¿Es necesario reflexionar hoy sobre la libertad religiosa?, ¿qué ha cambiado en el mundo desde 1965, cuando el Concilio Vaticano II aprobó la declaración ‘Dignitatis Humanae’?
La Comisión Teológica Internacional se ha preguntado por las transformaciones de la civilización global desde entonces. Su reciente documento «La libertad religiosa para el bien de todos» nos ayuda a entender cuáles son las oportunidades de las que goza y los riesgos que corre este derecho fundamental hoy día. Para empezar, ha cambiado la percepción de la religión en sí misma. El fenómeno religioso sigue presente en el mundo globalizado de un modo muy significativo, diferente de lo que se preveía a mediados del siglo XX. Al menos algunas tradiciones religiosas muestran la vitalidad de su dimensión comunitaria y así recuperan la importancia del debate público en torno a la verdad y al sentido último de la vida.
Están cambiando las teorías sociales sobre la naturaleza y el significado de la religión. Ya no existen solo las explicaciones que anunciaban una secularización definitiva, como resultado irreversible del progreso hacia una civilización tecno-científica puramente inmanente. Hoy se admite que las formas de la pertenencia religiosa influyen de un modo nuevo sobre la identidad personal, sobre los vínculos sociales y sobre la búsqueda del bien común. Por eso autores tan relevantes −y distintos entre sí− como Taylor, Casanova o Beck han constatado que la religión sigue viva en el mundo moderno. Resulta pues de la máxima actualidad situar adecuadamente la libertad religiosa en este horizonte que ya no es solo «secular» sino también «postsecular».
Asimismo, ha evolucionado la comprensión de la libertad religiosa respecto a la cultura política liberal, cuyo lenguaje se ha convertido en referente para las agencias internacionales, las empresas multinacionales, las grandes asociaciones filantrópicas y de cooperación, y muchos gobiernos del planeta. La cultura del humanismo laico-democrático-plural, que apela al valor de la convivencia pacífica, a la dignidad individual, al diálogo interreligioso e intercultural, utiliza el lenguaje sobre la religión típico de la cultura liberal. Y esa mentalidad se está orientando hacia una reinterpretación individualista y subjetivista de los derechos humanos y hacia la llamada «neutralidad» del Estado en la esfera pública. La comprensión de la libertad religiosa debe hacerse cargo críticamente de este contexto en que se sitúan las personas y las comunidades religiosas ante el Estado actual. Otro motivo para reflexionar sobre la libertad religiosa atañe a la claridad con la que la Iglesia comprende hoy que no puede favorecer ninguna tentación de instrumentalizar la política al servicio de la religión, ni viceversa. El Evangelio se comunica mediante el testimonio sobre el valor integral del «encuentro» con Cristo, es decir, de un acontecimiento que cambia la vida por completo y para siempre. Este método testimonial presupone que la experiencia religiosa en sus manifestaciones genuinas y el poder político colaboren positivamente, desde su autonomía propia, evitando toda confusión o contraposición entre ambos. Es pues necesario respetar en el ámbito social, jurídico y político el derecho a la libertad religiosa, «piedra angular del edificio de los derechos humanos» y garantía de las libertades que aseguran el bien común.
A partir de esta conciencia eclesial se puede valorar críticamente la aportación de las distintas tradiciones religiosas a la experiencia humana común. Cuando es el caso, se denuncia el peligro de la radicalización fundamentalista de la religión, que a veces se presenta como reacción ante la pretendida «neutralidad» ideológica de la cultura política liberal. Esta mentalidad quiere basar la convivencia sobre reglas procedimentales, puramente formales, eliminando o reduciendo al mínimo las convicciones éticas y la apertura trascendente para la construcción social, excluyendo por tanto las voces religiosas de la deliberación pública.
Es obligado igualmente denunciar la persecución violenta contra las religiones, muy frecuente y grave en nuestros días, y en especial los ataques contra el cristianismo. Se trata unas veces de persecución totalitaria y otras de formas encubiertas de discriminación o de segregación social. Del mismo modo, se debe rechazar toda violencia ejercida en nombre de Dios como contraria a la propia naturaleza divina y a la dignidad humana. Por eso, la defensa de la libertad religiosa no es puramente teórica, sino que alcanza su máxima realización en la entrega amorosa de la vida como testimonio no-violento de la libertad en bien de todos y como testimonio vivo de la fe que sufre violencia.
Hay una estrecha afinidad entre la libertad religiosa como derecho fundado en la dignidad de la persona humana y el acto de fe del cristiano como respuesta libre a la llamada de Dios. El Señor no quiere forzar a nadie a creer, sino que espera y desea la libre iniciativa de cada uno. Bien lo sabía Charles Péguy, que hacía exclamar al Padre eterno: «Cuando se ha tenido la experiencia de ser amado libremente, las sumisiones ya no presentan ningún atractivo. Cuando se ha tenido la experiencia de ser amado por hombres libres, las inclinaciones de los esclavos ya no significan nada. (…) Ser amado libremente, nada tiene ese peso, nada tiene ese valor. Esa es, desde luego, mi mayor invención».
Javier María Prades Lópezes Rector de la Universidad San Dámaso.