El último número de ‘Nueva Revista’, dedicado a la ética, ha coincido con la nueva película de Terrence Malick, "Vida oculta", sobre un granjero austriaco que pagó con su vida su negativa a jurar fidelidad a Hitler
Además de sus indiscutibles méritos cinematográficos, la película hace un indispensable análisis de la objeción de conciencia.
La película de Malick se centra en los últimos años de vida del joven austriaco Franz Jägerstätter (interpretado por August Diehl) y en su esposa Franziska, a la que llaman Fani (Valerie Pachner), durante los años de la II Guerra Mundial. Los Jägerstätter son un matrimonio de católicos convencidos, que viven, junto a sus tres hijas, la madre de él y una hermana soltera de ella, en una granja de las montañas. Franz es el único habitante de su pequeño pueblo que votó contra la anexión de Austria a la Alemania nazi y se niega, tras una reflexión profunda, a jurar fidelidad a Hitler y a entrar en el ejército. Por ese motivo es sometido a grandes presiones, encerrado en diversas cárceles y, finalmente, condenado a muerte.
No sólo nos ha dejado un ejemplo vital, sino también un libro de cartas (todavía no traducido al español) que muestra una honda vida de fe, una radical defensa de la libertad y, uniendo ambas, una extrema fidelidad a la conciencia personal. El 26 de octubre de 2007 al cumplirse los 100 años de su nacimiento, Franz Jägerstätter fue beatificado en la catedral de Linz, en una ceremonia a la que asistieron su viuda y sus tres hijas. Con esta película, Terrence Malick le ha erigido una maravillosa vidriera que nos permite admirar la luminosidad de su testimonio en unos años de plomo.
Sobre los aciertos cinematográficos de Malick (la poesía del guión, la espiritualidad de la banda sonora, el acierto de la elección de actores y la calidad de la fotografía) nos habla mucho mejor el crítico Alberto Fijo. En este artículo vamos a centrarnos en el estudio que hace Malick de la objeción de conciencia. Como veremos, es un desarrollo profundo, transparente y muy completo.
También muy necesario porque con la objeción de conciencia puede pasarnos aquello contra lo que advertía Ortega y Gasset que nos pasa tan a menudo con la realidad: sólo la vemos de espaldas y olvidamos el firme carácter que tuvo de frente. Lo explico: ahora la objeción de conciencia se concibe como un derecho del ciudadano que las leyes más conflictivas éticamente han de conceder a los ciudadanos siempre y cuando se cumpla con unos determinados requisitos milimétricamente tasados por la propia ley. Naturalmente, eso es lo más cómodo y lo más respetuoso democráticamente, pero no es la objeción de conciencia. Ésta jamás puede ser una concesión graciosa del Derecho Positivo, sino un límite que el individuo pone al poder, asumiendo, si llega el caso, un elevado coste personal.
La película lo expone sin concesiones. Franz Jägerstätter tiene que enfrentarse a la incomprensión de todos los vecinos, que se sienten amenazados por su integridad ética. Incluso su madre le reprocha tanta tozudez. Ha de superar, además, argumentos pragmáticos (que inciden machaconamente en la inutilidad de su sacrificio); y se siente abandonado por la autoridad eclesiástica. Para dejar más clara su soledad, Malick subraya la ambigüedad del obispo de Linz (con el que Jägerstätter sostuvo una decepcionante entrevista) o la incomprensión del padre Fürthauer, párroco del pueblo, que trata de convencerle de que jure fidelidad a Hitler para salvar su vida. La película obvia, sin embargo, la importancia que, para el mártir austriaco, tuvieron los ejemplos del padre Josef Karobath o del padre Franz Reinisch, que hicieron frente al nazismo hasta el martirio. Son recursos cinematográficos legítimos porque Malick quiere destacar sobre todo la intimidad del hombre con su conciencia.
Hace una salvedad muy fundamental. En la historia real, Fani, la mujer de Franz, soñó con que su marido cediese en su firme decisión por amor a la familia: albergaba, le escribió, “una pequeña esperanza de que cambiarías tu decisión… porque sientes compasión por mí”. La cinta se concentra sólo en la unión entre ellos, que fue lo principal. Como ha subrayado Alberto Fijo, Malick coloca el amor de Franz y Fani Jägerstätter como eje de su poema fílmico. De hecho, el director estadounidense ha declarado que considera «a Fani tan mártir como a él […] ella le apoyó hasta el final, a pesar de la pena». Habían sido un matrimonio feliz, y la cinta se recrea en esa dicha con enorme plasticidad, sin una sombra de cursilería. Franz le dijo una vez a su esposa: «Nunca hubiera pensado que el matrimonio fuera algo tan maravilloso». A diferencia del suicida, el mártir renuncia a una vida que valora como un don, que disfruta intensamente y ama.
El mensaje de fondo es la necesidad de asumir el martirio como raíz auténtica de la objeción de conciencia. Por eso la película hace dos sutiles y muy sabios paralelismos históricos. El palpable con el juicio y la pasión de Jesús, a la que remiten imágenes y piezas musicales. Y el guiño a la muerte de Sócrates, cuando el suegro de Jägerstätter recuerda que “es mejor padecer la injusticia que ejercerla”. Son los dos sacrificios fundacionales de Occidente, nada menos. Malick sabe lo que se trae entre manos.
Al espectador atento no dejan de asombrarle también (y quizá más) otros ecos no subrayados. El recuerdo de Tomás Moro es vivísimo: también frente al poder, también por no querer firmar un documento injusto, también con una familia que le apoya contra el viento de su deseo y contra la marea de una persistente incomprensión. Tampoco puede olvidarse a Antígona y a los otros personajes de la tragedia de Sófocles, que tienen sus trasuntos (la indiferente Ismene, el poderoso Creonte, el expectante coro) en tantos otros personajes de la cinta.
Aun así, la figura de Jägerstätter no se sumerge en ningún estereotipo, sino que tiene una personalidad propia, que brilla en las circunstancias concretas de su historia. Por ejemplo, en su juventud rebelde y peleona (que la película apenas roza, pero que todas sus semblanzas biográficas destacan), se le aceró el carácter para su prueba definitiva. Al negarse a jurar, llena de sentido el carácter sagrado de la palabra dada. Es un hombre dispuesto a no mentir en ningún caso, como escribe a su esposa: «Quiero salvar mi vida, pero sin tener que mentir para ello».
Hasta el punto de que no se acoge a la posibilidad de servir como enfermero, porque también para eso tenía que jurar fidelidad a Hitler. No estamos tanto ante una objeción al ejército en sí, como ante una defensa de la promesa como símbolo de entrega (o no) del espíritu. Jägerstätter podría ser el patrón de la seriedad de nuestros compromisos.
Algunos datos más circunstanciales son también dignos de tener en cuenta. En primer lugar, la importancia de una sólida formación intelectual y teológica. El granjero conocía lo suficientemente bien la Biblia y la doctrina católica como para que no le diesen gato por liebre y discutir en pie de igualdad con el obispo y el párroco que le aconsejaban ceder. El padre Fürthauer escribió años después a Franziska: “Yo quería salvarle la vida, pero él no aceptaba ningún pretexto y rechazaba todas las falacias”.
Otro aspecto que la película deja deducir es la virtud de la propiedad. Vida oculta debería ser también un himno de los distributistas (esto es, de los partidarios de la pequeña propiedad privada, tal y como defendían Hilaire Belloc y G. K. Chesterton). La propiedad es la salvaguarda de la libertad personal y familiar. De no haber tenido su granja, ese medio independiente de vida, que permite trabajar a la esposa y mantener a sus hijas cuando el marido ha sido encarcelado, la vulnerabilidad de los Jägerstätter hubiese sido abrumadoramente mayor.
Por último, y como un recordatorio de que es una obra de arte cinematográfica la que nos permite hacernos estas reflexiones, señalaré un acierto plástico de primera magnitud. Cuando Jägerstätter se debate con su conciencia y sus miedos, aunque está en un paraje natural de belleza desbordante, la fotografía consigue transmitirnos la opresión de su alma. En cambio, en las opresivas cárceles nazis, entregado ya del todo a su libertad (“Un hombre puede tener cadenas en sus manos, y seguir siendo libre”, escribió), la fotografía consigue hallar la increíble belleza y plenitud de los más sórdidos escenarios. Nada puede doblegar un alma.
Enrique García-Máiquez, en nuevarevista.net.
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