Los valores, como muestra el cristianismo, presentan una apariencia paradójica que conviene descubrir; también la belleza, que es un camino educativo de primera calidad, especialmente en relación con la vida cristiana
Según el diccionario del español, paradoja es un hecho o una expresión aparentemente contrario o contradictorio respecto de la lógica. Por ejemplo: “Mira al avaro, en sus riquezas, pobre”.
La realidad está llena de paradojas y la sabiduría cristiana proporciona orientación para situarse ante esa realidad, de modo que la vida sea lo más plena posible. Especialmente los valores, como muestra el cristianismo, presentan una apariencia paradójica que conviene descubrir; también la belleza, que es un camino educativo de primera calidad, especialmente en relación con la vida cristiana. Ese ha sido el tema de un seminario celebrado recientemente en la Universidad Panamericana de Guadalajara-México (29-31/VIII/2019).
1. Cuenta el evangelio de San Lucas que cuando un paralítico fue curado por Jesús, “al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa”. Como consecuencia “el asombro se apoderó de todos”, de modo que decían: “Hoy hemos visto cosas increíbles” (Lc 5, 25-26). El texto original utiliza la palabra griega paradoxa (literalmente, algo contrario a la opinión extraída de la experiencia).
La realidad está llena de paradojas, contrastes o bipolaridades y en ello se fija la tradición cristiana. Así Quevedo dice que el hombre es “polvo enamorado” (algo aparentemente sin valor, pero a la vez valioso).
Autores como G. K. Chesterton y G. Thibon, H. De Lubac, R. Guardini y J. Leclercq señalan la necesidad de comprender el mundo, el hombre y su obrar más al fondo de las apariencias que frecuentemente se muestran en formato “blanco y negro”; pues la realidad ha de ser vivida y comprendida en una tensión necesariamente bipolar, por ejemplo, entre la plenitud y el límite, la unidad y la diversidad, lo universal y lo local, etc.
Cuando caminamos por un paraje de montaña, con frecuencia dejan de verse algunos caminos o detalles, porque los tapan otros. Basta entonces ir más arriba para percibir la situación y la relación de cada cosa. En las cuestiones de antropología sucede algo parecido y la sabiduría es ese plano superior desde donde se comprende mejor la realidad. Si las polaridades no se comprenden como tales, se cae en los extremismos y en los bandazos. En cambio, la prudencia y la sabiduría aconsejan discernir la multiforme gama de los “grises” que hay en la realidad, sin caer en el relativismo. No se trata, sin embargo, de aferrarse cómodamente al punto medio entre los extremos, sino de comprender la jerarquía de elementos y valores y su dinámica.
De este modo, en las relaciones humanas, lo que parece “incompatible” muchas veces es ”complementario”. Por eso no hay que buscar suprimir las polaridades, sino armonizarlas o equilibrarlas por medio de la escucha, la reflexión y el diálogo, yendo más al fondo o más arriba, en busca de ese principio que ayude a asumir una realidad que normalmente todos captamos solamente de modo parcial. Y ese manejo de las “polaridades”, de las contradicciones o de las paradojas, es condición de progreso en la verdadera humanidad.
El papa Francisco ha ofrecido ejemplos de este manejo de las polaridades cuando ha explicado criterios como: el tiempo es antes que el espacio, la unidad vale más que el conflicto, la realidad es más importante que la idea y el todo es superior a la parte (cf. Exhort. Evangelii gaudium, nn. 221-237); o cuando, a propósito de las relaciones entre las culturas, prefiere la imagen de un poliedro, que conserva las caras y, por tanto, los brillos y los matices, a la de una esfera, que asimila el todo sin respetar los aspectos particulares.
El cristianismo tiene esto en cuenta con particular profundidad. Así, cuando San Juan de la Cruz afirma: “Muere si quieres vivir, sufre si quieres gozar, baja si quieres subir, pierde si quieres ganar”, es propuesta que se entiende a la luz del modelo de Cristo y de la unión con Él. Jesucristo es el “principio” siempre vivo y la “norma” fundamental para realizar plenamente todo lo humano. El Evangelio propone que a la vida plenamente lograda se llega por la humildad y la identificación con la voluntad de Dios. Y cuanto más lejos queramos llegar en la transformación del mundo más debemos trabajar nuestra vida interior.
2. En agosto de 2002 el entonces cardenal Ratzinger envió un mensaje al Encuentro de Rimini, sobre “la contemplacón de la belleza”. En él presentaba la paradoja de la belleza de Cristo. Por una parte un salmo afirma y profetiza: “Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia” (Ps 45, 3). Por otra parte el libro de Isaías describe el aspecto del siervo de Yahweh anticipando la pasión de Cristo: “Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor” (Is 53, 2).
¿Cómo se concilian estas dos afirmaciones?, se pregunta Joseph Ratzinger. Y recoge el hecho de que “san Agustín, que en su juventud escribió un libro sobre lo bello y lo conveniente, y que apreciaba la belleza en las palabras, en la música y en las artes figurativas, percibió con mucha fuerza esta paradoja, y se dio cuenta de que en este pasaje la gran filosofía griega de la belleza no solo se refundía, sino que se ponía dramáticamente en discusión: habría que discutir y experimentar de nuevo lo que era la belleza y su significado”.
Refiriéndose a la paradoja contenida en estos textos ─continúa refiriéndose a san Agustín─, hablaba de ‘dos trompetas’ que suenan contrapuestas, pero que reciben su sonido del mismo soplo de aire, del mismo Espíritu. Él sabía que la paradoja es una contraposición, pero no una contradicción. Las dos afirmaciones ─la del salmo y la del libro de Isaías─ provienen del mismo Espíritu ─el Espíritu Santo─ que inspira toda la Escritura, el cual, sin embargo, suena en ella con notas diferentes y, precisamente así, nos sitúa frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la Verdad misma”.
Y de esta manera deduce Ratzinger: “El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas de Cristo crucificado se manifestó como amor ‘hasta el final’ (Jn 13, 1), sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo sufriente comprende también que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que solo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo”.
Trazando un rápido itinerario histórico del pensamiento sobre la belleza, evoca Ratzinger cómo Platón reconoce que la belleza hiere al hombre sacándolo de sí mismo, haciéndole ir más allá. Y, en el encuentro amoroso del hombre y la mujer, el placer sexual ansía algo más allá que él mismo no consigue alcanzar. N. Cabasilas (s. XIV) dice que el verdadero conocimiento se adquiere al ser alcanzados por la belleza de Cristo. Sostiene Ratzinger que, después de Auschwitz, ha quedado claro que un concepto puramente armonioso de belleza no es suficiente.
Y así llegamos a Cristo y su entrega por nosotros: “En la pasión de Cristo la estética griega, tan digna de admiración por su presentimiento del contacto con lo divino que, sin embargo, permanece inefable para ella, no se ve abolida sino superada. La experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. La Sábana santa de Turín nos permite imaginar todo esto de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega ‘hasta el extremo’ y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia”.
Continúa el que poco después sería papa Benedicto XVI, y vale la pena seguir recogiendo estos párrafos luminosos, adelantando lo que luego se llamaría una cultura de la postverdad:
“Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última palabra sobre el mundo, y no la mentira. No es ‘verdad’ la mentira, sino la Verdad. Digámoslo así: un nuevo truco de la mentira es presentarse como ‘verdad’ y decirnos: ‘más allá de mí no hay nada, dejad de buscar la verdad o, peor aún, de amarla, porque si obráis así vais por el camino equivocado’”.
Desde ahí señala el cardenal teólogo la verdadera belleza, tal como aparece en la entrega de Cristo: “El icono de Cristo crucificado nos libera del engaño hoy tan extendido. Sin embargo, pone como condición que nos dejemos herir junto con él y que creamos en el Amor, que es capaz de abandonar la belleza exterior para anunciar de esta manera la verdad de la Belleza”.
Concluye Ratzinger aludiendo a la célebre pregunta de Dostoievski: «¿Nos salvará la Belleza?». En la mayoría de los casos ─advierte─ se olvida que “Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo”. Y propone: “Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no solo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora”.
¿Cómo acercarse a esta Belleza? “Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz".
3. La paradoja de la belleza cristiana, del misterio cristiano, se muestra, pues, especialmente en Cristo redentor. Y la educación de la fe tiene una gozosa responsabilidad para mostrar que esa es la belleza de la santidad, con todos sus frutos de renovación del mundo, de servicio al bien común, de promoción de la paz y la justicia, de promesa y garantía de vida eterna.
Para mostrar esto ─tanto en la clase de religión como en la catequesis─ es preciso inscribir la pedagogía de la fe en el marco de una antropología cristiana sensible a la belleza de todo lo auténticamente humano.
En concreto, para el camino educativo de la belleza, la educación de la fe encuentra muchos itinerarios.
Ante nosotros se abre la belleza del mundo creado ─desde lo más grande hasta lo más pequeño─ y especialmente del hombre, tanto en su estructura corporal y psíquica como en sus valores espirituales y virtudes, junto con su relación con los demás y su trascendencia también hacia Dios.
Como consecuencia, la belleza se refleja en el arte: en la pintura y la escultura, en la literatura ─por ejemplo, en la poesía y en la narrativa: el storytelling─, en la arquitectura y el cine, y hoy se diversifica en nuestra cultura de la imagen, en la música y la danza. Y se manifiesta en las culturas, cada una con su historia, también en sus configuraciones actuales, en los maravillosos logros de la ciencia y en el gran desarrollo tecnológico contemporáneo.
Un puesto especial en la expresión de la belleza lo ocupa la Biblia. Específicamente hay que contar con el arte cristiano y el arte sagrado (al servicio de la liturgia). No hay que olvidar que, como señalaba Juan Pablo II, cada persona está llamada a hacer de la propia vida una obra de arte.
Insistamos en la necesidad de resaltar, con modelos y ejemplos concretos, la belleza moral o interior de las personas, los valores humanos, las realizaciones culturales y de modo particular lo que se refiere a la vida y testimonio de los santos; todos estamos llamados a ser en Cristo, "iconos vivos" de la belleza. Y esto también en todos los aspectos y circunstancias de la vida cotidiana.
También la liturgia cristiana es escuela de belleza, como lo es la caridad y su manifestación exterior más importante que es la misericordia. La caridad y la misericordia son fruto de la fe y del culto cristiano. También es manifestación y escuela de belleza la oración, diálogo amoroso con Dios, imprescindible para comprender y participar la belleza de los planes divinos.
Como raíz y centro de todo ello, en efecto, se sitúa la belleza moral o interior de Cristo, en su entrega redentora por la humanidad en su conjunto y por cada persona en su misterio irrepetible.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com
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