Dios nos ha manifestado amorosamente su propia intimidad, para que mejor podamos conocerle y amarle, en una profundización personal y eclesial cuyo horizonte no tiene límites
Los cristianos hemos sido bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 19). Decimos en el nombre, en singular, porque hay un solo Dios, a la vez que mencionamos a las Tres Personas que hay en Él. Este misterio de la Santísima Trinidad es el primero y principal de la fe, y también de la vida cristiana. Nos descubre la realidad de la vida de Dios en Sí mismo, a la vez que se manifiesta en la Economía divina, es decir en la realización del plan salvador de Dios con respecto a los hombres (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 236). Es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los “misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto” (Conc. VATICANO I).
La invocación de Dios como Padre es conocida en numerosas religiones. En Israel, a través del Antiguo Testamento Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo, y también en razón de la Alianza con su Pueblo y su especial protección de los débiles y necesitados (cf. Catecismo..., n. 238). Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento la paternidad divina aparece como la fuente perfecta de la paternidad y de la maternidad humanas (cf. Catecismo..., n. 239).
Pero es Jesucristo quien nos revela a Dios como Padre en un sentido nuevo: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mateo 11, 27). El Hijo es “la imagen de Dios invisible” (Colosenses 1, 15), “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” (Hebreos 1, 3). El Concilio de Nicea del año 325 declaró que el Hijo es consubstancial al Padre (un solo Dios con Él). El Concilio de Constantinopla del año 381 añadió: “Hijo Único de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre”.
A su vez será la Tercera Persona divina, el Espíritu Santo, quien según la promesa de Cristo manifestará al Padre y al Hijo, para conducir a los discípulos “hasta la verdad completa” (Juan 16, 13). “El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Juan 7, 39), revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad” (Catecismo..., n. 243). La fe apostólica fue así también confesada en el Concilio de Constantinopla del 381: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre”. Y que “con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. La tradición latina del Credo explicitó que el Espíritu “procede del Padre y del Hijo”.
La revelación trinitaria ha sido, pues, paulatina, y en ella Dios nos ha manifestado amorosamente su propia intimidad, para que mejor podamos conocerle y amarle, en una profundización personal y eclesial cuyo horizonte no tiene límites.