Es algo parecido a lo que siente un marido enamorado de su mujer y de su familia, se sabe débil, siempre cabe la tentación de la fragilidad, pero sabe que está hecho para su mujer, para su familia, y por nada del mundo quiere perder ese amor
El Papa Francisco pronunció unas palabras durante la rueda de prensa en el avión de regreso de Panamá, en la que dijo que “me viene a la mente una frase de San Pablo VI: prefiero dar la vida antes de cambiar la ley del celibato”. Es sabido que en la Iglesia católica hay sacerdotes casados y es también sabido que considera el celibato como un gran don que el Espíritu Santo hace al mundo.
Se están escuchando muchas opiniones sobre el celibato sacerdotal. No es este el foro adecuado para una exposición teológica del asunto, pero me gustaría aportar una reflexión personal. Soy sacerdote desde hace casi cuarenta años y confieso que en este largo recorrido de mi camino hay luces y sombras, momentos de desaliento, cansancios y muchas alegrías, pero nunca ha sido para mí un peso el celibato. Es más, lo vivo como un don, como un preciado regalo. Es algo parecido a lo que siente un marido enamorado de su mujer y de su familia, se sabe débil, siempre cabe la tentación de la fragilidad, pero sabe que está hecho para su mujer, para su familia, y por nada del mundo quiere perder ese amor.
Recuerdo que al plantearme la vocación me costó mucho renunciar a formar una familia. Provengo de una numerosa, me encantan los niños y mi sueño era tener una docena de vástagos. Pero entendí que el Señor me quería para Él, que estaba llamado a vivir el amor y la familia de otro modo. No iba a ser un solterón, un hombre sin familia, y así ha sido. Me siento totalmente realizado, pienso que mi corazón se ha ensanchado. Con mis egoísmos y pecados, con mis luchas, en las que no siempre salgo victorioso, tengo una vida plena, colmada, en lo humano y lo divino. Estoy plenamente realizado en lo afectivo, y la capacidad que como hombre tengo de engendrar la vivo gozosamente de un modo espiritual, que no es físico, pero sí real. Tampoco el celibato me hace misógino, trato a muchas mujeres y estoy muy a gusto en su compañía. Las valoro. Aprendo mucho de ellas y pienso que el mayor regalo que Dios me ha dado ha sido mi madre.
En muchas ocasiones he tratado este asunto entre mis amigos sacerdotes, de los que tengo muchos, y siempre hemos visto el celibato como un don, un regalo que enriquece nuestra vida. No es fácil vivirlo, es un reto, pero un reto de amor, gozoso. Incluso lo he escuchado de sacerdotes muy distintos a mí, con otras inquietudes y formas de vivir el sacerdocio, pero agradecidos por esta llamada personal, íntima, esponsal de encauzar la vida. Un gran amor para Dios.
Casa con dos puertas, mala es de guardar, dice el refrán. No es fácil el pluriempleo, no entiendo cómo puede ser el corazón del que tiene varias mujeres o maridos, cómo puede ser la entrega a la familia del que tiene diversos hogares. Sé que esto pasa, pero yo no me veo capaz, no lo entiendo, no sé si alguien lo puede vivir en plenitud. Algo parecido sucede con el sacerdocio católico. Nos suelen llamar padre. A mí me encanta que se dirijan a mí con ese apelativo. Me siento padre y desposado con Jesús y con la Iglesia. Mi atención pastoral me exige todo mi tiempo y dedicación. Quizá sea por mi limitación, o por el modo de entender mi vocación, pero no creo que fuera capaz de hacerla compatible con una mujer y unos hijos.
Hay también otro factor, romántico o místico, no lo sé. Cuando celebro la eucaristía, cuando tomo el pan y digo “esto es mi cuerpo”, me siento Cristo. Soy Cristo, Él toma posesión de mí, soy el esposo que se entrega a la esposa, la Iglesia. Ese Jesús que se hizo hombre como nosotros, igual en todo menos en el pecado. Que estuvo presente en las bodas de Caná y allí realizo el primer milagro. Que quiso nacer en una familia, pero que quiso ser célibe. El sacerdote está llamado a ser otro Cristo, a identificarse con Él, y vivir el celibato nos asemeja más a Él.
El sacerdocio no es un oficio, una función que uno puede compaginar fácilmente. Es una llamada personal de Cristo a estar junto a Él, un enamoramiento que nos lleva a identificarnos con Jesús y con su misión. Una entrega gustosa de todo para adquirir la perla preciosa, el tesoro oculto.
He vivido varios años en un seminario, he conocido a cientos de jóvenes atraídos por la llamada al sacerdocio, y puedo decir que no es la exigencia del celibato lo que les puede apartar de su llamada. Sabemos que las confesiones cristianas que no exigen el celibato tienen más problemas para encontrar candidatos al ministerio. No es cierto que un celibato bien vivido nos aparte de mundo, nos haga extraños al ámbito familiar. En mi lucha por vivir mi entrega me siento muy identificado con cualquier padre de familia. Y creo que así lo perciben los que trato. Yo también diría parafraseando a san Pablo VI y al papa Francisco: “Prefiero dar la vida antes de dejar el celibato”