La Autora escribe: “Confieso que al tener el libro entre mis manos me fui primero al capítulo titulado ‘La Iglesia’ y para ello tuve dos razones:
porque durante la presentación del libro el autor reveló que había pensado que este no era el momento para publicarlo dada la crisis que vive la Iglesia en Chile; y segundo, por todo lo que hemos tenido que oír y leer en el último tiempo de quienes pontifican sobre la Iglesia. O también de quienes me han comentado en voz más bien alta que ya no creen en la Iglesia ni en los curas, sino que se entienden directamente con Jesucristo”.
“Pensaba no publicar este nuevo libro. ¿La razón? El momento que vive la Iglesia en Chile”. Sin embargo el sacerdote y teólogo José Miguel Ibáñez Langlois siguió el consejo de alguien que lo convenció de que precisamente este era el momento. El autor nos entrega ahora −y bajo el sello de Ediciones UC− El amor que hizo el sol y las estrellas, título tomado nada menos que del Dante y editado también en España por Ediciones Rialp (n.d.e.).
Es un libro de esos que se leen de comienzo a fin pero luego no mueren entre los otros títulos de un librero, sino que se dejan lo más a mano posible, para releer −si no estudiar− muchas de sus páginas.
Estas son unas trescientas, muchas producto de décadas de docencia, y en ellas nos lleva desde la “Revelación Divina” hasta “La Muerte y la Vida Eterna”. Confieso que al tener el libro entre mis manos me fui primero al capítulo titulado “La Iglesia” y para ello tuve dos razones: porque durante la presentación del libro el autor reveló que había pensado que este no era el momento para publicarlo dada la crisis que vive la Iglesia en Chile; y segundo, por todo lo que hemos tenido que oír y leer en el último tiempo de quienes pontifican sobre la Iglesia. O también de quienes me han comentado en voz más bien alta que ya no creen en la Iglesia ni en los curas, sino que se entienden directamente con Jesucristo.
Surge entonces la figura de Pablo de Tarso, perseguidor de cristianos, que en el camino de Damasco, como leemos en los Hechos de los Apóstoles (y también en esta reciente publicación), le pregunta a Jesús: “¿Quién eres tú, Señor?”, y Él le responde: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. E Ibáñez Langlois anota: “Pero Pablo no creía estar persiguiendo a Jesús, muerto hacía unos tres años, sino a sus discípulos actuales. Esta revelación de Jesucristo como haciendo uno solo con los cristianos se grabó profundamente en el corazón del apóstol”.
Entonces quien llegaría a ser san Pablo desarrolla en sus Cartas la doctrina de la Iglesia como el Cuerpo de Cristo.
Y leo en el libro que “como Pueblo de Dios sobre la tierra, la Iglesia es una sociedad visible fundada por Cristo sobre la roca de Pedro, constituida por todos los bautizados que profesan la misma fe, se santifican por los mismos sacramentos, y obedecen a la misma autoridad apostólica que sucede a Pedro”.
Uno de sus subtítulos es precisamente “La roca de Pedro”. Analiza una Iglesia cambiante y permanente que “está compuesta por hombres, vive entre los hombres y es para los hombres”, y así se explica que la Iglesia de los doce apóstoles y el martirio no sea igual a la del imperio tras el edicto de Milán, ni a la de la Edad Media, la modernidad, la Ilustración, con las grandes revoluciones y las dos guerras mundiales, etc.
Ibáñez Langlois considera: “Y si el futuro de la humanidad estuviera un día en la colonización de los planetas, por decirlo con un toque de fantasía, allí encontraríamos a la Iglesia con un aspecto poco reconocible para nosotros en el día de hoy. Pero todas estas formas históricas suyas son fieles al núcleo invariante de la constitución que Cristo le dio y que los apóstoles recibieron de él”.
Sobre su permanencia recuerda que Jesús le prometió a la Iglesia estabilidad hasta el fin de los tiempos: “…ella no será destruida por fuerzas exteriores, ella no mutará desde dentro en su ser esencial, ella no será sustituida desde lo alto por una nueva economía de la salvación”. Se cuenta, recuerda, que Voltaire en el siglo XVIII anunció que veinte años más tarde la Iglesia desaparecería, “y no es el único que ha hecho profecías de esa especie, todas igualmente frustradas”.
Señala que “aun estando sujeta a todas las miserias y errores humanos, la fuerza de cohesión interna de la Iglesia a lo largo de dos milenios es asombrosa, como también lo es su poder de regeneración espiritual después de las peores crisis. Todas las instituciones sociales a las que ha estado ligada han dejado de existir; ella las ha sobrevivido”.
Explica también cuáles son los tres elementos constitutivos que forman parte de su esencia y no pueden alterarse: la fe de los apóstoles, los medios de salvación y la autoridad jerárquica. Luego entra de lleno en los atributos o propiedades de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica.
Finalmente se refiere a la Jerarquía y a los laicos, que “no serían en absoluto el santo pueblo de Dios sin el ministerio papal, el episcopal y el sacerdotal”. Y apunta: “Así como la Iglesia no debe pensarse de abajo hacia arriba, ‘democráticamente’ por decirlo así, tampoco debe pensarse de arriba hacia abajo, para evitar toda sombra de clericalismo”.
Luego se centra en el primado de Pedro, es decir, el papado, y considera: “Ha habido y habrá papas muy distintos, no solo por la época y el contexto histórico en que han vivido, sino también por su personalidad, temperamento, nacionalidad, estilo pastoral, etc. Pero siempre ha sido un rasgo moral y espiritual de los buenos hijos de Dios en su Iglesia, ministros y laicos, amar al Vice Cristo más allá de todo distingo, sea quien sea, orar por él y por sus intenciones, obedecerle con delicadeza extrema, difundir sus magisterios, y en suma, profesarle un afecto profundamente filial como el padre común de todos los fieles”.
Bajo el subtítulo “Los laicos” señala que en períodos en que “la realidad maravillosa de esa vocación bautismal se opacaba, la función de los laicos tendió a ser más pasiva: misa dominical, cumplimiento básico del decálogo, alguna obra de caridad, y poco más, mientras que los caminos de santidad parecían reservados a personas consagradas. Pero hoy, felizmente, esa realidad tan viva en los primeros cristianos conoce un nuevo despertar”.
Recuerda que la enseñanza del Concilio Vaticano II es categórica sobre la llamada a todos los fieles cristianos “de cualquier condición y estado” y cita una sentencia del escritor francés León Bloy que yo se la he oído a Ibáñez Langlois en más de una oportunidad, pero siempre impresiona con la misma fuerza: “Hay una sola gran tristeza en este mundo: no ser santo”.
A continuación se detiene en un párrafo de la homilía “Amar al mundo apasionadamente”, de san Josemaría Escrivá: “Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”.
Y cita la exhortación apostólica Gaudete et exsultate del Papa Francisco: “Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad”.
El sacerdote se refiere a los medios sobrenaturales a los que debe recurrir todo fiel y a ellos “se añade la palabra amable que ilustra, exhorta e interpela la libertad del prójimo para acercarlo a Dios”.
Sin duda es una obra para releer y no una sino mil veces. Asimismo me refuerzo en la convicción de que en este momento de la Iglesia en Chile se hacía más que necesario un libro tan trascendente y a la vez legible como este de José Miguel Ibáñez Langlois.
Lillian Calm
Periodista
Fuente: temas.cl.
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