San Josemaría nos enseñó a cuidar las cosas pequeñas porque comprendía la capacidad del hombre de agradar a Dios con pequeños y casi minúsculos detalles realizados por amor
El 29 de diciembre de 1933, san Josemaría ultimaba la instalación de la Academia DYA. Le ayudaban ese día cuatro estudiantes: Manolo, Isidoro, Pepe y Ricardo. Una de las tareas que ejecutaron fue la instalación de una pizarra de 1,10 por 2 metros en una clase. Al día siguiente, anota en sus papeles la emoción que le embargó: «En cuanto colocaron el encerado en una clase, lo primero que escribieron los cuatro artistas fue: “Deo omnis gloria!” −toda la gloria para Dios. −Ya sé que te encantó, Jesús»[1].
En esas pocas palabras se vislumbra su gozo al contemplar esa simpática ocurrencia. Pero quizá hay algo más en aquel apunte y es la manera en que el fundador del Opus Dei comprendía nuestra capacidad de agradar a Dios con pequeños y casi minúsculos detalles. No es fácil entender cómo una acción tan insignificante de las criaturas pueda llegar así a su Creador.
Dios ha dicho que sus «delicias están con los hijos de los hombres» (Pr 8,31), que le encantamos. Si esa expresión de san Josemaría parece atrevida, es todavía más audaz cuando describe una convicción muy íntima: «Con la Fe y el Amor, somos capaces de chiflar a Dios, que se vuelve otra vez loco −ya fue loco en la Cruz, y es loco cada día en la Hostia−, mimándonos como un Padre a su hijo primogénito»[2]. Esta conciencia era algo habitual en su predicación: «Les hablé de Jesús chiflado, loco por nosotros»[3]. ¿Alguna vez habíamos llegado a imaginar una reacción divina de este calibre?
Al final de su primera carta pastoral, el prelado del Opus Dei pedía a Dios: «Haz, Señor, que desde la fe en tu Amor vivamos cada día con un amor siempre nuevo, en una alegre esperanza»[4]. ¿Qué puede unir a la alegría −algo de lo que todos hemos tenido experiencia− con las virtudes que nos acercan a Dios y nos son otorgadas por él? Santo Tomás de Aquino afirma que la felicidad «le corresponde a Dios en grado sumo» (S. Th. I-I, q. 26); nadie es tan feliz como él y desea disfrutar y compartir esa alegría con nosotros. Por eso, vivimos a la espera de la felicidad eterna y, al mismo tiempo, estamos ya alegres porque Dios nos concede participar aquí de su dicha.
Para adentrarnos en el misterio de la felicidad divina, puede servirnos contemplar una reacción de Jesús que nos narra san Marcos: «Sentado Jesús frente al gazofilacio, miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. Y al llegar una viuda pobre, echó dos monedas pequeñas, que hacen la cuarta parte del as» (Mc 12,41-42). Este insignificante detalle emocionó a nuestro Señor.
Las monedas de cobre retumbaban al caer en el gazofilacio, que era una especie de trompeta con la boca hacia arriba situada en el atrio del templo. Allí se entregaban las ofrendas, limosnas y rentas. El acostumbrado golpear del metal recio era bien diferente al suave tintineo de las dos monedas sin apenas valor que había ofrecido esta pobre mujer. Sumaban la cuarta parte del as que, en aquel momento, era la moneda más pequeña en circulación.
Sin embargo, aquella mujer conquistó el corazón de Cristo. Él en realidad no necesita nuestras ofrendas, mendiga algo mucho más grande: nuestro corazón. «¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? −Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des»[5]. Jesús no interpreta los gestos de la manera como lo hacemos nosotros. La ofrenda de la viuda es minúscula, pero a Jesús le gusta mucho más que las otras porque es libre, humilde y gratuita. Significa mucho para él y no se resiste a explicarlo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que han echado en el gazofilacio, pues todos han echado algo de lo que les sobra; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento» (Mc 12,43). Cristo nos desafía a valorar las cosas −y sobre todo nuestra vida− de una forma diferente, alternativa y paradójica.
Es inútil intentar medir el amor del Señor por nosotros. «Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo»[6]. Jesucristo quiere ser nuestro amigo. Así se lo confió a sus apóstoles en el Cenáculo (cfr. Jn 15,15) «y en ellos nos lo ha dicho a todos. Dios nos quiere no solo como criaturas, sino como hijos a los que, en Cristo, ofrece verdadera amistad»[7]. Sin embargo, cuando palpamos nuestra fragilidad tendemos a pensar que Dios reacciona como nosotros lo haríamos. Cuando no nos salen las cosas o cuando nos parece que no estamos a la altura de su amor, lo imaginamos defraudado, decepcionado o entristecido. No nos cabe en la cabeza que nuestra vida, surcada de miserias y tropiezos, pueda agradar o encantar y, menos todavía, chiflar, a Dios.
Los Padres de la Iglesia han tratado de prevenirnos ante este error tan común: «Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios?»[8]. San Buenaventura nos enseña el camino para no equivocarnos: «Si quieres saber cómo se realizan estas cosas pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración»[9].
¿Cómo puede ser que Dios se entusiasme de ese modo con nuestros minúsculos detalles de cariño o incluso con nuestras limitaciones? ¿Cómo es posible que la distancia infinita entre el amor de Dios y nuestra pobre correspondencia sea cancelada? Está claro que no tenemos dinero suficiente para comprar su amor. Nos ama porque le da la gana, que es la razón más divina. Por eso, no nos obliga a corresponderle de una manera precisa. Al mismo tiempo, se entusiasma si le pagamos con su moneda, con un amor gratuito de quien se deja amar, de quien permite al otro estar chiflado. Esto sucede cuando comprendemos que el cariño divino no está a la venta y, por eso, esperamos únicamente en la lotería de su bondad incondicional. Entonces el alma responde con lo poco que atesora, pero con una gran diferencia: lo hace porque le da la gana, igual que Dios. Y lo disfruta igual que él.
Asomarse a la inmensidad del amor de Dios, que nos quiere con locura, puede ayudarnos a comprender el valor que tiene para Dios lo pequeño, precisamente porque es nuestro. Somos conscientes de que nunca saldaremos la deuda, pero nos entusiasma soñar con contribuir a sostener las cargas familiares. Es su amor el que transforma nuestras baratijas en joyas preciosas. Todo sirve para hacer feliz a Dios: bastan, como nos dice el Evangelio, dos monedas que forman la cuarta parte del as, pero que considera aptas para su infinita capacidad de amar y ser amado. Estas cosas pequeñas liberan al alma porque le ayudan a dejarse amar a cambio de nada. Vividas así, no encorsetan. Por el contrario, no se pueden cuidar con perseverancia si son fruto del afán de controlar, de cancelar la deuda. Se trata, en realidad, de detalles espontáneos y sencillos de quien se sabe mirado con cariño por un Dios todopoderoso y eterno pero, a la vez, un Dios muy casero.
Muchos no tendremos la altura de los grandes santos o de los mártires, pero sí la suerte de que a Dios le encanten nuestras ocurrencias. Nunca pensaremos que hacemos algo que merezca su cariño y precisamente eso abre nuestro corazón por completo a su gracia. Él se deleita con nuestra lucha gratuita, libre y alegre. Como no percibimos la altura, perdemos el vértigo y actuamos con una naturalidad y una fe encantadoras para él: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,23).
Internarse, con esta perspectiva, en el universo de las cosas pequeñas nos permite evitar dos caricaturas que no son dignas del humor y del amor con el que Dios nos mira. Aparentemente lejanas, ambas desviaciones tienen algo decisivo en común: ponen el foco en nosotros, en lo que hacemos. Por un lado, podemos descubrir después de años de lucha que el cuidado de las cosas pequeñas nos proporciona cierta seguridad y cabe el riesgo de buscar ahí la tranquilidad del que se limita a cumplir. Quizá sin darnos cuenta se han transformado en pequeñas rigideces que sirven de analgésico para nuestra inseguridad. Las vivimos externamente pero no las disfrutamos. Por otro lado, cabe también que nos supongan un peso insoportable, una carga que aplasta y desdibuja el rostro amable de Cristo porque nos hacen agobiante la lucha.
En ningún caso la solución pasa por no prestarles atención. Más bien se trata de atisbar cómo se presenta ante Dios nuestra lucha, no los resultados que nosotros logramos. Es cuestión de poner el foco de nuevo en él. Esa pelea muchas veces puede ser escondida, ínfima y sin fruto, pero es parte del «diálogo eterno entre el niño inocente y el padre chiflado por su hijo: −¿Cuánto me quieres? ¡Dilo! −Y el pequeñín silabea: ¡Mu–chos mi–llo–nes!»[10].
Sobre esto, escribe san Josemaría en una carta: «¡Qué tonterías te cuento! Es verdad: pero todo aquello, en que intervenimos los pobrecitos hombres −hasta la santidad− es un tejido de pequeñas menudencias, que derechamente rectificadas, pueden formar un tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados. Las gestas −nuestro Mío Cid− relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del héroe. −Ojalá hagas siempre mucho caso −¡línea recta!− de las cosas pequeñas. Y yo también; y yo también. [...]»[11].
Chiflar a Dios es posible en Cristo. Nuestros pequeños esfuerzos −nuestras monedillas−, unidos a Cristo, transformados en su propia ofrenda, se convierten en un «sacrificio puro, inmaculado y santo» (Plegaria Eucarística I); son un don agradable a Dios Padre, como dice el sacerdote en voz baja una vez presentadas las ofrendas en la santa Misa. La expresión latina es muy significativa: «Ut placeat tibi», para que te complazca. Producen ese efecto porque la Eucaristía «nos adentra en el acto oblativo de Jesús»[12].
Los santos encontraron un trampolín para estar a la altura; descubrieron que incluso nuestros defectos nos ayudan a querer más al Señor si, arrepentidos, los ponemos en sus manos: «Le repito que le amo, y después me lleno de vergüenza, porque ¿cómo puedo asegurar que le quiero, si tantas veces le he ofendido? La reacción entonces no es pensar que miento, porque no es verdad. Continúo mi oración: Señor, te quiero desagraviar por lo que te he ofendido y por lo que te han ofendido todas las almas. Repararé con lo único que puedo ofrecerte: los méritos infinitos de tu Nacimiento, de tu Vida, de tu Pasión, de tu Muerte y de tu Resurrección gloriosa; los de tu Madre, los de San José, las virtudes de los Santos, y las debilidades de mis hijos y las mías, que reverberan de luz celestial −como joyas− cuando aborrecemos con todas las veras del alma el pecado mortal y el venial deliberado»[13]. El alma que se deja amar, se apropia de los méritos de Cristo y se siente capaz de subir cumbres que, para sus fuerzas, serían inalcanzables. Tanta audacia −empujada por la gracia de Dios− puede resultar incluso paradójica, divertida, nos hace gracia. Y este buen humor estimula nuestra mejor respuesta a ese amor que se nos regala.
En este sentido, Benedicto XVI confiaba en una entrevista una intuición muy personal sobre cómo es Dios: «Personalmente creo que tiene un gran sentido del humor. A veces le da a uno un empellón y le dice: “¡No te des tanta importancia!”. En realidad, el humor es un componente de la alegría de la creación. En muchas cuestiones de nuestra vida se nota que Dios también nos quiere impulsar a ser un poco más ligeros; a percibir la alegría; a descender de nuestro pedestal y a no olvidar el gusto por lo divertido»[14].
Dios quiere que entremos en su gozo (cfr. Mt 25,23), que participemos de su alegría íntima, de su gozo infinito que nada puede arruinar. Para eso nos ha creado[15].
Posiblemente, la buena mujer del evangelio no perdió demasiado tiempo pensando si su ofrenda era mayor o menor que la del resto de los que acudían al gazofilacio. Tuvo la intuición de que a Dios no le importaba mucho la cantidad. No fueron necesarios muchos cálculos ni se puso a hacer comparaciones. Simplemente le pareció lógico darlo todo. No hizo un drama de su pobreza, aunque su condición tal vez no fuera agradable. Así lo viven y entienden los santos. Son audaces y ocurrentes, divertidos y graciosos: «Me siento muy contenta de irme pronto al cielo. Pero cuando pienso en aquellas palabras del Señor: "Traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno según sus obras", me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así que no podrá pagarme "según mis obras"... Pues bien, me pagará "según las suyas…"»[16].
* * *
El profeta Sofonías nos cuenta lo que piensa y siente Dios por sus hijos: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta» (So 3, 16-18). El Papa ha contado que esas palabras le han impactado siempre: «Me llena de vida releer este texto»[17]. Son palabras que la Iglesia aplica también a la Madre de Dios. La Virgen puede explicarnos cómo llegar a esa convicción ya que ella jamás dudó de que Gabriel le decía la verdad: «Has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30); le chiflas a tu Creador.
Diego Zalbidea, en opusdei.org.
[1] San Josemaría, Forja, n. 611.
[2] San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra, n. 39.
[3] San Josemaría, Apuntes íntimos del 23-XI-1931. Citado en José Luis Illanes, Camino, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid, 2004, p. 986.
[4] F. Ocáriz, Carta Pastoral, 14-II-2017, n. 33.
[5] San Josemaría, Camino, n. 821.
[6] Francisco, Homilía de Nochebuena, 24-XII-2019.
[7] F. Ocáriz, Carta Pastoral, 1-XI-2019, n. 2.
[8] San Pedro Crisólogo, Sermón 148.
[9] San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, cap. 7, n. 6, en Opera omnia, V, Ad Claras Aquas (Quaracchi) 1891, p. 313.
[10] San Josemaría, Camino, n. 897.
[11] Carta de Josemaría Escrivá a Juan Jiménez Vargas, Burgos 27-III-1938. Citada en José Luis Illanes, Camino, edición crítico-histórica, p. 922.
[12] Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 13.
[13] San Josemaría, En diálogo con el Señor, “La alegría de servir a Dios”, 25-XII-1973, n. 4a.
[14] Benedicto XVI, Dios y el mundo, Círculo de Lectores, Barcelona, 2005, p. 13.
[15] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.
[16] Santa Teresita del Niño Jesús, Carta 226.
[17] Francisco, Ex. ap. Evangelii Gaudium, n. 4.
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