Dicen que rezar es hablar contigo. Pues hoy vamos a hacerlo en un formato peculiar. No va a ser oral, ni solo mental. Va a ser por escrito. Y digital. Al menos, por mi parte
Me escribe Santiago. Y me cuenta que hace dos fines de semana hizo frío, pero lo que se dice frío, en la ciudad en la que vive. Viento, lluvia y una temperatura impropia de la época hacían más que recomendable “resguardarse” en casa.
Era un sábado. Santiago había repasado ya sus diarios digitales, de arriba a abajo y de abajo a arriba, treinta y tres veces; la tele no ofrecía nada especial (¡qué raro!) y, aunque pensó en leer, decidió escribir. Decidió escribir… un email a Dios.
¡Adiós!
Me lo reenvió. Tras leerlo despacio le he pedido permiso para publicarlo. Y me lo ha dado. Así que… ¡ya tenemos post para Dame tres minutos! ¡Muchas gracias, Santiago!
Allá va:
Dicen que rezar es hablar contigo. Pues hoy vamos a hacerlo en un formato peculiar. No va a ser oral, ni solo mental. Va a ser por escrito. Y digital. Al menos, por mi parte. No sé cómo me contestarás −¿desde la nube?−. Pero no dudo de que lo harás. Y ya desde ahora te lo agradezco.
No te digo lo de “no te quito tiempo”, pues sé que eres Eterno. Pero voy al grano. Y nunca mejor dicho.
Porque, entre los que afirmamos creer… ¡cuántas veces me acuerdo de lo del grano de mostaza!
Hoy quiero escribirte sobre buena parte de los creyentes de mi entorno. Que en el fondo es hacerlo también sobre mí: Santiago Pérez García. Para servir a Dios y a Usted (que en este caso es lo mismo).
Soy una persona de entre los miles de millones que hoy pueblan la tierra que −a pesar de lo ordinario, de lo común, hasta de mis apellidos…−, dicen, soy un ser único para ti. Que hasta los cabellos de mi cabeza tienes todos contados. Permíteme la broma: no es difícil a estas alturas en que, como dirían mis hijos, hace ya muchos años que “se me ve el cartón”; que la alopecia me ha atrapado, vaya.
Al grano:
Estaríamos atónitos.
Si de verdad creyéramos, con todas las consecuencias, que eres Dios Creador, nos maravillaríamos cada día.
Deberíamos estar permanentemente admirando cómo todo lo creado tiene un orden, una armonía y un sentido.
Por empezar por nosotros mismos, sin ir más lejos: a veces, parecemos no dar importancia −por ejemplo− a cómo funciona nuestro propio cuerpo. Incluso a cómo se desarrolla en esos nueve primeros meses de vida que en ocasiones olvidamos: ¡con más precisión que el mejor reloj suizo que haya inventado un ser humano!
Por fuera, te deberíamos percibir boquiabiertos en la belleza de un amanecer, o en la de cuando se pone el sol; en la del bosque frondoso; en la de arroyos y cascadas; en la luna y las estrellas; en el azul del cielo, en las olas del mar, en la tormenta y la suave brisa… en la diversidad de todas las creaturas.
Pero no sé si te vemos ahí todo lo que deberíamos. Si siquiera te adivinamos.
Creo que hemos perdido mucha capacidad de asombro y ya no miramos. No saboreamos suficientemente la armonía, la belleza de lo creado.
Nos falta capacidad de admiración. Muchas veces, damos por descontado lo que hay, o lo que somos, o lo que sucede. Y no posamos la mirada. Ni el corazón: ¡Vivimos y estamos rodeados de vida! ¿Agradecemos ese regalo, lo disfrutamos, lo valoramos siquiera en una mínima medida?
Más: ¿Lo cuidamos? ¿Cómo vamos de respeto a la ecología (empezando por la humana)?
No quiero filosofar. Vuelvo a ir al grano.
Lo hago con una pregunta que me formulo para darme una respuesta a fondo:
¿Se puede ser realmente creyente y no practicante?
Si Tú eres el Rey de quienes decimos creer, si estás aquí, ¿por qué, pudiendo hacerlo, no aprovechamos más para conversar contigo, para acercarnos a ti, para tenerte más presente? ¿Por qué −principalmente− nos acordamos de ti… cuando presagiamos tormenta? ¿Por qué −me incluyo, ya me conoces− nos dirigimos a ti fundamentalmente para pedir? Como diría aquel…: -Y de lo mío, ¿qué?
Nos falta acción de gracias. Alabanza. Adoración. Nos falta contemplación. Gozo en tu presencia.
¿Por qué no entramos mucho más en las iglesias a visitarte, a acompañarte y dejamos tan solo a Quien quiso quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos?
Si supiéramos que un personaje notable, prestigioso, nos esperaba con las puertas, los brazos −y el corazón− abiertos, ¿no accederíamos a su encuentro, espontáneamente, gozosos?
¿Tú imaginas a Messi −no me atrevo a hablarte de políticos, de monarcas o príncipes mundanos−, imaginas, digo, a Messi solo y sin visitas, ninguneado, si se le pudiera ver, si se pudiera hablar con él… gratis et amore? ¡Habría colas! Y eso que solo le da −eso sí, muy bien y no es poco si lo haces con maestría− patadas a un balón. Bueno… y quizás algo más… que no se me enfade el santo padre, que es de su tierra…
Vuelvo a ir al grano:
¿Te imaginas que un rey nos invitara a una fiesta, a un banquete?
Y yo me pregunto, por acabar con el capítulo de la Eucaristía. Mira lo que decía San Francisco de Asís:
−El hombre debería temblar, el mundo debería vibrar, el Cielo entero debería conmoverse profundamente cuando el Hijo de Dios aparece sobre el altar en las manos del sacerdote.
¿Cómo no nos conmocionamos al comulgar y tenerte −y saberte− dentro? ¡Dentro a Dios!
En el nombre del Padre
Pero es que ya no es la misa solo.
Me dirá alguien que son detalles. Pero significativos:
Antes te hablaba de Messi. Me ha traído a la memoria que, de un tiempo a esta parte, no veo santiguarse en público más que a algún futbolista. Y cuando mete gol. Bueno, y a los toreros. Eso sí, con un morlaco de más de 500 kilos a medio metro del capote y una cornamenta que hace muy, pero que muy recomendable lo de acogerse a lo Alto. Por lo que pueda pasar.
Los demás, a veces no se atreven, o atrevemos −pongámoslo mejor en primera del plural y que nadie se ofenda−, ni a bendecir la mesa. Y no digo ya en público, en un restaurante… Que he visto a católicos cenar en casas de amigos que también lo son: Un ¡buen provecho! y… como mucho.
Mira que mi abuela me contaba que, antes, la gente se santiguaba al salir de casa.
Hoy la indiferencia o los “respetos humanos” nos hacen evitar cualquier demostración pública. Y hasta privada. ¡Pero si a veces no lo hacemos ni en casa! ¿Qué van a aprehender, con hache, los hijos? Lo que maman. En este caso, lo que no. Muchos ya… ni el Jesusito de mi vida.
Señor: estamos en la indigencia… o en el falso pudor. O acongojados. O en la soberbia… O ¿qué sé yo?
Y, por contra, veo a otros, a los que creen en Mahoma, por ejemplo, que no tienen complejo para tumbarse, mirando a la Meca, estén en un aeropuerto o en cualquier otro lugar, abierto o no. Se significan. Como se significan muchos, no ya ateos, sino antiteos. ¡Para rato nosotros!: “A ver qué van a pensar que soy”; “a ver si se van a reír de mí”; “a ver si les voy a parecer un bicho raro o un anticuado, o me la voy a jugar…”. Vamos, que no tenemos vocación de mártires. Ni de testigos.
¿Nos interesa saber de Ti? ¿Cómo interpretamos tus mandamientos?
Y otra reflexión, Señor: Creo que tampoco nos preocupa suficientemente indagar en tu historia de Salvación, en tu vida, ni siquiera en nuestras raíces.
Dicen que la Biblia es el libro más vendido. Y yo me pregunto: ¿para adornar estanterías? ¿Cuántos han saboreado su contenido, cuántos lo han paladeado en detalle?
Y más −ya ves que estoy disparao: nos tomamos tus mandamientos como meras “barreras formales”.
Olvidamos, con frecuencia, que son la “cara b” del disco de tus Bienaventuranzas. Y que son normas −como esas de tráfico, que todos asumimos como necesarias para evitar siniestros− que pretenden ayudarnos a circular mejor en los itinerarios de nuestra vida.
No se trata de obligarnos o prohibir como última finalidad: algunos de los que piensan esas cosas de los 10 Mandamientos olvidan el resumen que nos hiciste: lo de que todos ellos se encierran en dos. Y bien positivos: Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
Y hasta en eso −en el amor− fallamos.
Estamos ciegos. Te cruzas con nosotros por las calles, un día sí y otro también, sales a nuestro encuentro y somos incapaces de reconocerte: no te vemos en el rostro del pobre, en el del parado, en el de la anciana, en el del enfermo, en el de quien sufre… A veces no es que no te veamos en ellos, es que rehuimos mirar. Evitamos cruzarnos con esas personas. Nos apartamos. Nos alejamos. Y, así, ¿cómo vamos a encontramos contigo…?
En fin, Dios mío. Que realmente creemos poco. Poco y mal. Somos torpes, incoherentes, egoístas, cobardes, vagos… O quizás solo somos… humanos y limitados. Muy. Muy. Y muy necesitados de tu Misericordia.
Te decía al inicio: realmente no sé si de veras creemos… ni los que afirmamos creer.
Desde luego, no como deberíamos.
Me abre (he de confesártelo) un hilo de esperanza el hecho de haber empleado este ratiño en escribirte el email. Porque… no me gustaría estar “hablándome solo”. Estaría loco. Y lo que quiero es estar loco… pero de amor. De amor del bueno. Del que, concluidas estas noches breves en la posada de la vida, me lleve al encuentro y al banquete, a la Fiesta eterna.
Señor: contéstame. Explícame que en realidad, si queremos, tu Fiesta comienza aquí. Basta que queramos. Que “queramos” del verbo amar.
Intentaré tener el wifi… conectado. Aunque sé bien que Tú eres la respuesta.
Muchas gracias, Señor,
Santiago
Post Data: Hazme llegar lo que me falta de fe… hasta un grano de mostaza, por favor”.
Hasta aquí llegó Santiago. Y hasta aquí llego yo. No sin subrayar que le agradezco de corazón que haya accedido a que su email se publique en Dame tres minutos.
Si esto te ha hecho pensar un poco −a mí me lo hizo−, y te da la gana, no te cortes: comparte.
Harás bien.
Santiago Pérez García / José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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