Quizá una parte de la herencia positiva que también nos va a dejar el coronavirus es justamente esa: el virus nos está ayudando a reinventar de forma creativa, generosa y con frecuencia heroica los modos de servir a los demás
Los novios es la gran novela italiana, un relato extenso y emblemático, como el Quijote en España o Los miserables en Francia. En sus muchas páginas se van hilvanando las peripecias de un puñado de personajes y se recrean a la vez la historia, las costumbres o el paisaje de un país que aún no existía oficialmente cuando transcurren los hechos. La novela exprime además todas las posibilidades del idioma: me contaron hace poco que, no habiendo en Italia una institución equivalente a la RAE, la gran obra de Manzoni es la medida del mejor uso del italiano, su metro de platino iridiado.
Viviendo en Roma, era casi obligado leer Los novios, un empeño gustoso que superó todas mis expectativas. La terminé unas semanas antes de que se desatara la pandemia. La novela es un ejercicio de documentación y de virtuosismo literario, pero sobre todo de humanidad. Contiene frases brillantes que estimulan la creatividad del lector («A escribir bien se aprende por envidia», que decía el gran Paco Sánchez) y reflexiones morales que le interpelan hondamente. Es la epopeya de la gente sencilla y buena de un pequeño pueblo próximo al lago de Como, la intrahistoria de Unamuno, ese refugio «impenetrable» de Victor Hugo donde «se arrastran confundidos los heridos y los que hieren, los que lloran y los que maldicen, los que ayunan y los que devoran, los que sufren el mal y los que lo cometen». La novela ofrece además un ejemplo elocuente de cómo funcionaban ¡ya en el siglo XVII! las teorías de la conspiración.
Son especialmente conmovedoras las páginas que Manzoni dedica a describir la epidemia de peste que azotó Milán entre 1629 y 1630. Según parece, la enfermedad la extendieron algunos soldados alemanes y causó la muerte a la mitad de la población: 65.000 de 130.000 personas. Como ahora, la rapidez y la extensión del contagio desbordaron las previsiones, la infraestructura y hasta la imaginación de los responsables de la ciudad. Se habilitó un lazareto para aislar a los enfermos, pero no era fácil encontrar personas dispuestas a atenderlo. Las autoridades acudieron finalmente a los capuchinos y uno de los personajes, el padre Felice, se puso al frente de aquel recinto de apestados donde algunos días llegaron a morir tres mil personas.
«El padre Felice −escribe Manzoni−, siempre fatigado y siempre solícito, daba vueltas de día, daba vueltas de noche, por los pórticos, por las estancias, por aquel vasto espacio interior […]. Animaba y regulaba todo; apaciguaba los tumultos, dirimía las querellas, amenazaba, castigaba, reprendía, confortaba, enjugaba y derramaba lágrimas. Se contagió, al principio, la peste; se curó y volvió a dedicarse, con nuevo aliento, a los cuidados de antes. Sus cofrades dejaron allí, la mayor parte, la vida, y todos con alegría».
Y añade una glosa sobre la gestión de aquella epidemia terrible que me ha parecido especialmente oportuna en este escenario tan insólito y tan complejo al que nos ha abocado el coronavirus: «Es prueba de una sociedad muy zafia y mal regulada, ver que aquéllos a quienes tocaba tan importante gobierno no supieron hacer otra cosa que cederlo, ni encontraron a quién cederlo sino a los hombres, por institución, más ajenos. Pero es, asimismo, prueba no innoble de la fuerza y la capacidad que la caridad puede dar en cualquier momento y cualquier orden de cosas, ver a estos hombres sostener tal cargo tan bravamente. Y fue hermoso, asimismo, que lo aceptasen sin otra razón que el no haber quien lo quisiera, sin otro fin que servir, sin otra esperanza en este mundo que una muerte mucho más envidiable que envidiada; fue hermoso, asimismo, que se les ofreciese solo porque era difícil y peligroso, y se suponía que el vigor y la sangre fría, tan necesarios y raros en aquellos tiempos, ellos debían de tenerlos».
Todo se reduce a un verbo: servir. Hoy el servicio no está especialmente de moda, pero sigue habiendo personas dispuestas a practicarlo: basta pensar en las enfermeras que se desviven a la cabecera de un enfermo aislado; o en los camioneros que abastecen las tiendas de alimentación sin imaginar que sus rutas solitarias y quizá inquietantes van a alegrar las mesas de muchas familias confinadas; o en los profesores que se multiplican frente a sus ordenadores para estimular a sus alumnos; o en los sacerdotes que se graban mientras celebran misa en sus parroquias vacías para que los fieles puedan seguir poniendo sobre el altar sus preocupaciones, sus deseos, sus necesidades.
Hace cuatro años, el papa Francisco propuso en la plaza de San Pedro algunas ideas para conjugar el verbo servir: «Quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: solo así dará verdaderamente fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios».
Estos días nos toca a todos hacer como el padre Felice de la novela de Manzoni, que se dejó la vida en una de esas «sorpresas cotidianas» de Dios. Puede que hoy, limitado por el confinamiento en un piso minúsculo de Milán, se hubiese dedicado a escribir mensajes animantes de WhatsApp o a rescatar algunas amistades que las prisas de la vida normal habían ido apagando o a montar tertulias insospechadas en el patio de vecinos. Quizá una parte de la herencia positiva que también nos va a dejar el coronavirus es justamente esa: el virus nos está ayudando a reinventar de forma creativa, generosa y con frecuencia heroica los modos de servir a los demás.