Al revelarse, Dios lo hace de un modo paterno, gradual, con una pedagogía adaptada a la lentitud de nuestro entender. Va preparando a la humanidad, a través de sucesivas etapas, hasta que la Revelación llega a su plenitud…
La razón humana puede remontarse al conocimiento de Dios, a partir del orden y las perfecciones del universo material; y también con base en los afanes de verdad, de bien, de belleza, de felicidad, que anidan en el corazón humano. A lo largo de los siglos y de los milenios los hombres han buscado el rostro de Dios con desiguales logros.
Pero las posibilidades de la inteligencia del hombre, contando solamente con sus propias fuerzas, son menguadas. Dios ha dispuesto darse a conocer, revelarse Él mismo a los hombres, viniendo en nuestra ayuda para que podamos conocerle con mucha mayor perfección que la que posee nuestra razón natural. “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo Encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina” (Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 2).
Ha querido Dios engrandecer a los hombres, a quienes libremente había creado. No nos dejó simplemente en la condición de creaturas, sino que nos hace participar de su misma vida divina, haciéndonos hijos suyos adoptivos por su gracia. Con ello nos otorgó la posibilidad de darle una respuesta personal: conocerle y amarle de un modo inmensamente superior al que hubieran permitido nuestras fuerzas humanas (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 52).
Dios, “que habita una luz inaccesible” (1Tim 6, 16) se ha revelado a los hombres “mediante acciones y palabras”, íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 2). Al revelarse, Dios lo hace de un modo paterno, gradual, con una pedagogía adaptada a la lentitud de nuestro entender. Va preparando a la humanidad, a través de sucesivas etapas, hasta que la Revelación llega a su plenitud, cuando el Hijo del Eterno Padre viene a la tierra y se hace hombre. No nos elevamos por nosotros mismos, sino que es Él quien nos eleva, tendiéndonos su mano. Toma la iniciativa y nos invita a tratarle de cerca. Así lo expresaba San Ireneo de Lyon: “El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre” (Adversus haereses 3, 20, 2).
La razón de ello solamente puede ser una: el amor de Dios hacia nosotros. “De este modo da una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que el hombre se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 68).
Sería vano e ingrato renunciar a esta ayuda. Si el afán de conocer la verdad lleva a los hombres al estudio y a la búsqueda de maestros, nadie mejor que Dios, infinitamente sabio, puede enseñarnos. De ningún modo el aprendizaje daña a la dignidad de la inteligencia humana: más bien es una afirmación de su excelencia. La razón del hombre, constitutivamente abierta a toda la realidad, va poco a poco profundizando en la verdad de las cosas. Por mucho que adelante, siempre lo que falta es mucho más. En este sentido la Revelación divina es una poderosísima ayuda, de suma utilidad para nosotros. Esta confidencia que Dios nos hace no nos proporciona respuestas hechas, sino que nos incita a conocer y profundizar cada vez más en un mensaje que interpela a la inteligencia, al amor y a todas las capacidades de cada persona.