Internet ha conseguido que la gente se comparta y comporte. Me gustaría describir brevemente cómo este compartirse y comportarse alimentan la impaciencia del corazón, o directamente roban la paz a lo íntimo
Compartirse. Gracias a las redes sociales, todo el mundo desea que todo el mundo sepa lo bien que ha comido o va a comer, lo agradable que es pasear por un barrio gentifricado de una ciudad europea cualquiera un domingo por la tarde, cuánto le gusta la última película de Almodóvar o el discurso de la Thunberg en Naciones Unidas. “Compártelo todo y hazlo bien” es uno de los mandamientos fundamentales de la red, donde ser es ser percibido. No basta con compartir, se debe compartir bien. Cuanto compartamos debe gustar a los demás, o despertar en ellos una reacción que libre del silencio y la nada.
Las redes sociales demuestran que el ser humano posee una necesidad afectiva de darse a conocer enorme. A sus amigos o contactos (WhatsApp), a los amigos de sus amigos (Facebook) o a todo el que pase por ahí (Instagram). O bien esa necesidad ya estaba allí, o bien las redes la crean cada vez que alguien decide usarlas para compartir algo. Tanto da, porque como no la satisfacen, al final lo que queda es entregarse al proceso de publicar por publicar, de consumirse entre stories y views. No sorprende que, así las cosas, esta forma de compartir apuntale el consumismo vigente y lo confirme socialmente como la única forma válida de estar en el mundo.
El problema con compartirse dentro del marco que proponen las redes sociales es que, al final, uno no tiene nada que decir, pero tampoco puede callarse. Este círculo se alimenta de una impaciencia que no ceja de avivar.
Comportarse. Los cinco grandes de internet recuerdan todo aquello que sus usuarios publican y comparten y todo aquello que no quieren que nadie más sepa. La suma de lo uno y lo otro resulta en una imagen o sombra de cada uno, sobre la que trabajan becarios tan brillantes como los de Cambridge Analytica. Compartirse es comportarse: con toda la información que dejamos en internet, nuestro comportamiento mismo se torna predecible y manipulable, en parte porque lo hemos embutido en las enjutas coordenadas de pantallas y datos, en parte porque, cada vez más, el obrar humano mismo depende de la red.
Lo único se torna predecible y manipulable. Aburrido. Todos teníamos una forma bastante igual de ser únicos en los noventa, pero desde que internet se ha convertido en la herramienta con que llegar a ser quien uno es, parece que nos han cortado con el mismo patrón.
Aquí también cabe una huida hacia delante: querer generar un tráfico de visitas y mensajes imparable en nuestros perfiles y pantallas, y entregarse al proceso de ser percibido para recordar, aun vagamente, qué significaba “ser” a secas. La confirmación y validación de los demás, a través de emoticonos o notas de audio, jamás despertará un recuerdo al que se llega en silencio, ni tampoco darán voz a la memoria. Y este es el problema que veo a comportarse dentro del marco que proponen los teléfonos inteligentes: que, al final, uno se queda sin nada que hacer; que, al final, uno se conforma con la nada de lo que hace.