Saturados como estamos de imágenes, vengan a cuento o no, hemos acabado por enterrar la imaginación
Las imágenes han acabado con la imaginación. Sentado en las bancas del Aula 6, de cemento gris y gris madera, tan inmensa y vacía, uno de mis primeros días en la facultad de comunicación de la Universidad de Navarra, ya ha llovido desde entonces, escuchaba cómo la profesora de escritura creativa (Beatriz o Bea, a secas; siempre Bea, sonriente y amable; exigente, sí: claro, y sonriente y amable; siempre me bailó el apellido) citaba a un Josep Pla que fumaba “para encontrar adjetivos”.
Qué escena tan fuera de lugar y momento, la de un joven aferrado a un pitillo, de liar o estraperlo, que espera sentado a dar con el adjetivo mientras un reguero de humo fino se persigue la cola y se le escurre entre las manos. La profesora (Beatriz o Bea a secas) también recomendaba Unos buenos zapatos y un cuaderno de notas, de Chéjov, porque “así se topa uno con las buenas historias”, fuera, en la calle, de paseo con un cuaderno y un buen par de botas. Y así andábamos todos los estudiantes, millenials sin etiquetar, medio enamorados de la idea de pasear, observar y escribir.
Ha llovido desde entonces y ahora la gente, nosotros y ellos, viaja hasta el fin del mundo para fotografiarse en un escenario único y compartir el retrato en sus círculos y redes. Hace unos meses la prensa se sorprendió ante el atasco de turistas aguardando su turno para poner el pie en la cima del Everest (qué divertido pensar que, con todo, el Everest siga en pie) y dio la noticia con cierto remilgo y reparo, hasta con escrúpulos, como si reprochase a los turistas alpinos que solo atendieran a la instagramabilidad de todo el montaje para ascender ocho mil metros sin ton ni son. A Ulises rico en ardides le suplanta hoy el turista rico en imágenes.
¿Qué imagenes? Aquellas que pueda proporcionarse con su teléfono inteligente y nada más. Con la llegada de los iPhones y compañía, pareció hacerse realidad el sueño de Joseph Beuys, “Cada persona, un artista”. Todos podían crear libremente y generar un público. Por fin, arte y democracia se daban la mano. Al final, como indica von Le Fort, el instrumento se venga dominando, y la pantalla se ha convertido en la condición sine qua non para el creador. El último anuncio de Apple lo subraya: crea, sí, pero detrás de un Mac, siempre detrás de un Mac; hagas lo que hagas, deja que nosotros estemos siempre delante, como el palo y la zanahoria. Nada que hagas sin tu pantalla será artístico o creativo.
Saturados como estamos de imágenes, vengan a cuento o no, hemos acabado por enterrar la imaginación. La operación es conocida: primero se reduce todo aquello de lo que la imaginación es capaz a hacer, editar y compartir fotografías o vídeos; después, solo se aceptan esos vídeos y fotografías como el único signo válido de creatividad. El problema es que el ser humano siempre necesitará imaginación para vivir, para saber que ha hecho suyo el mundo, para plantearse preguntas y encontrar respuestas, para demostrar una y mil veces que quiere a quien ama, para avanzar sin dejar nada ni nadie en el camino.
Claro que cada persona es un artista, por la tonta razón de que se necesita cierto arte para llegar a ser persona. Claro que necesitamos imágenes para vivir (qué títulos tan hermosos, el de “creador de imágenes” y el de “imagen creada”), pero imágenes que no solo se puedan ver, sino que, sobre todo, den para vivir. Esto es: que iluminen la propia vida. Mucho me temo que este tipo de imágenes (las que no se ven, pero sí se viven) necesitan tiempo a fuego a lento, necesitan de alguien que las cueza y cuaje, o que sencillamente las teja y desteja, como una Penélope que espera o una Sherezade que sobrevive, una noche más. Necesitan, en definitiva, personas que vuelvan a sentarse a fumar para encontrar adjetivos.