Evangelio del Domingo de Ramos (Ciclo A) y comentario al evangelio de la Misa
Al acercarse a Jerusalén y llegar a Betfagé, junto al Monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles:
— Id a la aldea que tenéis enfrente y encontraréis enseguida un asna atada, con un borrico al lado; desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, le responderéis que el Señor los necesita y que enseguida los devolverá.
Esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por medio del Profeta:
Decid a la hija de Sión:
“Mira, tu Rey viene hacia ti
con mansedumbre, sentado sobre un asna,
sobre un borrico, hijo de animal de carga”.
Los discípulos marcharon e hicieron como Jesús les había ordenado. Trajeron el asna y el borrico, pusieron sobre ellos los mantos y él se montó encima. Una gran multitud extendió sus propios mantos por el camino; otros cortaban ramas de árboles y las echaban por el camino. Las multitudes que iban delante de él y las que seguían detrás gritaban diciendo:
— ¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Hosanna en las alturas!
Al entrar en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad y se preguntaban:
— ¿Quién es éste?
— Éste es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea — decía la multitud.
En esta escena se cumple lo escrito por el profeta Zacarías: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, hija de Jerusalén, mira, tu rey viene hacia ti, es justo y victorioso, montado sobre un asno, sobre un borrico, cría de asna” (Za 9,9). Es un rey de paz revestido de sencillez.
Este maravilloso pasaje del Evangelio habla con delicadeza de la humildad de Jesús, virtud que es inseparable del reconocimiento abierto de la verdad. No llega montado en un corcel brioso, sino en un asno modesto y tranquilo. Ahora bien, ¡es Rey!, y su dominio se extiende hasta los confines de la tierra (cf. Za 9,10). Lo que en las palabras del profeta sólo se vislumbraba como algo misterioso, se cumple plenamente en Jesús. Jesús es rey, y por eso entra así en Jerusalén, pero sin violencia, sin proclamar una insurrección contra los ejércitos romanos. Su autoridad brota de la sencillez, de la paz de Dios, la única fuente del poder salvador. San Josemaría, en una homilía sobre este pasaje señala que “cuando se acerca el momento de su Pasión, y Jesús quiere mostrar de un modo gráfico su realeza, entra triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico!”[1].
El beato Álvaro del Portillo rememoraba que san Josemaría “nos habló muchas veces de aquel pobre jumento, instrumento del triunfo de Jesús, en el que veía retratados a todos los cristianos que mediante un trabajo profesional bien hecho, realizado cara a Dios, procuran hacer presente a Cristo entre sus compañeros y amigos, llevándole en su vida y en sus obras por pueblos y ciudades, para que solo Dios sea glorificado”[2]. Y, continuando con sus recuerdos, hacía notar que “para que el borrico pudiera llevar al Señor (…) tuvo que ir un alma de apóstol a desatarlo del pesebre. Así nosotros debemos ir hacia esas almas que nos rodean, y que están esperando una mano de apóstol (…) que los desate del pesebre de las cosas mundanas, para que sean trono del Señor”[3].
Más adelante, el beato Álvaro hacía notar que “el Evangelio no nos dice el nombre de esos dos discípulos a quienes Jesús encargó que fueran a desatar al borrico, pero precisa en cambio que cumplieron con exactitud el mandato del Señor (…). La docilidad de estos hombres para atenerse exactamente a lo que se les había encargado, fue un requisito previo a la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, preludio a su vez del triunfo definitivo sobre el pecado que habría de obtener a los pocos días en el altar de la Cruz”[4].
“Una gran multitud extendió sus propios mantos por el camino” por donde había de pasar Jesús (v. 8) como gesto de entronización, propio de la dinastía davídica (cf. 2 R 9,13). También le daban la bienvenida con ramas de árboles mientras lo aclamaban con unas palabras del Salmo 118 que lo proclamaban como Mesías: “Bendito el que viene en Nombre del Señor” (Ps 118,26), a las que añadían un grito: “Hosanna”, que significa: “¡sálvanos! ¡ayúdanos!”. Su aclamación suena como alabanza jubilosa y explosión de esperanza en la pronta instauración del reino de David y, con esto, en la ansiada redención de Israel.
El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza así lo que hoy leemos en el Evangelio: “En el tiempo establecido, Jesús decide subir a Jerusalén para sufrir su Pasión, morir y resucitar. Como Rey-Mesías que manifiesta la venida del Reino, entra en la ciudad montado sobre un asno; y es acogido por los pequeños, cuya aclamación es recogida por el Sanctus de la Misa: ‘¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! (¡sálvanos!)’ (Mt 21, 9). Con la celebración de esta entrada en Jerusalén la liturgia de la Iglesia da inicio cada año a la Semana Santa”[5].
Fuente: opusdei.org.
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 103.
[2] Beato Álvaro del Portillo, Carta 1 de abril de 1992.
[3] San Josemaría, Notas de una conversación, 30-III-1947 (AGP, biblioteca, P01, IX-1982, p. 56) citado en Ibidem.
[4] Beato Álvaro del Portillo, Carta 1 de abril de 1992.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 111.
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