Entrevista a Higinio Marín, filósofo, profesor titular en la UCH-CEU en Elche y Valencia sobre los jóvenes, la universidad y las humanidades
Ve la luz "Civismo y ciudadanía" cuyos textos son una invitación a la reflexión sobre los cambios culturales y sociales. Un cuaderno de bitácora que da respuestas −y preguntas− a nuestro tiempo y cuya mayor excelencia es su condición de vivo.
En el capítulo “Apatía juvenil” escribe: “Cambiar el mundo, antaño una pasión juvenil, hoy es una reliquia vintage”. ¿No le parece excesivo ante la generación más castigada por una crisis que le ha obligado a buscar trabajo en el extranjero, siendo también la más preparada con títulos universitarios que no les han asegurado un oficio y sueldo digno?
Sería muy fácil resultar complaciente y decir que sí, que llevas razón, pero prefiero ser sincero a ser complaciente. Pienso que los jóvenes de ahora padecen un punto de victimismo que además es compartido con una especie de nostalgia narcisista (de su propia juventud) por parte de las personas adultas. Una conciencia que, sinceramente, a mí me parece que carece de perspectiva histórica. Los jóvenes no lo tenéis mucho más difícil que vuestros padres o abuelos. No es verdad. Para empezar, en condiciones materiales y sociales de vida, estáis viviendo un episodio desconocido en la historia de la humanidad. Se ha producido un relativo deterioro de las condiciones profesionales postcrisis, sí, vale, pero en la inmensa mayoría de los aspectos de vuestra vida se han abierto posibilidades que los chavales del 68 soñaban.
No estoy muy seguro, por otro lado, que seáis la generación mejor formada. La generación más titulada, sí. Soy profesor universitario y sé que he tenido que recortar mis temarios en los últimos 20 años progresivamente. Entonces, no sé exactamente qué significa mejor preparado. ¿Significa con más habilidades tecnológicas, con más conocimiento de idiomas…? Bueno, seguramente hay áreas en las que sí…, pero yo explico Filosofía y reduzco mis temarios de manera constante. Y antes conseguía desarrollar argumentos de larga amplitud que ahora no soy capaz o me cuesta mucho más.
Vuestras condiciones de vida es verdad que han empeorado en algunos aspectos. Es más difícil entablar matrimonio, formar una vida de pareja… pero a mí me parece que el gran problema es interior. El gran problema es una parálisis del deseo, esa apatía que es, en el fondo, una enervación del deseo. Una especie de falta de tensión interior hacia el futuro. Y al mismo tiempo una expectativa precoz de satisfacción de los deseos y las ilusiones.
¿Qué le pide entonces a los jóvenes?
Lo que yo echo de menos es pasión, y de manera elemental pasión por entender, por comprender, por aprender. Por emprender un camino que es un camino hacia sí mismo, por buscarse. Esa pasión interior es la que echo en falta. La echo en falta en la atonía de la mirada con la que escuchan las explicaciones de los profesores, en la indefinición con que miran su futuro, en que no acometen un proyecto propio, en la poca ilusión con la que viven sus relaciones de pareja, que se les agostan entre las manos, en la incapacidad de ser «prometedor», en todos sus sentidos. Ante todos esos problemas, los condicionantes sociológicos, a los que no les niego su verdad, son de índole secundaria.
Además, esa parálisis del deseo se produce por una obesidad sobre satisfecha del deseo. Por una sobre ingesta de satisfacciones, por la inexperiencia de la privación, y de una privación voluntaria en un contexto proyectivo. Proponerse cosas, estudiar, exige privaciones inevitables y sanadoras. Ciertamente imponen insatisfacciones. Pero tú las puedes articular en un proyecto, y eso aumenta tu capacidad, y tomas conciencia de ti mismo, de tus capacidades y también de tus limitaciones. Eso es futuro. Eso es ser prometedor.
Pero si uno está en una atonía del deseo producida además por una dieta obesa de satisfacciones, que le han sido suministradas por una población adulta complaciente y compasiva con los pobres sufrimientos de esta juventud desgraciada, que es la que vive en las mejores condiciones materiales y sociales de la humanidad desde que hay sapiens, pues hombre, aquí pasa algo.
El profesor Miguel Ors (que fue su compañero en la UCH y en la actualidad lo es en la UMH) señaló en una ocasión que muchos jóvenes no merecen ir a la universidad…
Miguel Ors es un profesor que hace leer a los alumnos, y yo he llegado a la conclusión después de dedicarme 30 años a la universidad, que esa es su función. En el fondo no hacemos mucho más que culminar la alfabetización. Los buenos alumnos son los que se hacen capaces de leer libros que antes eran incapaces de leer. Pero es que nuestros alumnos no quieren leer. Porque, vamos a ver… claro que hay alumnos que quieren leer, pero lo sorprendente es que hay tantos que no quieren y, sencillamente, que no lo hacen. Si tienes un 30% de alumnos que no quieren leer, eso es una catástrofe. Y no son el 30%, yo más bien diría que se acerca más al 30% los que quieren leer, porque es una actitud excepcional. Quieren tomar apuntes y estudiar con los apuntes… pero no es que quieran, es que lo hacen. Y quieren seguir el mismo sistema de aprendizaje que en el Instituto, donde, por cierto, ya se empieza por no hacerles leer.
¿Cómo va a hacer usted la universidad con lo que hay en clase? Pero, a su vez, para que se acaben en cuatro y no en cinco años las carreras, hemos llenado los días de clases. Con lo cual todavía es más difícil ir a clase y leer. La universidad es la institución generada por Occidente para que unos tipos tengan tiempo libre. Pero la crisis de la universidad es que cada vez los profesores tienen menos tiempo libre, y han diseñado las carreras y los estudios para que los alumnos tampoco tengan tiempo libre. Seguramente, en el temor de que lo desperdicien, pero afrontar ese temor es constitutivo de la universidad. Y precisamente por eso tiene que ser selectiva, porque no todo el mundo sabe aprovechar su tiempo libre. Selectiva para el profesorado y selectiva para los alumnos. Porque estamos en un país donde los profesores del sistema público dicen de sí mismos que entre un 50 y un 60% no investiga o su investigación no es relevante. Y, en general, no es mejor sino peor el panorama en el ámbito privado. Entonces… ¿de qué estamos hablando? Pues de una institución fallida. No se reconocerá en términos públicos, por supuesto. Pero una institución fallida, pues si los profesores no estudian y esa no es su pasión dominante…
Su libro “Civismo y ciudadanía” es también, entre otras muchas cosas, una defensa de las Humanidades, la Filosofía, la Historia o la Literatura como materias imprescindibles para entender nuestro mundo.
Solemos pensar que está al día el sujeto que está bien informado de lo que ocurre, que controla las tecnologías punta, que transita por las vías de comunicación mundiales, y ciertamente esas son maneras de estar al día. Pero en el fondo todas ellas son deficitarias, tienen un déficit interior que es, propiamente hablando, que los seres humanos no estamos allí donde no comprendemos lo que pasa. Estar en el mundo requiere comprenderlo, y la comprensión no la da saber cómo funcionan las cosas, sino que es un tipo de conocimiento más reflexivo, más interior y atento a lo significativo. Y esos saberes son las Humanidades.
Nosotros para vivir cabalmente nuestra vida y para vivir nuestro tiempo necesitamos comprenderlo. Y comprenderlo es poder contarlo. Puede contar quien tiene una historia con argumento sobre lo que sucede o lo que hay. Pero no en instantáneas de Instagram. Poder contarlo argumentadamente. Y eso es lo que permite la Historia, la Filosofía, la Literatura y también las Ciencias Sociales. Pero eso no lo da el dominio de los últimos artefactos, ni viajar sin parar por el mundo. Ser contemporáneo es una tarea interior. Se puede ser contemporáneo y estar realmente a la altura de nuestro tiempo escondido en un despacho, pero escondido en un despacho abierto al mundo, comprendiéndolo.
Pero paliar ese déficit interior requiere de tiempo y sosiego, que es la antítesis del actual contexto de fugacidad e inmediatez al que estamos condenados. En el campo de la investigación, por ejemplo, una tesis doctoral pretende «finiquitarse» en uno o dos años…
Todo eso tiene un nombre precioso en castellano que es «precocidad». La admiramos tanto que le hemos cambiado el sentido y de ser algo que se cocía rápido, hoy significa, más bien, algo sin cocer. Todos estamos sometidos a premuras. Algunos mucho y otros menos. Pero, en el fondo, uno sabe reconocer cuándo, aunque tuviera tiempo, no podría aprovecharlo. Porque es necesaria una cierta disposición interior. Y, de hecho, el tiempo libre se les convierte en una fuga hacia un activismo con la misma premura, con la misma urgencia y velocidad que en el ámbito profesional porque, sencillamente, la velocidad es un hábito interior. La velocidad tóxica es interior.
Hay personas que tienen la suficiente personalidad y madurez para, en contextos en los que el tiempo es escaso, saber funcionar con una lentitud interior; y hay otros a los que les sobra el tiempo y viven en una especie de precipitación interior constante. Las Humanidades pueden ayudar a introducir una lentitud en medio del activismo. La gente puede estar volando a Nueva York y dedicar seis horas a leer un libro de Historia o un ensayo de Filosofía. El sujeto que no hace eso, y obviamente lo hacen pocos, no se da cuenta de que está instalado en una velocidad que es mucho peor que la del avión que le transporta. Una velocidad que no le deja ni siquiera viajar. Porque solo se puede viajar lentamente. Solo se puede viajar a la velocidad de la expectación, y cuanto más te llama la atención lo que estás viendo, más lentamente se produce el viaje. Pero eso es viajar. Viajar en un avión no es viajar, sino transportarse.
Por eso, en una situación así, las humanidades son un lujo imprescindible. La barbarie en nuestra civilización se ha hecho interior, los sujetos por dentro están sin cocer, sometidos a una exigencia de «precocidad».
Se dice en el libro que “una sociedad sin hijos corre el peligro de volverse indiferente al futuro porque decae la capacidad de sacrificar en el presente para asegurar un futuro que no se vivirá”. Y agrega que tener hijos hoy es un acto de “generosidad”.
Tiene hijos el que tiene algo que celebrar, y algo de la suficiente entidad para poder imaginar una vida razonablemente feliz, a pesar de todo. Resulta muy interesante ver cómo después de la II Guerra Mundial se produce el mayor baby boom, y cómo poder celebrar el mero hecho de estar vivo se convierte en la causa de la mayor explosión demográfica conocida. Yo creo que tener hijos es poder celebrar un armisticio constante. Uno sabe que ha sobrevivido, que la simple vida merece una celebración, y además en el caso de tener un hijo se trata de poder celebrar la propia vida y la del otro, porque vivir es como sobrevivir juntos. Y es un acto de optimismo y de futuro. Y eso es lo que no tenemos, porque somos el segundo país del mundo con menos hijos. Y pensamos, pero si aquí se vive muy bien… Sí, pero vivimos con una dieta obesa de la satisfacción del placer, que nos hace mirar la juventud con nostalgia narcisista.
Entrevista de Juanjo Payá, en diarioinformacion.com.
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