La decisión de casarse con alguien y quererle amar para siempre cambia profunda y radicalmente a una persona y la capacita para amar
Las dos semanas pasadas he impartido, primero a jóvenes solteros y después a los padres de un colegio, una conferencia parecida sobre los fundamentos del amor, el noviazgo y el matrimonio, enfocada al amor para siempre, que es como yo lo concibo.
Entre que era tarde, el asunto es delicado y me extendí demasiado, no hubo preguntas al final, pero, después, en los corrillos que se iban formando cuando me venían a saludar algunos salieron temas interesantes.
Uno de ellos lo planteó una joven que se acercó con sus amigas, y venía a ser así: ¿cómo sé que él es el hombre de mi vida? Y añadió: si no tienes un sentimiento hacia él muy fuerte, pero estás bien con él, ¿cómo puedes estar segura de casarte con él?
La pregunta venía al hilo de un comentario que yo había hecho, insistiendo en que no existía una media naranja especialmente diseñada para ti que te estuviera esperando o tuvieras que buscar hasta encontrarla. Más bien, lo que hay son dos naranjas enteras, únicas, diferentes y exclusivas, que en un momento determinado de sus vidas deciden exprimirse totalmente, con exclusión de toda reserva, para generar una realidad nueva que surge de la fusión de ambas en un plano de igualdad y entrega totales. Es decir, el hombre de tu vida, la mujer de tu vida no existe a priori, antes de conocerlo: lo será aquel o aquella que los dos decidáis que lo sea.
La pregunta no es nada fácil de contestar, y menos en abstracto y sin demasiados datos, pero algo se puede decir.
Durante un tiempo preparé oposiciones a notarías, y una de mis compañeras, cuando íbamos a ‘cantar’ los temas al notario, solía protestar: “Este no me gusta nada”, decía. Y el notario preparador le contestaba invariablemente lo mismo: “no digas ‘este no me gusta’, sino ‘este no me lo sé’; si te lo supieras, te gustaría”. En efecto, entre amor y conocimiento hay una relación indudable.
A lo mejor no te gusta tanto porque le conoces poco. ¿Cómo has vivido tu noviazgo? ¿Le has visto en distintas situaciones, haciendo deporte, jugando a cartas, paseando por la calle, ayudando a otros, en su familia, con sus amigos, trabajando o estudiando? El conocimiento humano es progresivo. Rafael Pich, uno de los fundadores del Family Enrichment, solía hablar de la espiral conocimiento-amor. Centrarse un tiempo en él olvidándose de una misma, pero no para ver si puede ser un buen apéndice de mi vida, sino si con él se puede construir una nueva realidad en un escenario futuro de unión plena y rica con todo lo que puede aportar, es un buen camino. Recuerdo que, a mí, en los años noventa, cuando hice el primer curso de Family Enrichment, no me atraía nada el tema de la familia y el matrimonio, y ahora resulta que, a fuerza de conocerlo (¡y lo que me queda!) no hablo de otra cosa… Recomiendo aquí un libro que suelo aconsejar cuando se trata de conocer al otro: Los Cinco Lenguajes del Amor, de Gary Chapman.
El sentimiento, como todo el mundo sabe, es inconstante y caprichoso, y sobre él como único fundamento no se puede construir ninguna relación. Sin embargo, es importante que esté presente en una relación de amor, porque somos cuerpo, afectos y espíritu, y un amor sin sentimiento corre el riesgo de volverse frío y voluntarioso. Pero el sentimiento puede adoptar muchas formas a lo largo de una relación: puede ser pasional, intenso, tranquilo… Y, sobre todo, se puede generar. Seguro que ha habido momentos en la relación en que el sentimiento ha estado a flor de piel. El noviazgo requiere un tiempo suficiente para comprobar que el sentimiento va y vuelve y cambia y se esconde y aflora y se busca y se prepara recordando aquellos momentos de emoción mutua… y, naturalmente, el noviazgo también está para, en su caso, descartar esa unión.
Por último, como he recordado varias veces, la decisión de casarse con alguien y quererle amar para siempre cambia profunda y radicalmente a una persona y la capacita para amar. A veces, abruma pensar en esa decisión irrevocable de amar para siempre y surgen mil dudas y temores. Es natural, el vértigo propio de la libertad ante una decisión definitiva. Sin embargo, es un error juzgar el futuro con las fuerzas del presente, porque el día después de haber tomado esa decisión de amar para siempre y haberla hecho realidad, todo nuestro ser se hace más competente para amar. Eso sí, hay dos condiciones irrenunciables: (i) él tiene que pensar lo mismo y (ii) a partir de ese momento hay que quemar las naves y concentrarse solo en el nuevo ámbito de libertad que hemos inaugurado con la decisión, es decir, amar a esa persona y ya no plantearse si hubiera sido mejor otra. Y si a esto se añade, en un católico, la Gracia sacramental, entonces nos elevamos a otra dimensión, pero este ya no es mi terreno.