Seguramente también nos hace sufrir de forma especial no poder acompañar a nuestros seres queridos, quizá necesitados de compañía y calor de hogar
El pasaje de Jesús con Natanael puede ayudarnos a proporcionarles la compañía y el auxilio espiritual que necesitan.
Natanael descubrió al Mesías porque sintió su silenciosa e íntima "compañía" debajo de la higuera. No sabemos qué hacía allí y el Espíritu Santo no ha considerado necesario que lo conozcamos. En este momento, nos duele la soledad de muchas personas enfermas en los hospitales o en sus hogares. También hay muchas que están sanas pero solas. Se nos hace a veces insoportable no poder acompañarlas.
Sin embargo, en Cristo llegamos hasta el último rincón del planeta, hasta la última cama de un hospital improvisado, hasta lo más profundo de un corazón abandonado. Con Él somos capaces de dar calor, luz y cariño a cualquier alma que está aislada.
Un confinamiento como el que vivimos en gran parte del mundo nos regala muchas situaciones que podemos ofrecer a Jesús porque nos causan dolor: no poder comulgar, ni confesarnos, ni salir... Esos “sacrificios” no son indiferentes para Jesús. «“Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados»[1].
Seguramente también nos hace sufrir de forma especial no poder acompañar a nuestros seres queridos, quizá necesitados de compañía y calor de hogar: una abuela, un hermano, una hija, un enfermo, un mendigo, un fiel que necesita confesarse o recibir la Unción, el Viático. En nuestro corazón pugnan sentimientos muy encontrados: la conciencia de que nuestro deber es quedarnos en casa; el deseo de cuidarlos, de abrazarlos, de hacer que se sientan queridos; la duda sobre cómo se sentirán, sobre todo si están solos.
Hay un caso especialmente doloroso: el de los enfermos de COVID-19. La necesidad de su aislamiento hace que pasen esta enfermedad acompañados únicamente por los equipos sanitarios. Estos profesionales, debido a la gran demanda de sus servicios y al tipo de enfermedad, muchas veces no pueden atender con todo el sosiego y cariño que desearían a sus pacientes. En algunos casos más graves, solo es posible una breve visita final de despedida de los familiares más íntimos. Una mujer que ha vivido siempre unida a su marido no podrá acompañarle en estos días decisivos previos a su muerte. Los sacerdotes solo pueden atender a los fieles en el último momento y tienen dificultades para acompañar con dedicación a su grey, también a la que está sana, en esta hora difícil. Quizá una nieta no puede despedirse de su abuela, o una madre ve cómo se le escapa la vida de su hijo sin poder acariciarle.
Si estamos en esa o parecidas situaciones, nos encantaría acompañar a nuestros amigos, familiares o conocidos. Por otro lado, tenemos que compaginar esa angustia con la abundancia de tiempo en nuestro propio confinamiento. Esta circunstancia hace más fácil que la imaginación revuelva una y otra vez el dolor que la situación nos causa. No sería extraño que nos asaltasen dudas sobre si estamos haciendo todo lo posible. Podemos llegar incluso a inquietarnos, pensando que nos mueve la comodidad o el miedo. Por todo ello, puede resultarnos tan dura la decisión de permanecer en casa como la de aventurarnos a acompañarlos en estas circunstancias excepcionales. Será la conciencia de cada uno, auxiliada por la gracia, la que nos ayude a decidir si el riesgo de contagiar o contagiarse es proporcionado a la urgencia de dicha atención. Muchas veces la decisión ya está tomada, porque las autoridades sanitarias o civiles no permiten la opción. Sin embargo, hay algo que está al alcance de todos en esta situación y que puede tener también un valor no pequeño, además de llenarnos de paz.
De algún modo Jesús estaba debajo de la higuera, aunque físicamente Natanael se cuidó mucho de comprobar que no había nadie observándole. El momento presente es una ocasión magnífica para acompañarnos con la Comunión de los Santos. Natanael se convenció de que Jesús era el Mesías porque, a posteriori, supo que le había acompañado en ese momento de su vida: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). Mucha gente necesita ahora que Jesús se haga presente debajo de su higuera. Nosotros, con la gracia, podemos ayudar a Cristo a llegar a esos lugares recónditos, «ya que en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Si vivimos su vida, el confinamiento no nos aislará. Aunque no podamos estar presentes físicamente, las personas que queremos sentirán la presencia del Salvador junto a ellas.
San Josemaría tenía una conciencia muy viva de que la distancia y la separación no eran obstáculos para acompañar a sus hijos en situaciones especiales. A sus hijas de México les escribía: «Ya sabéis que, desde lejos, os acompaño siempre»[2]. A sus hijos de Australia, en la otra punta del mundo, les confiaba: «¡Cuánta compañía os hago, desde aquí!»[3]. Como nosotros en esta situación que vivimos, también él expresa con matices muy gráficos el estado de su alma: «Paco: ¿no ves que el pobre abuelo −así se refería a sí mismo en sus cartas durante la contienda civil, para eludir los peligros de la censura de guerra−, preocupado con sus peques, está en carne viva?»[4]. El aislamiento de seres queridos puede ser mucho más duro para nosotros que el nuestro. Ofrecer a Dios nuestro sufrimiento por ellos ya es un comienzo de solución.
En esta misión no hay aliados tan eficaces como los Ángeles custodios. Son cómplices muy interesados en el asalto que queremos hacer al confinamiento de esas personas queridas. No nos duele nuestro aislamiento sino su soledad. Cuando Jesús escucha a Natanael su confesión, le responde abriéndole horizontes: «¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás» (Jn 1,50). Y llenando de solemnidad los signos que va a anunciar les confía: «En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1,51).
Jesús afirma que su presencia debajo de la higuera es un signo menor comparado con la acción de los ángeles en su vida y en la de sus futuros discípulos. Ambas son invisibles pero no por eso menos reales. Es nuestra fe la que se pone en juego en estos momentos de oscuridad. La mediación divina tiene muchos canales e instrumentos. Nosotros somos uno de ellos, pero Dios puede actuar por un medio más sutil y eficaz como son sus ángeles.
En una ocasión san Josemaría se enteró de una situación complicada por la que atravesaban dos hijos suyos. Debían hospedarse en una pensión con un ambiente nada recomendable. Uno de ellos hablaba eufemísticamente de un “vecindario peligroso”. El diario de aquellos días ahonda en la naturaleza del peligro: «En esta casa, como es natural, hay su correspondiente rebaño de “vulpes levantinas”»[5]. San Josemaría, pasados los meses, redactaría en Burgos un punto de Camino que hace referencia a esa situación: «¿Que hay en ese ambiente muchas ocasiones de torcerse? −Bueno. Pero, ¿acaso no hay también Custodios?»[6]. Bien podemos servirnos nosotros de esas unidades especiales del ejército divino para acompañar a nuestros seres queridos y proporcionarles el calor de la compañía y el auxilio espiritual que necesitan.
* * *
La Reina de los Ángeles, a quien no pueden negarle nada, es también la Puerta del Cielo. Jesús no quiso privarse de su Madre en el Calvario. Nuestra fe nos asegura que a ningún enfermo o persona que sufra en estos momentos le ha de faltar esa caricia maternal. Nunca la necesitamos tanto como en la soledad del último paso hacia la Vida eterna, hacia el Corazón de su Hijo.
Diego Zalbidea, en opusdei.org.
[1] Francisco, Homilía 27-III-2020
[2] Carta a sus hijas de México, desde Roma, 20-VI-1950 (AGP, serie A.3.4, 500620-7).
[3] Carta a sus hijos de Australia, desde Roma, 8-IV-1964 (AGP, serie A.3.4, 640408-1).
[4] Carta a sus hijos de Valencia, 25-VII-1937 (AGP, serie A.3.4, 370725-3).
[5] Diario del paso de los Pirineos, días 6 y 7 de octubre de 1937 (Juan Jiménez Vargas), p. 2.
[6] Camino, n. 566.
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