Vestido con los ornamentos rojos que simbolizan sangre derramada, el Papa se postró en el suelo durante unos instantes
La contemplación de la Pasión de Cristo es fundamental en el Viernes Santo y por eso la liturgia es una de las más silenciosas.
Tras la liturgia de la Palabra, el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa reflexionó sobre el sentido del sufrimiento en el contexto actual de pandemia.
"Dios participa en nuestro dolor para vencerlo", y en medio de tanto sufrimiento causado por esta pandemia, "es aliado nuestro, no del virus". Son las palabras del Padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia, en la homilía de la celebración de la Pasión del Señor, presidida por el Papa Francisco en la Basílica de San Pedro. El fraile capuchino lanzó un mensaje contundente: "No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Construyamos una vida más fraterna, más humana y más cristiana".
San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit (Moralia in Job, XX, 1), es decir, crece con quienes la leen, expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito—, un grito que se eleva desde toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la Palabra de Dios le da.
Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes, o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo, nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: “Yo soy inocente de la sangre de este hombre” (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que pos sus causas. ¿Y cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? Nos lo dice Pablo: “justificados por la fe, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna” (cfr. Rm 5,1-5).
Pero hay un efecto que la situación actual nos ayuda a captar de modo particular: la cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano, de todo sufrimiento físico y moral. Ya no es un castigo o una maldición; ha sido redimida en su raíz desde que el Hijo de Dios la tomó sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti la misma copa. Así lo hizo Dios: en la cruz bebió delante del mundo el cáliz del dolor hasta las heces. Así demostró que no estaba envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él.
Y no solo el dolor de quien tiene fe, sino de todo dolor humano: Él murió por todos. “Cuando sea levantado sobre la tierra —había dicho— atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32), todos, no solo algunos. “Sufrir —escribió San Juan Pablo II desde su cama del hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo” (Salvifici doloris, 23). Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de “sacramento universal de salvación” para el género humano.
¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No solo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos, que solo una observación más atenta nos ayuda a captar. La pandemia del coronavirus nos ha despertado bruscamente del mayor peligro que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del “delirio de omnipotencia”. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido rabino judío— de celebra este año un especial éxodo pascual, “salir del exilio de la conciencia” (Alon Goshen-Gottstein). Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. “El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen” (Sal 49,21). ¡Cuánta verdad hay en estas palabras!
Mientras pintaba el fresco de la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en cierto momento se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se dio cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de alerta solo habría acelerado el desastre y, sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en mitad del fresco. El maestro, estupefacto, dio un paso hacia delante. Su obra se estropeó, pero él estaba a salvo.
Así actúa a veces Dios con nosotros, trastoca nuestros proyectos y nuestra tranquilidad para salvarnos del abismo que no vemos. Pero, ¡atentos a no engañarnos! No es Dios quien ha mandado el coronavirus, quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! “Tengo proyectos de paz, no de aflicción” (Jer 29,11), nos dice Él mismo en la Biblia. Si estos flagelos fueran castigos de Dios no se explicaría porqué se abaten por igual sobre buenos y malos, ni porqué los pobres son habitualmente los que más sufren sus consecuencias. ¿Acaso son ellos más pecadores que otros?
No. El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy sobre el flagelo que ha caído sobre la humanidad. ¡Sí, Dios sufre, como todo padre y toda madre! Cuando un día lo descubramos, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra Él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. “Siendo supremamente bueno Dios —escribe San Agustín— no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno para sacar del mal mismo el bien” (Enchiridion, 11,3. PL 40, 236).
¿Acaso Dios Padre quiso la muerte de su Hijo para sacar un bien de ella? No, simplemente permitió que la libertad humana siguiera su curso haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto sirve también para los males naturales, como os terremotos y las pestes. No los suscita Él; Él ha dado también a la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente sin duda de la libertad moral del hombre, pero sí una forma de libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No creó el mundo como un reloj programado de antemano para cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, pero que la Biblia, en cambio, llama “sabiduría creativa” de Dios.
El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los hombres de todas las naciones se han sentido tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de nuestro poeta: “¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el misterio” (G. Pascoli, Los dos niños). Nos hemos olvidado de los muros que íbamos a construir, el virus no conoce fronteras, en un instante ha derribado todas las barreras y distinciones de raza, de religión, de sentido de poder… No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre, no debemos desaprovechar esta ocasión; no hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte del personal sanitario haya sido en vano. ¡Esa es la recesión que más debemos temer!
“De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas, no alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán más para la guerra” (Is 2,4). Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera armamentista, gritadlo con todas vuestra fuerzas jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de la creación. Dejemos a la generación que venga un mundo, si es necesario, más pobre de cosas y de dinero, pero más rico en humanidad.
La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: ¡gritar a Dios! Es Él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces palabras duras, casi de acusación: “¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda, sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!” (Sal 44,24-27). “¿Señor, no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas —explica Santo Tomás de Aquino— que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, como compartiendo con sus criaturas el mérito del beneficio recibido (cfr. S.Th. II-II, q.83, a.2). Es Él quien nos impulsa a hacerlo: “Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Cuando en el desierto los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un palo una serpiente de bronce y quien la mirara no moriría. Jesús se apropió de ese símbolo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre para que rodo aquel que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). También nosotros en este momento somos mordidos por una venenosa e invisible serpiente: miremos a Aquel que fue levantado por nosotros en la cruz. Adorémoslo en esta Basílica vacía, por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere, y si muere será para entrar en una vida eterna.
“Después de tres días resucitaré” (cfr. Mt 9,31), predijo Jesús. También nosotros, después de estos días, que esperemos sean breves, nos levantaremos y saldremos de las tumbas en que se han convertido nuestras casas, no para volver a la vida anterior, como Lázaro, sino para una vida nueva, como Jesús, una vida más fraterna, más humana, más cristiana.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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