Homilía del Santo Padre en el ‘Te Deum’ de fin de año
"Verdaderamente Dios nunca ha dejado de cambiar la historia y el rostro de nuestra ciudad a través del pueblo de los pequeños y de los pobres que la habitan", dijo el Papa Francisco en la homilía de las vísperas en la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios celebradas en la Basílica de San Pedro en el último día del año, acompañadas por el tradicional canto del himno "Te Deum".
Texto de la Homilía del Santo Padre
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo» (Gal 4,4).
El Hijo enviado por el Padre puso su tienda en Belén de Efratá, «tan pequeña para estar entre los pueblos de Judá» (Mi 5,1); vivió en Nazaret, ciudad jamás citada en la Escritura salvo para decir: «¿de Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46), y murió descartado por la gran ciudad de Jerusalén, crucificado fuera de sus muros. La decisión de Dios es clara: para revelar su amor elige la ciudad pequeña y la ciudad despreciada, y cuando llega a Jerusalén se une al pueblo de los pecadores y de los descartados. Ninguno de los habitantes de la ciudad se da cuenta de que el Hijo de Dios hecho hombre está caminando por sus calles, probablemente ni siquiera sus discípulos, los cuales solo comprenderán plenamente con la resurrección el Misterio presente en Jesús.
Las palabras y las señales de salvación que Él realiza en la ciudad suscitan asombro y un entusiasmo momentáneo, pero no son acogidas en su pleno significado: de ahí a poco ya no serán recordadas, cuando el gobernador romano pregunte: “¿Queréis libre a Jesús o a Barrabás?”. Fuera de la ciudad Jesús será crucificado, en lo alto del Gólgota, para ser condenado por la mirada de todos los habitantes y burlado por sus comentarios sarcásticos. Pero de allí, desde la cruz nuevo árbol de vida, el poder de Dios atraerá a todos a sí. Y también la Madre de Dios, que bajo la cruz es la Dolorosa, está a punto de extender a todos los hombres su maternidad. La Madre de Dios es la Madre de la Iglesia y su ternura materna alcanza a todos los hombres.
En la ciudad Dios puso su tienda…, ¡y de allí nunca se ha alejado! Su presencia en la ciudad, también en esta ciudad de Roma, «no debe ser fabricada, sino descubierta, desvelada» (Evangelii gaudium, 71). Somos nosotros los que debemos pedir a Dios la gracia de ojos nuevos, capaces de «una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas» (ibíd., 71). Los profetas, en la Escritura, advierten contra la tentación de vincular la presencia de Dios solo al templo (Jer 7,4): Él vive en medio de su Pueblo, camina con él y vive su vida. Su fidelidad es concreta, es proximidad a la existencia cotidiana de sus hijos. Es más, cuando Dios quiere hacer nuevas todas las cosas por medio de su Hijo, no empieza por el templo, sino por el seno de una mujer pequeña y pobre de su Pueblo. ¡Es extraordinaria esta elección de Dios! No cambia la historia a través de los hombres poderosos de las instituciones civiles y religiosas, sino a partir de las mujeres de la periferia del imperio, como María, y de sus senos estériles, como el de Isabel.
En el salmo 147, que acabamos de rezar, el salmista invita a Jerusalén a glorificar a Dios, porque «Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz» (v. 15). Por medio de su Espíritu, que pronuncia en cada corazón humano su Palabra, Dios bendice a sus hijos y les anima a trabajar por la paz en la ciudad. Querría esta tarde que nuestra mirada sobre la ciudad de Roma captase las cosas desde el punto de vista de la mirada de Dios. El Señor goza al ver cuántas realidades de bien se hacen cada día, cuántos esfuerzos y cuánta entrega para promover la fraternidad y la solidaridad. Roma no es solo una ciudad complicada, con tantos problemas, con desigualdades, corrupción y tensiones sociales. Roma es una ciudad a la que Dios envía su Palabra, que anida por medio del Espíritu en el corazón de sus habitantes y les empuja a creer, a esperar a pesar de todo, a amar luchando por el bien de todos.
Pienso en tantas personas valientes, creyentes y no creyentes, que he encontrado en estos años y que representan el “corazón latente” de Roma. De verdad que Dios nunca ha dejado de cambiar la historia ni el rostro de nuestra ciudad a través del pueblo de los pequeños y de los pobres que la habitan: Él los elige, los inspira, los motiva a la acción, los hace solidarios, los anima a activar redes, a crear vínculos virtuosos, a construir puentes y no muros. Y, precisamente a través de esas mil revueltas del agua viva del Espíritu, la Palabra de Dios fecunda la ciudad y de estéril «le concede la dicha de ser madre» (Sal 113,9).
¿Y el Señor qué le pide a la Iglesia de Roma? Nos confía su Palabra y nos empuja a lanzarnos a la refriega, a implicarnos en el encuentro y en la relación con los habitantes de la ciudad para que “su mensaje corra veloz”. Estamos llamados a encontrar a los demás y ponernos en escucha de su existencia, de su grito de ayuda. ¡La escucha es ya un acto de amor! Tener tiempo para los demás, dialogar, reconocer con una mirada contemplativa la presencia y la acción de Dios en sus existencias, demostrar con los hechos más que con las palabras la vida nueva del Evangelio, es de verdad un servicio de amor que cambia la realidad. Pues así, en la ciudad y también en la Iglesia, circula aire nuevo, ganas de ponerse en camino, de superar viejas lógicas de oposición y enfrentamiento, para colaborar juntos, edificando una ciudad más justa y fraterna.
No debemos tener miedo ni sentirnos inadecuados para una misión tan importante. Recordémoslo: Dios no nos elige por nuestra “destreza”, sino precisamente porque somos y nos sentimos pequeños. Le agradecemos su Gracia que nos ha sostenido en este año y con alegría elevamos a Él el canto de alabanza.