Los libros de autoayuda, que vinieron a sustituir una espiritualidad perdida, han vetado a Dios. Uno lo busca, y nada
Con el comienzo de año se disparan los propósitos, y aparecen más y más libros de autoayuda: libros que dicen que ayudan a que uno se ayude a sí mismo. Si ya nos habíamos acostumbrado a soportar la llegada del ciclón de un nuevo bestseller taladrando tablas de maderas en ventanas y puertas, y escondiéndonos a la luz de una vela en el sótano, los libros de autoayuda han superado con creces nuestro resquebrajado estupor: descubrimos que aún se puede hacer peor literatura.
La escueta lectura de algunos de sus títulos puede producir urticaria en las almas sensibles: Sea usted el número uno, El cielo es el límite, Poder sin límites, El poder de confiar en ti, Quiero un cambio, La clave del éxito, Cómo alcanzar sus objetivos. O los clásicos del género, de los que sumados se han vendido más de cincuenta millones de ejemplares: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, La nueva psicología del amor, Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, El vendedor más grande del mundo, ¿Quién se ha llevado mi queso? O los últimos: Buenos días alegría, Una tortuga, una libre, y un mosquito, La gran magia, El monje que vendió su Ferrari… No taladraré más la paciencia escuchando sus insoportables títulos.
Pero la cosa no es tan taxativa como pudiera parecer, pues para nuestra sorpresa algunas páginas de algunos de estos libros contienen algunos fragmentos que pueden verdaderamente ayudar a alguien. Y esto es importante. “Son pocos”, diríamos recordando a César Vallejo, “pero son”. Habría que encontrar, no sé, a una persona más o menos santa en Europa o EE.UU., alguien con sensibilidad, con cierto talento literario, que hubiera tenido el estoicismo suficiente para haberlos leído… con criterio intelectual y con instinto para saber diferenciar el oro del oropel, capaz en definitiva de hacer una antología esencial de este material imposible, que supiera encontrar las perlas entre las toneladas de barro, que transformara todo ese “malo y mucho” en “poco y ejemplar”.
Si esto fuera un genuino artículo de autoayuda, te diría que esa persona podrías llegar a ser tú, si quisieras y te esforzaras para lograrlo. Sí, no mires para otro lado, tú podrías hacerlo. Pero no podría decirte semejante falsedad a la cara por la sencilla razón de que esa persona resulta que soy yo. Sí, no mires para otro lado, yo. Explicaré por qué.
Todo empezó en Cádiz. Llegaban los días aciagos del final de mi más tiernísima infancia… con dieciocho o diecinueve años, y alguien vendía en la calle un simpático libro que se titulaba Cómo conseguir lo que te propones. Me encantó la idea: un escritor desconocido (seguramente famoso), tremendamente preocupado por mi futuro, me aconsejaba (a mí, que no era nadie) cómo organizar mi tiempo, cómo ganar autoestima, o trucos para dominar la pereza, muscular mi fuerza de voluntad, etc. Aunque ahora sé que aquel libro no vale casi nada, pero entonces fue fantástico, una revelación. Desde entonces he leído muchos, demasiados libros de autoayuda, cada vez con mayor placer y menos provecho, que como se sabe son uno de los problemas de estos libros: uno los lee para conseguir un fin, pero el fin acaba siendo el placer de leerlos.
Y con todo siempre encuentra uno en ellos un consejo genuino, una cita que nos viene como anillo al dedo, una anécdota que vale la pena. Antes me sorprendía de que los atletas profesionales utilizaran esos tacos de salida donde colocan sus zapatillas, los llamados starting blocks; qué cara, pensaba, así cualquiera hace 100 m. en 9,58 seg. Pero parece que ese pequeño empujón es tan necesario a ellos para alcanzar sus velocidades guepardas como para nosotros para ir tirando. En algún momento todos necesitamos una palabra de ánimo, un pequeño reconocimiento, un consejo, alguien que nos recuerde que la vida merece la pena, y es una pena ciertamente que se dediquen a hacerlo esos gurús envueltos en la autoridad sacerdotal que les ha proporcionado el éxito.
Una sociedad hambrienta de humanismo
Pero en el fondo, ¿no entronca esta idea de superación personal con los diálogos de Cicerón (44 a.C.) y Séneca (58 d.C.), con Las Meditaciones de Marco Aurelio (178), en la Edad Media con ese género literario vinculado con “la instrucción de príncipes”, que tenía el hermoso nombre de libros de Espejo, y en la Edad Moderna con El príncipe deNicolás Maquiavelo (1532) o con El cortesano (1549) de Baltasar Castiglione? Hay un mismo anhelo de superación. Pero mientras Castiglione hablaba de la importancia de que el caballero supiera tañer el laúd, Napoleón Hill dedica su obra a enseñar estrategias para conseguir dinero. Que ahora estamos haciendo con el noble género literario del Espejo una pésima literatura llena de pobreza moral, y que esta se venda por millones, no es más que el fiel reflejo de una sociedad deshumanizada, hambrienta de humanismo.
En los libros de autoayuda suele hablarse del amplio espectro humano que nos rodea como algo esencial para nosotros mismos, y que va de la familia a los amigos, de los compañeros de trabajo al jefe sensible, de aquellos que nos pueden ayudar a los necesitados. A todos los ámbitos debemos darle su sitio, su importancia, porque nuestra guerra se gana venciendo justo en esas batallas. Y, sin embargo, en los libros de autoayuda nunca se habla de Alguien que tiene…. cómo decirlo, alguna, un poco, no sé, cierta importancia en la existencia del mundo, en la vida de todos: Dios.
Dios no está en ningún lado, es increíble. Uno lo busca, y nada. Estos libros, que vinieron a sustituir una espiritualidad perdida, han vetado a Dios. Incluso en los escritores cristianos, Dios aparece difuso, esquivo, puntualmente a modo de elipsis, de silencios profundos (“ha pasado un ángel”, podríamos decir), como una abstracción metafísica o ese amigo que te espera tras la puerta…
Dios es el núcleo de todas las ayudas, de todas las aspiraciones, de todas las alegrías
Pero la realidad es que Dios es el núcleo de todas las ayudas, de todas las aspiraciones, de todas las alegrías, y es Él el más preocupado en nuestra felicidad en la Vida. Es como si en un avión la azafata (o azafato, por supuesto) se dedicara a explicarnos en qué consisten las reacciones aerodinámicas de sustentación de las alas o el turborreactor de doble flujo, y no nos dijera de qué maldita cuerda se tira para abrir el paracaídas.
Cuando se necesita ayuda, cuando se quiere crecer por dentro y por fuera, o se quiere ser feliz, lo que uno debe saber es que Dios lo ama. Además, que lo ama como es, ciegamente, con locura, y que Él será el primero en echarle una mano, y dos y tres… y las que quiera. Él puede hacerlo; en la mayoría de los casos, Él es el único que puede hacerlo. Si se sabe lo que es de verdad importante, lo demás −encima− suele llegar por añadidura. Alguien que tenga claro esto, cuando se vaya a estrellar el avión, podría decirle a la azafata: «Dele mi paracaídas a otro; yo puedo volar».