Casi ningún avance será posible si no crece la responsabilidad personal
¿Quién no ha escuchado aquello de que una imagen vale por mil palabras? Se repetía mucho como argumento para confirmar la verdad de hechos gracias a fotos o grabaciones audiovisuales. Pero los avances técnicos, que facilitan la comunicación y el trabajo intelectual hasta límites increíbles, también permiten modificar la realidad con gran eficacia, con las consiguientes posibilidades de engaño.
Preocupa mucho a padres y educadores la adicción prematura y persistente de los más jóvenes a la tecnología. Se barajan argumentos de todo tipo, especialmente en el plano psicopedagógico. Pero veo menos referencias a la dimensión ética del problema, que no afecta sólo a los estudiantes, sino al conjunto de la sociedad. Aunque la preocupación por la amplitud y difusión de rumores, manipulaciones y mentiras, está en el centro de disposiciones recientes adoptadas por organismos internacionales, la propia Unión Europea o algunos Estados.
Así, en Francia, donde hace apenas un año se introdujeron normas penales relativas a intoxicaciones informativas en periodo electoral. Pasó por los pelos, y con matices, el filtro del Consejo Constitucional, más atento quizá que el gobierno a la defensa de las tradiciones democráticas y los derechos humanos. Ahora se difunde la noticia de que se pone en marcha un consejo de deontología periodística y mediación. No es el primero que existe en otros países europeos, pero no parece que sea una institución eficiente, y no sólo por su carácter consultivo: los tiempos actuales se caracterizan por dos fenómenos concomitantes: el exceso de información y la desconfianza en los medios. En el caso del país vecino, poco añadirá probablemente a la ley vigente, apenas modificada desde ¡1881!, garante a la vez de la libertad de expresión y del derecho al honor y a la intimidad de los ciudadanos.
Este consejo deontológico nace, después de un debate de años, de la colaboración entre representantes de las empresas informativas y sindicatos, los periodistas y los propios ciudadanos. Lo anunció el Observatorio de la deontología y la información, que ve necesaria la existencia de un organismo profesional de autorregulación, independiente del Estado, que sirva también de foro de mediación y arbitraje entre los medios, las redacciones y sus públicos.
Pero casi ningún avance será posible si no crece la responsabilidad personal. Basta pensar en la facilidad técnica que permite manipular las grabaciones audiovisuales y presentar como auténticos vídeos que son deepfakes. Cualquier persona, con un mínimo de habilidad, puede usar programas gratuitos que permiten reemplazar una cara por otra en un vídeo: se hará decir cualquiera cosa a cualquier persona… Menos mal que se han difundido tanto esas técnicas que nadie se fiará ya de la aparente “inmediatez del directo”, que confería presunción de veracidad a la imagen…
Ese tipo de manipulación puede dar lugar a vídeos francamente divertidos. Pero es grave el riesgo de abandonar la clave de humor, para caer en mistificaciones políticas o comerciales, cuando no en simples delitos de extorsión o calumnias. Ciertamente, hasta ahora no se han producido demasiados casos de este tipo de falsificación profunda con fines de una desinformación pública, según Alexandre Alaphilippe, director de la ONG EUDisinfoLab, especialista en estas cuestiones. Pero acepta el peligro, cuando recuerda la maestría del régimen comunista de Stalin en la manipulación de fotos con fines espurios.
En Estados Unidos, la Electronic Frontier Foundation, una ONG que defiende las libertades digitales, considera las deepfakes un riesgo para la de expresión, a pesar de las garantías ofrecidas por leyes vigentes sobre acoso o difamación. Tal vez ese peligro ha sido valorado por los legisladores de California, que establecieron hace unos meses la prohibición de vídeos de políticos manipulados dentro de los sesenta días previos a unos comicios. No le parecen suficientes las promesas de las grandes plataformas, como Facebook, Twitter o Microsoft.
Se escribe mucho sobre memoria histórica, pero se olvida la destrucción social causada por los grandes totalitarismos del siglo XX. Importa más de lo que parece recordar el desmoronamiento del absoluto marxista, que negó el concepto teórico de verdad y aplicó profusamente la mentira en todos los ámbitos de la existencia. Al cabo, las sociedades de la antigua URSS y de los países satélites no acaban de recuperar la normalidad, que exige un mínimo de confianza, rota incluso en los ámbitos más íntimos de la familia.
Porque, sin entrar en “satanismos”, la mentira es la negación de la dignidad humana y de la concordia social. Nunca batallaremos suficientemente por la verdad, también contra el relativismo cultural de lo políticamente impuesto. Al cabo, por encima de tantas consideraciones de peso, se impone aceptar la máxima de san Juan: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. La mentira es camino de esclavitud: encadena, aun de modo casi imperceptible.