo. Me ha pasado. Para salir corriendo.
Quizá al estar escondidos tras ese artilugio blanco o de colores poco lúcidos, hemos reflexionado sobre el valor tan grande de la sonrisa. Lo expresa bien Lovasik, en su memorable libro sobre la amabilidad: “Una sonrisa cuesta poco y hace mucho. Enriquece a quienes la reciben y a ti no te hace más pobre. Aporta felicidad al hogar y fomenta benevolencia entre los hombres. Es un descanso para el fatigado, luz para el abatido, un rayo de sol para el triste y el mejor remedio de la naturaleza contra las preocupaciones” (p. 59). De esto ya no tenemos.
Quizá es el momento para reflexionar un poco sobre cómo es nuestra amabilidad con las personas con quienes convivimos, con quienes nos cruzamos. Porque a veces estamos tan preocupados por el trabajo, por la familia, por salud, que no te das cuenta del careto lúgubre que llevas por la vida. Por eso es recomendable mirarse alguna vez al espejo, cuando vas a salir de casa, para ver que ven los otros. No sea que no te des cuenta y estés de susto.
“La sonrisa es uno de los mejores medios de que dispone la naturaleza para hacer felices a los demás. Entre los rasgos más atractivos del carácter de alguien está esa sonrisa cálida y sincera que nace de dentro” (p. 59). Ahora de esto no tenemos. Y al echarlas en falta puede ser la ocasión de reflexionar sobre el tema y valorarlas.