Afortunadamente, son constantes las manifestaciones de verdadera humanidad, los mensajes que en la tragedia nos hacen ver rostros y no solo números o curvas. No obstante, aún falta lo esencial, algo que solo puede empezar por cada uno de nosotros, para llevarlo después a la vida pública
Lo que estamos viviendo estos días, y viviremos aún semanas y quizá meses, es lo más parecido a una violenta y universal sacudida; como la sacudida provocada por un terremoto o un huracán, pero de alcance planetario. En medio de tanto dolor innegable, esta especie de convulsión está poniendo de manifiesto, a la vez, las fortalezas y las debilidades de toda una sociedad. Quizá especialmente de la sociedad que llamamos occidental, porqué ¿qué distintos son los mundos oriental y africano?, y ¿quién se acuerda de las 90.000 personas que el año pasado murieron en África por enfermedades epidémicas que en Europa tienen cura?
Lo mejor brilla, y al mismo tiempo se pone a prueba cada día −muchas veces hasta el límite−, en las personas que se hallan en los frentes de batalla de esta conmoción: los hospitales, las residencias de ancianos, las morgues y los cementerios, los puestos de trabajo que siguen con su actividad, los hogares angustiosamente confinados y los balcones que aplauden diariamente, las calles y carreteras cuya vigilancia y necesaria actividad es preciso mantener. Sin embargo, el frente decisivo queda fuera de nuestro alcance: el invisible interior de tantas personas que se apagan ante nuestros ojos y se despiden de este mundo.
Lo peor es, sin duda, que todo esto nos ha pillado muy desprevenidos. Está en boca de todos que no estábamos preparados para esta situación ni sanitariamente, ni económicamente, ni políticamente. Pero es más grave que no lo estuviéramos ni culturalmente, ni psicológicamente, ni moralmente. No; nuestra cultura del disfrute y bienestar, toda la caterva de profetas del transhumanismo o del hedonismo prácticamente inmortal, no nos ha preparado para sufrir.
En su lúcido ensayo El sentido del sufrimiento, de hace ya casi un siglo, Max Scheler recorre diferentes actitudes que históricamente se han propuesto para encarar el sufrimiento: su supresión desde el budismo, la huida hedonista, la lucha “heroica” contra él, el embotamiento hasta la apatía y, finalmente, el sentido que le da el cristianismo. Ni que decir tiene que entre nosotros cunden los tres planteamientos intermedios de esa serie; pues el budismo lo vemos como algo lejano y por eso extraño, y el cristianismo como algo cercano pero extrañamente desconocido. Se nos ha acostumbrado a huir del sufrimiento yendo en pos del placer, o a luchar contra él con las propias fuerzas a la manera de un semidiós; o bien, si todo lo anterior falla, a aceptar resignada e indolentemente la desgracia irremediable. Scheler desvela que estas actitudes están huecas y esconden, en último término desesperación y miedo al sufrimiento. Ni siquiera proporcionan una medicina para vivir con sentido el dolor sino ¡todo lo contrario!: aumentan el absurdo y han acabado por disminuir drásticamente nuestra capacidad de soportar cualquier sufrimiento.
Una adversidad como la que ahora padecemos trae todo este problema al primer plano −relegando, por cierto, innumerables pseudoproblemas que ocupaban torpe e incomprensiblemente nuestras mentes. Y vemos hoy reacciones de todo tipo: desde quienes no quieren ver la gravedad del mal que nos aflige, hasta quienes se desesperan hundiéndose en la impotencia y el sinsentido; desde un providencialismo ingenuo y carente de empatía, hasta un presuntuoso humanismo que se cree casi divino y que no renuncia a encontrar exclusivamente dentro de sí toda la energía necesaria para superar cualquier obstáculo que se le presente. La civilización occidental está desconcertada: su ideal moderno del control de la naturaleza −por miedo a su imprevisibilidad, apuntaba también Scheler− se viene abajo. Hemos levantado demasiado nuestra torre de Babel y ahora ceden los cimientos, los fundamentos mismos del progreso. Hemos descuidado pensar en el hombre, especialmente en los ancianos y más débiles, y ahora no sabemos si contar vidas o variables macroeconómicas…
Afortunadamente −esto hay que añadirlo a esa parte de lo mejor que está aflorando en estos días−, son constantes las manifestaciones de verdadera humanidad, los mensajes que en la tragedia nos hacen ver rostros y no solo números o curvas. No obstante, aún falta lo esencial, algo que solo puede empezar por cada uno de nosotros, para llevarlo después a la vida pública.
Eso esencial que falta me parece que son dos cosas. Empezando por la segunda, aprender de todo esto. Uno quisiera que esto hubiera que darlo por descontado, pero la historia se encarga de recordarnos que no es en absoluto evidente. Si volvemos la vista a otras situaciones análogas, lo más probable es que no aprendamos nada, que intentemos recobrar nuestro camino aplicando el menor número de correcciones posible. Por eso es importante no perderlo de vista y recordarlos de continuo (¿no es esta una de las tareas esenciales de la filosofía?). Y la primera, meditar con más hondura en el sentido del sufrimiento humano; en definitiva, en el ser humano. No somos ni meros organismos que disfrutan o padecen, viven o mueren sin más; ni semidioses independientes, autónomos e invulnerables. No somos ni puro sentimiento presa fácil de cualquier epidérmico entusiasmo o pánico; ni puros pensadores o calculadores fríos. Es cierto que somos capaces de fingir esos extremos inhumanos que no son sino huidas hacia ninguna parte, pero albergamos y somos asimismo una profundidad y riqueza que nada tiene que ver con la medianía o mediocridad, sino más bien con la serenidad y lucidez del corazón.
Scheler vio en el cristianismo una confirmación de un verdadero sentido del sufrimiento (y de la persona humana) que sin embargo se manifiesta de modo natural a todo aquel que quiera mirar dentro de sí y a los otros. Un sentido que tiene en cuenta la vida entera, su amplitud y su biografía, su estratificación emocional y su unidad de sentido, su identidad y su crecimiento, su individualidad y su comunión con los otros.
Hoy hay que curar. Pero también hay que pensar en la persona; y hay que aprender de la experiencia, aun dolorosa. Hoy hay que llorar, y el creyente puede además fijarse en cómo Jesús lloró ante Marta y María por la muerte de Lázaro; pero con lágrimas de compasión, no de desesperación (“no como esos otros que no tienen esperanza” según aconsejaba Pablo de Tarso a los de Tesalónica). Todos, creyentes y no creyentes, podemos pensar más, descubrir y experimentar mayores honduras de la persona en el amor mutuo. Afortunadamente −una vez más− abundan muestras de ello.