“Los niños son, creo, la prueba de que no estamos hechos para los planes sino para vivir amando y siendo amados. Solo así la actualidad cobra sentido y el presente no se derrumba”
Mis hijos no dejan de sorprenderme. Durante el confinamiento no hay pronunciado una sola queja; al contrario que nosotros, los adultos. Aceptan la situación porque la verdadera normalidad de un niño es su familia. He observado que un niño, mientras se desarrolla en un entorno amoroso –que no perfecto− no ambiciona mucho más. Mis hijos, como tantos niños, aceptan esta vida con menos luz, sin cielo, con el único parque de sus juguetes.
Recuerdo otra cuarentena más larga, en un hospital. El cáncer de mi hijo mayor nos obligó a vivir en la planta de oncología infantil durante dos años. Tampoco en esas circunstancias se quejó. Con dos, tres y cuatro años. Aquellos niños calvos exhibían una docilidad escandalosa, no pataleaban. Y aquella actitud discipular, tan lejos de la murmuración adulta, fue una lección imborrable para mí. Ahora vuelvo a ver esa misma aceptación en él y sus hermanos. Es sorprendente. Una aceptación que no es conformismo sino auténtica conformidad. El niño y el árbol se parecen: aceptan cada día como viene y no fantasean con lo que sucederá. Su ocupación es lo que está sucediendo.
Nos bastáis vosotros, dicen. Y además lo dicen sin palabras, con el lenguaje de los sabios: las obras. La vida se trata de un regreso a esta sabiduría milenaria que los niños ostentan sin esfuerzo, volcados en el presente que nosotros desatendemos. Me conmueven mis hijos estos días, y a veces lloro a escondidas por todo lo que me dan sin pedir nada a cambio. Son señales de tráfico para mi alma, que a veces anda desorientada. Los niños son, creo, la prueba de que no estamos hechos para los planes sino para vivir amando y siendo amados. Solo así la actualidad cobra sentido y el presente no se derrumba.