Necesitamos una cultura donde ganancia y solidaridad no sean antagónicas
“Toda realidad y actividad humana, si se vive en el horizonte de una ética adecuada, es decir, respetando la dignidad humana y orientándose al bien común, es positiva. Esto se aplica a todas las instituciones que genera la dimensión social humana y también a los mercados, a todos los niveles, incluyendo los financieros” (Congregación para la Doctrina de la Fe-Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018, n.8)
La actividad que da vida a los mercados, más que basarse en dinámicas anónimas, elaboradas por tecnologías cada vez más sofisticadas, se sustenta en relaciones, que no podrían establecerse sin la participación de la libertad de los individuos. La economía, como cualquier otra esfera humana, «tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona» (Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 de junio de 2009), n. 45).
No hay que entender la actividad humana como si fuera robinsoniana, de un individuo confinado en su isla solitaria. “En este sentido, nuestra época se ha revelado de cortas miras acerca del hombre entendido individualmente, prevalentemente consumidor, cuyo beneficio consistiría más que nada en optimizar sus ganancias pecuniarias. Es peculiar de la persona humana, de hecho, poseer una índole relacional y una racionalidad a la búsqueda perenne de una ganancia y un bienestar que sean completos, irreducibles a una lógica de consumo o a los aspectos económicos de la vida” (Ibídem., n. 74).
La economía es relacional, porque la persona humana es relacional. Esta índole relacional fundamental del hombre (Cf. Francisco, Discurso al Parlamento Europeo (25 de noviembre de 2014), Estrasburgo: AAS 106 (2014) 997-998) está esencialmente marcada por una racionalidad, que resiste cualquier reducción que cosifique sus exigencias de fondo. Cualquier intercambio de “bienes” entre personas no debe reducirse a mero intercambio de “cosas”. “En realidad, es evidente que en la transmisión de bienes entre sujetos está en juego algo más que los meros bienes materiales, dado que estos a menudo vehiculan bienes inmateriales, cuya presencia o ausencia concreta determina, en modo decisivo, también la calidad de las mismas relaciones económicas (como confianza, imparcialidad, cooperación...)” (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.9).
Es fácil ver las ventajas de una visión del hombre entendido como sujeto constitutivamente incorporado en una trama de relaciones, que son en sí mismas un recurso positivo (Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate, n. 55). Toda persona nace y se desarrolla en un contexto familiar y a lo largo de su vida sigue imbricadas en un conjunto de relaciones, muchas de ella resultado de su libertad compartida con otras personas. El hombre es un ser relacionado. Toda persona nace dentro de un contexto familiar, es decir, dentro de relaciones que lo preceden, sin las cuales sería imposible su mismo existir. Más tarde desarrolla las etapas de su existencia, gracias siempre a ligámenes, que actúan el colocarse de la persona en el mundo como libertad continuamente compartida.
“Este carácter original de comunión, al mismo tiempo que evidencia en cada persona humana un rastro de afinidad con el Dios que lo ha creado y lo llama a una relación de comunión con él, es también aquello que lo orienta naturalmente a la vida comunitaria, lugar fundamental de su completa realización. Sólo el reconocimiento de este carácter, como elemento originariamente constitutivo de nuestra identidad humana, permite mirar a los demás no principalmente como competidores potenciales, sino como posibles aliados en la construcción de un bien, que no es auténtico si no se refiere, al mismo tiempo, a todos y cada uno. (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.10).
Así, todo progreso del sistema económico no puede considerarse tal si se mide solo con parámetros de cantidad y eficacia en la obtención de beneficios, sino que tiene que ser evaluado también en base a la calidad de vida que produce y a la extensión social del bienestar que difunde, un bienestar que no puede limitarse a sus aspectos materiales. Bienestar y desarrollo se exigen y se apoyan mutuamente (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1908), requiriendo políticas y perspectivas sostenibles más allá del corto plazo (Cf. Francisco, Carta enc. Laudato si’, n. 13; Exhort. apost. Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 44).
Tenemos por delante un gran reto cultural y educativo. “En este sentido, es deseable que, sobre todo las universidades y las escuelas de economía, en sus programas de estudios, de manera no marginal o accesoria, sino fundamental, proporcionen cursos de capacitación que eduquen a entender la economía y las finanzas a la luz de una visión completa del hombre, no limitada a algunas de sus dimensiones, y de una ética que la exprese. Una gran ayuda, en este sentido, la ofrece la Doctrina social de la Iglesia”. (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.10).
“Por lo tanto, el bienestar debe evaluarse con criterios mucho más amplios que el producto interno bruto (PIB) de un país, teniendo más bien en cuenta otros parámetros, como la seguridad, la salud, el crecimiento del “capital humano”, la calidad de la vida social y del trabajo. Debe buscarse siempre el beneficio, pero nunca a toda costa, ni como referencia única de la acción económica). (Ibidem, n. 11).
Necesitamos una cultura donde ganancia y solidaridad no sean antagónicas. De hecho, allí donde prevalece el egoísmo y los intereses particulares es difícil para el hombre captar esa circularidad fecunda entre ganancia y don, que el pecado tiende a ofuscar y destruir. Por el contrario, en una perspectiva plenamente humana, se establece un círculo virtuoso entre ganancia y solidaridad, el cual, gracias al obrar libre del hombre, puede expandir todas las potencialidades positivas de los mercados (cf. Ibidem).
“Un recordatorio siempre actual para reconocer la conveniencia humana de la gratuidad proviene de aquella regla formulada por Jesús en el Evangelio llamada regla de oro, que nos invita a hacer a los demás lo que nos gustaría que nos hicieran a nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31)” (Ibidem).