“Segregar es que nuestros hijos se conviertan en un mueble más en una esquina de una clase cualquiera…”
Lucas tiene 5 años y estudia en un colegio de educación especial. Es uno de los 37.000 niños con nombres, apellidos y una discapacidad intelectual cuyos padres consideran que sus necesidades propias requieren colegios específicos. En su casa sueñan con que hable, sea autónomo y feliz, pero el Ministerio de Educación −en sintonía con la ONU− apuesta por cerrar la mayoría de estas aulas antes de 2030. En pleno caos del coronavirus, avanza el trámite parlamentario de la octava ley educativa de la democracia. Según Celaá, no son prisas. Según los padres, ni son formas, ni es urgente.
Lucas cumplió el sábado 5 años y está con su hermano mayor viendo la tele. El pequeño está en la siesta y sus padres han encontrado “un momento Nescafé” para hablar con calma. El clima es este: un país entre mascarillas, tablas de horarios para salir a la calle, teletrabajos, clases de apoyo, deberes de los hijos, aire justo, incertidumbres laborales, angustias sociales, pérdidas irreparables. Y en la casa de Luis, además, está Lucas, que es “un chaval estupendo” con los años de una mano abierta, que tiene Síndrome de Down, y al que, quizás, los días del coronavirus le roben también su colegio para siempre.
Luis y su mujer llevan un lustro con sus velas y sus apagones: guardería, clases de atención temprana, fisioterapia, logopedas, primeros pasos, primera sonrisa, primer batacazo, primera carrera, primer paseo en bicicleta, clases de natación, búsqueda del colegio más adecuado, un hermano mayor, un hermano pequeño, su casa, sus trabajos, sus cosas.
Lucas anda, corre, nada, y se vuelve loco cuando toca salir al balcón a las 20.00 para aplaudir a los que se han dejado la piel en esta pandemia. Todavía no habla, porque cada uno de los más de 250.000 niños con discapacidad intelectual escolarizados en España tienen su ritmo. Dice “mamá” y “papá”, pero todavía no expresa con palabras los “te quiero”.
En su peregrinación por las aulas más adecuadas, Luis y su mujer dieron con la tecla hace justo un año: colegio María Corredentora, barrio de Canillejas, Madrid. Más de 70 primaveras de experiencia en la educación especial. Uno de las más de 470 escuelas con duende repartidas por España con matrícula de honor por el desempeño de muchos maestros con mayúsculas. Están encantados con sus profesores, que estos días le han enviado el material para seguir tele-aprendiendo en casa. Sus cuadernos, fichas personalizadas con su foto. Esto es el pelo. Esto es un pie. Señala dónde están los dedos. Pinta y colorea tu propia aventura diseñada para ti.
Luis y su mujer saben que Lucas nunca sabrá inglés ni podrá enfrentarse a las derivadas, y por eso son de ese 15% de padres de niños con necesidades educativas especiales que piensan que sus hijos están mejor atendidos en un colegio al caso que en unas aulas para alumnos “neurotípicos”. Aspiran a que hable, a que sea autónomo, a que sea feliz. Buscan que le traten como a un niño con nombres y apellidos, sin dejar que su identidad se deslice por las rendijas de una estadística fría donde cada historia se convierte en masa cuando la discapacidad se aborda sin capacidad de interiorizar sus fronteras. A partir de ahí, cada progreso será una alegría añadida.
Cuando Lucas vaya pasando de curso “no por su edad, sino por sus capacidades”, irá aprendiendo cómo funciona el dinero, cómo se viaja en metro, cómo se evita un engaño, cómo se va y se viene por la vida con la mayor normalidad posible. Seguramente, en el trayecto aprenderá a hablar bien, a dar las gracias a sus padres, a sus hermanos y a sus profesores. Y seguramente mirará al futuro con menos miedo a estar en medio de una sociedad donde algunos, quizás, le miran diferente mientras él solo quiere desbordar felicidad.
Lucas es “un luchador”, como sus padres, que entienden perfectamente que el 85% de las familias de niños con discapacidad intelectual hayan optado por una educación ordinaria, pero ellos tienen sus razones pedagógicas para apostar por otro modelo educativo del que, según Luis, “el Ministerio de Educación debería presumir”. Pero la cosa es que no. La cuestión es que, durante los últimos dos años entre la ONU, el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi) e Isabel Celaá han puesto la educación especial en el blanco de la diana mirando al limbo, y entonces él y centenares de padres más han tenido que montar la Plataforma Educación Inclusiva Sí, Especial TAMBIÉN. Un David contra Goliat. Un duelo con hondas de leyes y globos sondas. Y en medio de una batalla montada donde todo eran colegios llenos y en paz, están Lucas con su Síndrome de Down; Jaime, con su autismo; y Lucía, con su parálisis cerebral. Y unos padres que no se desaniman.
En el coletazo final del curso más raro para todos los españoles en edad escolar por culpa de la pandemia, el trámite de la octava reforma educativa de la democracia sigue adelante sin mascarillas, y Luis teme que esa norma será la forma de dar un cerrojazo a los colegios de educación especial que les dan la vida. Porque la ONU, el Cermi y el Ministerio consideran que la mejor manera de educar a Lucas, a Jaime o a Lucía es el aula fría, la clase con todos, y no hay mucho más que hablar. “Nos dicen que los colegios de educación especial son guetos donde segregamos a nuestros hijos. No. Segregar es que nuestros hijos se conviertan en un mueble más en una esquina de una clase cualquiera. Muchos chavales con discapacidad intelectual que estudian en colegios ordinarios se sienten desplazados y sin amigos. Pocos compañeros les invitan a sus cumpleaños, y no por maldad, es solo que los niños se juntan cuando comparten intereses”.
Desde el confinamiento y sin muchas posibilidades de dar la cara en directo, Luis dice que “somos nosotros los primeros que queremos que nuestros hijos se integren lo mejor posible en la sociedad, pero cuando mi hijo tenga 10 años le seguirá gustando Pepa Pig, no entenderá los juegos, ni pillará ningún chiste. Él se integrará bien entre los niños como él, y se harán amigos, y esas amistades durarán para siempre”. El amparo de Luis no está en la libertad de los padres para elegir el colegio que quieran para sus hijos, “sino en mi obligación de ofrecerle la educación más acorde a sus circunstancias”. Pero esa realidad que ve Luis desde que nació Lucas no encuentra acomodo en las resoluciones de la ONU, en las recomendaciones del Cermi, ni en las leyes del Ministerio de Educación.
Luis mismo se ha sentado con Isabel Celaá, ha expuesto los argumentos de la plataforma, ha recibido un veremos, y cuando ha visto que en mitad del bollo del coronavirus la maquinaria mantiene en el horno de cocción rápida una ley que necesita diálogo y consenso, entonces ha puesto los ojos en blanco, como preparado para una puñalada por la espalda, porque no quiere que la lluvia de corazones verdes que representan esta pelea se la lleve, también, la corriente del coronavirus en un estado de alarma. “Nos sentimos engañados por el Gobierno y por el PSOE. No entienden que, igual que a los pacientes de una UCI no se les agrupa por la enfermedad, sino por las necesidades urgentes de cada uno, nuestros hijos requieren colegios que se centren en el gap real que existe entre sus capacidades y sus necesidades”. Por decirlo de alguna manera: Lucas y los otros 37.000 niños que estudian en colegios de educación especial tienen condicionado su futuro a la educación que reciben. Por sus circunstancias, necesitan “centros de alto rendimiento donde no sean un porcentaje o una ratio, sino niños con esperanzas”.
A Luis le encantaría dedicar este tiempo de batalla contra Goliat a sus hijos, pero no hay manera, ni siquiera en mitad de una pandemia. Piensa que el Ministerio ha planteado esta eutanasia educativa “como una pelea ideológica sin argumentos pedagógicos”. “En esta plataforma hay jueces, maestros y barrenderos. Hay personas de todas las ideologías, porque la discapacidad intelectual no diferencia por clase, condición o barrio. Una discapacidad intelectual es lo más democrático que existe. Y todos estamos en contra de una decisión política que puede lastrar el futuro de nuestros hijos por no escuchar a los padres a tiempo”.
La Ley Celaá está sobre la mesa, con la presión de los datos nacionales de inclusión de personas con discapacidad, que apenas han progresado a estas alturas del siglo. Hace año y medio se redactó el borrador y el texto continúa su trámite sin frenos de pandemia. Hasta el 6 de mayo se podrán presentar enmiendas. Según Luis, PP, Ciudadanos, y Vox apoyan sus propuestas. PNV y ERC “tienen dudas, e incluso dentro del PSOE hay algunas personas que no comparten del todo la decisión del Ministerio”. Aunque el confinamiento impide salir a la calle, las redes sociales son la vía para la queja, entre corazones verdes y la petición a Celaá para que tenga en cuenta el deseo de los padres que están en primera línea de lo que consideran un precipicio inminente.
En el borrador de la octava norma educativa de la democracia todo el embrollo está en la disposición adicional cuarta sobre la “evolución de la escolarización del alumnado con necesidades educativas especiales”. Allí se dice que “el Gobierno, en colaboración con las administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de 10 años, de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas y en cumplimiento del cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad”.
La ‘Ley Celaá’ prevé acabar con los colegios especiales en 10 años y dotar a las escuelas ordinarias de medios para que puedan absorber a los niños con discapacidad intelectual, pero, según Luis, la memoria económica presentada el sábado no propone más recursos
El texto del Proyecto de Ley confirma que “las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios”. La propuesta legal incluyó el sábado la memoria económica y Luis y la Plataforma Inclusiva Sí, Especial TAMBIÉN creen que “queda claro que no dotará de más recursos a los centros ordinarios para atender a los nuevos alumnos”, aunque el Ministerio de Educación, en nota de prensa del pasado 28 de abril, lo “desmiente rotundamente”.
En sentido literal, el borrador de la norma se apoya en las recomendaciones al por mayor de la ONU y en los objetivos de desarrollo sostenible que marca la Agenda 2030, en manos del vicepresidente segundo, Pablo Iglesias. En sentido literal, el texto se compromete a dar respuesta a las necesidades más específicas de cada alumno y a apoyar a los centros ordinarios para mejorar la calidad de la inclusividad. En sentido literal, el proyecto pone la mano en el fuego para continuar respaldando a los centros de educación especial en la escolarización de niñas y niños con necesidades muy especiales y para servir de referencia a los colegios ordinarios que asumirán el reto de integrarles en sus aulas. En negro sobre blanco, la norma debería ser un puente, pero la desconfianza de las familias afectadas en las palabras oficiales y los sentidos literales de los textos normativos, como destaca Luis, es nula, porque “abre la puerta a vaciar los colegios de educación especial y esa puerta abierta, en la que los padres no podremos decidir a la hora de escolarizar, es la que nos preocupa”.
El caso es que Lucas está ahí viendo la tele en estos primeros días de desescalada. Ajeno a lo que sus padres promueven con ahínco y a lo que Celaá consume de cara al nuevo curso. En 2025 el hijo mediano de Luis cumplirá 10 años y sus padres esperan que hable bien, que tenga muchos amigos y que disfrute de “una gran autonomía personal”, feliz e “integrado en la sociedad en la que vive”. Dentro de 10 años, cuando la Ley Celaá alcance su presunto objetivo, y Lucas tenga 15, veremos. Lo que ni Luis ni los padres de los 37.000 niñas y niños con discapacidad intelectual que están dando esta batalla quieren es haber perdido una década clave en la educación de sus hijos entre leyes con agujeros de interpretación que manden sus esfuerzos a un confinamiento inútil. Porque, entonces, ni la ONU, ni la Agenda 2030, ni el Ministerio de Educación −instituciones que cambian, organismos sin manos− podrán ayudarles a recuperar el tiempo perdido entre 37.000 sueños rotos.
Álvaro Sánchez León, en elconfidencialdigital.com.
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