La importancia de revitalizar la antigua idea de la nobleza de espíritu se revela en varios ensayos actuales de éxito. Estamos ante una idea tan antigua y tan seria que para analizarla hacen falta múltiples perspectivas
Uno de los temas de nuestro tiempo, cuya importancia revelan varios ensayos de éxito, es el afán por revitalizar la antigua idea de la nobleza de espíritu. Antigua y tan seria, que, para analizarla, hacen falta múltiples perspectivas (y una pizca de humor).
Pasma la actualidad de don Quijote dándose cuenta de que «la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca». El éxito comercial en numerosos idiomas del libro Nobleza de espíritu (una idea olvidada) de Rob Riemen indica, en buena teoría económica, que su oferta ha encontrado una demanda global en un público ávido. La ejemplaridad que postula el filósofo Javier Gomá también ha conocido un inmenso predicamento de público y crítica. El best-seller del fenómeno mediático Jordan B. Peterson 12 rules for life (Random House, 2018) puede leerse como un manual de nobleza para la posmodernidad, que incluye hasta el preceptivo combate contra el dragón. Incluso los populares libros de autoayuda, ¿no hacen el papel de aquellas novelas de caballerías que sorbieron el seso en noches de claro en claro a Alonso Quijano?
Cuando uno va sobre la pista, resulta difícil hallar un ámbito en el que no echemos en falta la nobleza de espíritu. En lo social, lo clavó un chiste que surgía con la última crisis económica: «La clase trabajadora no tiene trabajo, la clase media no tiene medios y la clase alta no tiene clase». El brasileño Millôr Fernandes entonó ese lamento, haciendo hincapié en las oligarquías que no están a la altura: «Cuando examino de cerca a nuestra jet-set, tengo la tentación de sentarme y escribir El mediocre Gatsby». El premio Nobel T. S. Eliot consideraba que el daño más irreparable de los innumerables que Inglaterra había infligido a Irlanda fue «The Flight of the Wild Geese», esto es, el exilio de sus élites.
En política, la necesidad imperiosa de una aristocracia la sostienen Polibio y Cicerón, Burke y Tocqueville. El régimen ideal es la «constitución mixta», que mezcla elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos. Se nos ha volatilizado un elemento, aunque sigamos teniendo monarquía y democracia. Quizá la crisis de identidad de nuestra Cámara Alta, más que en el laberinto territorial, haya que buscarla en la ausencia de una aristocracia del espíritu. La importancia política de esta nobleza no solo es institucional. Al surgimiento de las masas en el primer tercio del siglo XX, calificado como «invasión vertical de los bárbaros», los intelectuales más atentos respondieron con una llamada de auxilio a la nobleza de espíritu, ya la llamasen «élite», como Ortega y Gasset, «caballería intelectual», como Eugenio d’Ors; o «aristocracia de intemperie», como Juan Ramón Jiménez.
Era la mejor resistencia a todo totalitarismo. Nicolae Steinhardt (Bucarest, 1912-1989) lo vivió y lo explicó en su Diario de la felicidad (Ediciones Sígueme, 2007). Preso en un despiadado campo de concentración en la Rumanía comunista, sus compañeros y él hacían bandera de su trato caballeroso en las condiciones más infrahumanas como muestra de un señorío irreductible. Steinhardt lo enlaza con el cristianismo (explica, con perspicaces glosas, que Jesús era el perfecto gentleman) y con el deber de la inteligencia y la cultura. Para él la estupidez es pecado; la libertad, aristocracia; la valentía, el secreto de la felicidad; y la buena educación, la caridad. En sus desnutridos vecinos de celda miserable encuentra «una atmósfera de grandeza, de medievalismo hierático; ondean invisibles capas de púrpura, refulgen espadas de Damasco. Cada gesto revela un quijotismo contenido».
La nobleza de espíritu no es solo un desactivador del totalitarismo, sino de otros problemas contemporáneos. Con su indomable acento puesto en lo personal, en la dignidad única de cada uno, ¿no ejerce una audaz resistencia a la fascinación por los fenómenos de masas y a la obsesión por lo cuantitativo como argumento de autoridad, ya sean likes, número de ventas, tantos por ciento o recuentos de votos? «Aunque todos, yo no» es la vacuna que la nobleza de espíritu dispensa. Frente al fracaso o la impotencia de la ética del hedonismo, cuya insistencia en el placer egocéntrico conduce a tanto vacío, se alza la posibilidad de la ética aristotélica del perfeccionamiento moral, intrínsecamente aristocrática. La nobleza de espíritu corrige los excesos del igualitarismo, por superación. También rechaza la corrupción política, el bullying, la mediocridad pública, la zafiedad sentimental, el trabajo mal hecho, las fake news… Cada cuestión podría desarrollarse mucho más, pero a nadie se le escapa que son «cosas que no hace un caballero».
Casi un siglo después de la llamada de auxilio de JRJ, de Ortega, de Eliot…, necesitamos la nobleza de espíritu como nunca. Un socialista de la vieja guardia, el intelectual Alfonso Lazo clamaba en un artículo de 29 de abril de 2018 en el Diario de Sevilla: «Los conceptos de élite, aristocracia, meritocracia, excelencia y competencia se han convertido en España en graves blasfemias que atentan contra la moral obligatoria de la igualdad por abajo. Espero de los más insumisos de los jóvenes que sean capaces de romper el tabú. Sentir orgullo de ser los mejores, competir noblemente, esforzarse, agruparse, celebrar las victorias, puesto que esos sentimientos y actitudes lejos de ser innobles caracterizan la nobleza de espíritu. […] Son precisamente los tiempos de barbarie y decadencia los que forjan las nuevas aristocracias que han de llegar».
La nobleza histórica fue extraordinariamente permeable. Solo empieza a subir sus puentes levadizos cuando, en la Baja Edad Media, se siente a la vez confortable y amenazada. Exige entonces escudos de armas (herramientas defensivas también en lo simbólico) y alambicadas líneas genealógicas para obstaculizar el ascenso y la competencia de nuevos nobles. En principio, la nobleza dependía del valor y del mérito. Una aristocracia cerrada deviene envejecida, egoísta, patrimonializada, puesta a plazo fijo y, como mucho, ornamental. Pierde, cerrándose, la conciencia de su misión.
Si la permeabilidad fue norma incluso en los momentos álgidos de la aristocracia gótica, mucho más en la nobleza de espíritu. Todos estamos llamados a ella. Boecio (480-524) supo decirlo en un claro latín: «Si primordia vestra autoremque Deum spectes, nullus degener existat», esto es, «Si miráis a vuestros orígenes y a Dios como vuestro creador, nadie hay inferior». En las democracias correctamente entendidas, igual. Chesterton no podía aceptar que el hallazgo de la democracia consista en que el duque de Norfolk sea como todo el mundo en vez de que todo el mundo sea como el duque de Norfolk.
La mención a Norfolk hace resonar clarines encantados y nos lleva en volandas a lomos de un Clavileño heráldico, pero la concepción republicana más severa también aspiró a un ciudadano que fuese modelo de virtud y excelencia. Hasta un duque le supo a poco. Según Pierre Manent, «la República quiso imprimir en el corazón de todos los niños franceses la lengua del rey», y aspiró a conseguirlo a través de una educación universal y elitista.
En toda democracia bien entendida, hay dos líneas de fuerza que deben encontrar un equilibrio tenso: la que protege la igualdad de todos y la que promueve la excelencia de todos. Si se olvida esta última, bajando los estándares en las escuelas o desdeñando el esfuerzo y menospreciando el mérito, caemos en un igualitarismo envidioso que acaba, a medio plazo, en el rencor a la excelencia. Con consecuencias corrosivas para la sociedad en su conjunto.
El primer molino de viento contra el que ha de arremeter la nobleza de espíritu es el igualitarismo. El español permite dos expresiones aparentemente sinónimas pero contrapuestas. «Nadie es más que nadie», la más común, es la que un aristócrata del espíritu rechaza, no porque él se considere más que nadie, sino porque «se resiste a que le igualen con los superiores que admira» (Nicolás Gómez Dávila) y por aquella admirable coletilla de don Quijote: «No es un hombre más que otro, si no hace más que otro». La segunda expresión, en cambio, ha de ser el lema de todo demócrata aristócrata: «Nadie es menos que nadie», porque tenemos una dignidad insuperable, como la del duque de Norfolk.
Es más fácil hablar de nobleza de espíritu que definirla. Puede que resulte más fácil practicarla. En la entrevista de Nueva Revista (25 de mayo de 2018), Grau Navarro preguntó a Rob Riemen: «¿Qué es la nobleza de espíritu?» Y éste, autor de La nobleza de espíritu, titubeó: «Definirla es difícil, porque las definiciones pertenecen más al mundo de la ciencia. No se puede definir el amor, la amistad… Por eso narro y en esas narraciones intento reflejar la dignidad del ser humano, qué es lo que hace que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida. Nuestra naturaleza necesita del significado. Nobleza de espíritu es una expresión que empieza con Sócrates y se encuentra en todas las culturas, es una expresión de bien. De eso va la vida. No se necesita mucho dinero… no se necesita nada para vivir la vida de acuerdo a la nobleza de espíritu».
Parece que se sale por la tangente, pero ofrece pistas impagables. La importancia de la narración, la relativa irrelevancia del dinero, nuestra deuda con Sócrates… Sus referencias vagas a realidades vigorosas como la dignidad, el sentido y el bien resultan vivificantes. A precisar más puede ayudarnos la etimología de «aristocracia», que remite a los mejores. Para los griegos, mejores en un sentido intelectual, social, ético y estético, completo. Para este tiempo, ¿mejores que quién, si hemos dictaminado ya que nadie es menos que nadie? Jordan B. Peterson propone la solución más aristocrática y democrática: mejor que tú mismo. Uno a uno somos nuestro término de comparación. Ser distinguido no es distinguirse de los demás, sino del peor yo de cada uno.
Al famoso oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo», la nobleza de espíritu añade el propósito que Píndaro regala a los atletas: «Llega a ser quien eres». Y, sobre ese lema olímpico, éste del Sermón del Monte: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», donde se entrelazan el afán de mejora, la condición noble por antonomasia de ser el hijo de alguien y, por último, el ideal inalcanzable.
Si, según Gómez Dávila, «la vulgaridad consiste en pretender ser lo que no somos», la nobleza estriba en proponerse ser lo que pretendemos. El modo específico de lograrlo, recalca Riemen en la citada entrevista, es la educación liberal porque «literalmente quiere liberarnos de nuestra propia estupidez, de nuestros propios prejuicios, de nuestra propia ignorancia, de nuestros propios miedos. Es la παιδεία (paideía) griega, la Bildung alemana. Se trata de formar el carácter, de convertirse en auténtica persona, no en un simple individuo parte de la multitud. Lo importante es ser quien se supone que tengo que ser».
La educación liberal nos aboca al destino singular de excelencia de cada uno. Este alumbramiento viene significado con el nombre que tal vez se reciba cuando se alcanza la victoria: el título nobiliario o el sobrenombre, según la historia, los cuentos infantiles y las novelas de caballería, o, con mayor certeza, el nombre verdadero, según el mismísimo Apocalipsis de San Juan: «Al vencedor le daré una piedrecita blanca en la que habrá grabado un nombre nuevo» (Apoc.2,17).
Como ese nuevo nombre se logra mediante la educación liberal, la nobleza de espíritu viene indisolublemente unida a la nobleza literaria. Thomas Mann asimila la nobleza de espíritu a la lectura de los clásicos. Matthew Arnold entendía la lectura como la ocasión de acceder a lo mejor que se había escrito y pensado. Maquiavelo, consciente de esa circunstancia, convertía la lectura en un rito y se vestía para la ocasión: «Llegada la noche regreso a la casa y entro en mi estudio; en su umbral me quito esta ropa cotidiana sucia y llena de lodo, y me pongo ropas regias y curiales; así, vestido decentemente, entro a las antiguas cortes de los antiguos hombres».
Se trata de «la gran conversación», que concibe toda la cultura occidental como una larga tertulia que comenzó quizá en los diálogos platónicos o antes, con Homero y con las historias de los patriarcas de Israel. No se ha interrumpido desde entonces. La inmemorial costumbre de citar a otros autores no es un alarde pedantesco ni una falta de confianza en la propia opinión, sino el modo de actualizar la gran conversación, practicando con los ejemplos. En el canto IV del Infierno, Dante se une al corro donde conversan Homero, Ovidio, Horacio, Lucano y Virgilio. Consciente de su nobleza como escritor aunque aún no es más que un desconocido joven poeta florentino, se enorgullece de ser «sexto junto a ellos». ¡Esa es la actitud! Muy bien descrita por don Francisco de Quevedo, señor de la Torre de Juan Abad:
Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
[…]
La nobilitas literaria es también para todos. Cualquiera puede codearse con los espíritus más excelsos de la humanidad. ¡Con la de vueltas y revueltas que da un esnob para conseguir un saludo desganado de lejos en un club social de una ciudad de provincias! ¡O los selfies que la gente se abalanza a hacerse con cualquier famoso efímero! ¡Y hasta la más humilde biblioteca tiene a todo un señor duque de Rochefoucauld deseando que le concedamos audiencia para confiarnos sus pensamientos en la intimidad!
José Jiménez Lozano es nuestro maestro de ser discípulo; por eso, la honda entrevista que reproducimos en este número resulta tan pertinente en esta sección de «Nobleza de espíritu». Él nos ha enseñado a llamar a nuestros escritores «gentlemen and friends», y a que lo sean. En su último libro, Memorias de un escribidor: Maestro Idro Huidobro. (Confluencias, 2018), el protagonista se encuentra con total naturalidad con Angélique Arnauld, Platón, Kierkegaard, Emily Brontë, Tolstoi y Cervantes, entre otros, sin necesidad de descender a ningún infierno. La gran conversación, como nos enseñó el Azorín de Al margen de los clásicos, no tiene que ser grandilocuente ni libresca, sino personal y vivida.
No basta ser un gran lector del canon occidental para ser noble de espíritu. George Steiner ha escrito páginas laceradas sobre esos jerarcas nazis cultivados y estetas, pero encarnizados y deshumanizados. Más allá de la curiosidad intelectual del erudito o de los exquisitos placeres del lector hedónico, que nunca están de más, se requiere la búsqueda de sentido, una forja de la personalidad, un ansia socrática del bien y un desafío personal a las demandas de la masa. El pensador húngaro Béla Hamvas señala en La melancolía de las obras tardías (Ediciones del subsuelo, 2017) que «con la epopeya no murió el sentido heroico de la vida. Se mantiene en la filosofía ética. Los grandes héroes de Homero eran los grandes sabios, y ahora es viceversa». No es una coincidencia que Alonso Quijano, el epítome universal del lector compulsivo, salga a los caminos desde el primer capítulo de El Quijote a enderezar tuertos y desfacer agravios.
El compromiso ético que surge de la lectura apasionada es el signo distintivo de toda nobleza de espíritu. Pocas anécdotas lo exponen mejor que la que cuenta Gregorio Luri en El deber moral de ser inteligente (Plataforma Editorial, 2018): «Durante la Segunda Guerra Mundial, la Armada norteamericana decidió ocupar el campus del St. John’s College de Annapolis. […] La decisión de las autoridades militares impedía el desarrollo del proyecto educativo del St. John’s College en torno a los grandes libros. Para preservar este proyecto, el rector decidió enviar al profesor que lo había impulsado a entrevistarse con el secretario de la Armada en Washington. Éste lo recibió con una orden taxativa: ‘Tiene usted exactamente un minuto para decirme por qué no debería usar sus edificios para ayudar a la Armada en tiempos de guerra’. El profesor, tranquilamente, sacó su pipa y comenzó a llenarla de tabaco. Atacó la cazoleta. La encendió y comprobó que tiraba bien. Dio una calada. Tras cincuenta y cinco segundos, se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de salida, pero antes de salir dijo: ‘Porque sin lo que St. John’s intenta hacer, este país no estaría ahora luchando contra los nazis’. Este profesor era Jacob Klein, un filósofo judío especialista en Platón que había tenido que huir de Alemania. La Armada decidió ocupar otras instalaciones».
El combate intelectual al que aboca la nobleza de espíritu exige el ejercicio de la virtud, que significa «fuerza» y no cualquiera: aquélla −acompañada del valor, de la sobriedad, de la honestidad− propia del «vir» romano. Quizá no exige el ejercicio de todas las virtudes (aunque sea difícil establecer compartimentos estancos), pero sí, en todo caso, de las grandes. Como las expone Natalia Ginzburg en su tratado Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002): «En relación con la educación de los hijos pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber».
La estrecha relación entre virtud y aristocracia es una constante en las grandes obras. Shakespeare constata, a través de Tasia, en Pericles de Tiro: «Supón que nació plebeyo, mas su vida demuestra lo contrario; además, tiene virtud, genuino fundamento de nobleza, suficiente para ennoblecerlo». Virtud y aristocracia hallan su conexión a través de la nobleza de espíritu, porque, como explica Cervantes: «Todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en el número del vulgo».
Tan importante como no confundir la nobleza de espíritu con el relumbrón intelectual ni con cualquier clase de vida virtuosa es no cegarse a la metáfora rampante en su campo de gules semántico. La del espíritu es una nobleza. Y reclama para sí todo el imaginario de la aristocracia ideal.
En la nobleza de espíritu tienen, como en la de la sangre, una importancia capital la tradición y la genealogía. El idioma no se equivoca cuando habla de «herencia cultural» o «patrimonio artístico» ni lo ha hecho en absoluto François-Xavier Bellamy al titular Los desheredados (Encuentro, 2018) su best-seller sobre las nuevas generaciones a las que no estamos sabiendo legar las mejores joyas de nuestra cultura. Descender intelectualmente de los grandes y enorgullecerse humildemente de ello es esencial. Sin olvidar que somos también copropietarios del tesoro de una lengua en la que hallamos las palabras con las que expresar lo bello y lo bueno.
La nobleza, además, implica ingenuidad, capacidad de asombro y presteza para admirar. Nadie menos sabio que el resabiado, ni más plebeyo. Esa ingenuidad tiene raíces etimológicas («ingenuo» era el nacido libre en Roma) y psicológicas. Quien ha sido educado por padres amorosos y atentos, propende a la generosidad, confía en los demás y mira el mundo con candor. Consciente de lo mucho que ha here-dado, nadie le ganará nunca en gratitud. A esta luz adquiere su auténtico sentido ese entusiasmo, tan caricaturizado, de las chicas bien o de Sebastian Flyte en Retorno a Brideshead cuando dicen sin parar y siempre entre signos de admiración: «Fenomenal», «Precioso», «Qué bien», «Millones de gracias», «Qué encanto»… No es un tic: es una consecuencia.
La sensibilidad jamás es flaqueza, sino piedra de toque del verdadero valor, que nunca es barbarie. Lo ejemplifican cientos de mitos, leyendas, poemas, historias y escenas de películas; podemos sintetizarlo con una milonga popular de Argentina:
Mi caballo es andaluz,
de lo que trajo Mendoza,
que no tiene miedo al tigre,
pero tiembla ante la rosa.
Ismael Grasa en La hazaña del día (Taurus, 2018) advierte contra la frivolidad de considerar la elegancia una frivolidad. En un mundo en que los adolescentes que sacan buenas notas se camuflan diciendo palabrotas y vistiéndose de malotes, el noble de espíritu no renunciará a la provocativa ostentación de un leve esnobismo o a la desvergüenza de un cándido puritanismo. La importancia dada al decoro, que puede parecer superficial a primera vista, se calibra gracias a su inesperado mantenimiento en circunstancias extremas. El único dueño que el malicioso lazarillo de Tormes respetó, el orgulloso hidalgo pobre, se erige como un símbolo literario, pero hay otro histórico y comunitario: el estreno de la sinfonía n.º 7 de Shostakovich, en pleno sitio de Leningrado en 1942. Según un testigo: «Debilitados por el hambre, en una ciudad en la que ya se estaban dando casos de canibalismo y cada día aparecían decenas de cadáveres en la calle, nos vestimos aquel día con nuestras mejores galas y joyas para recordar que todavía éramos seres humanos». Los músicos se desmayaban de hambre en los ensayos y, sin embargo, fue una interpretación memorable.
Ojalá pudiera ir sacando comunes denominadores de ambas noblezas, demostrando sus confluencias, demorándome en pasar de la metáfora a la analogía para culminar, quizá, en la identificación. Pero ni tenemos espacio ni tiempo ni el discreto lector lo necesita. En cambio, conviene no obviar un último guiño al humor. Es tan alto ideal la nobleza de espíritu e implica tantas exigencias que solo quien sabe reírse de sí mismo puede no caer ni en el desaliento ni, mucho peor, en la hipocresía. Entre tantas inolvidables, el Quijote nos da una lección imprescindible: las magulladuras, los batacazos, los revolcones y el ridículo forman parte de la más excelsa nobleza del espíritu.
En estos tiempos de hipertiroidismo normativo y pensamiento colectivamente correcto, si hay algo que está en peligro de extinción, es el privilegio. Se nota desde la misma palabra, tan mal entendida, sobre todo en plural. Vulgarmente, se refiere a unas ventajas exclusivas y abusivas; pero, en realidad histórica y etimológica, el privilegio es la norma privada: la que obliga solo a una persona o a un círculo de personas. Como en democracia rige (o debiera) la ley, que por naturaleza es general, la única fuente del privilegio intacta es la del noble de espíritu que, como un señor en sus dominios, dicta sus reglas, a las que se somete estrictamente.
El cumplimiento de la palabra es, por tanto, la piedra angular de la nobleza de espíritu hasta el punto de que el lema «Nobleza obliga» también puede y debe leerse en el espejo: «Obligación ennoblece». La nobleza de espíritu se reconoce en la autoexigencia. En 1952, el pintor Ramón Gaya escribe a su joven amigo, el poeta Tomás Segovia: «Trabaja. No te hagas enemigo de nada. No te diluyas, no te entregues en manos de lo vagoroso. Nada cuesta abajo […] Nada de privilegios [en el sentido vulgar] −eso es para los plebeyos−; aristocracia, mucha aristocracia, es decir obligaciones». Es decir, privilegio, en nuestro sentido estricto.
Lo vio Platón cuando se extrañaba de la expresión coloquial que describe a un hombre admirable como «dueño de sí mismo» (República, 439e). Si era su dueño, tenía que ser a la vez su siervo. Ese bucle aclara la relación entre libertad y obediencia, entre privilegio y aristocracia. El yo es el primer título de nobleza, la primera persona del singular: si uno no es dueño y vasallo simultáneo de sí, sino esclavo sucesivo de impulsos, modas, decretos y tópicos, ¿a qué señorío aspirar? Todos los defensores de la conciencia (J.H. Newman y Enmanuel Lévinas, entre tantos) han partido de esa necesidad férrea del hombre libérrimo de atenerse al dictado de sí mismo. Balzac fue el más didáctico y político: «El honor pone de manifiesto una ley natural que puede resistir a la ley positiva». Por eso Steinhardt y tantos otros, hasta llegar a Riemen, han considerado la nobleza de espíritu como la gran fuerza de resistencia a cualquier tiranía. Desde esa lealtad constitutiva a la conciencia hay que entender el retruécano retumbante de Vázquez de Mella: «No importa que los caballeros sean mendigos, con tal de que los mendigos sean caballeros».
Constatado lo cual, podemos eludir las loas a la pobretería. Es más fácil ser caballero sin ser mendigo. La nobleza de espíritu puede mirar a la pobreza sin miedo, pero también a la posesión sin vergüenza. La propiedad es una garantía de la libertad personal, favorece el dominio de uno mismo, ampara el desenvolvimiento de la conciencia, nos regala tiempo para el cuidado del alma y, desde luego, facilita la preocupación por los demás.
La nobleza de espíritu no conlleva contradicción con ninguna otra nobleza. De hecho, hay vasos comunicantes que merecerían una amena divagación. Muchos nobles de cuna han sido grandes escritores; y muchos grandes de la cultura han transitado el camino hacia la notoriedad social, como gustaron Ortega y Gasset y Eugenio d’Ors, que tan-to frecuentaron a las marquesas, dicho sea con una sonrisa benévola. En última instancia, el aristócrata auténtico siempre lo será de espíritu, más allá de otros méritos o títulos o posesiones o no. Cualquier nobleza sin su ánima sería un cadáver, quizá en un admirable mausoleo, pero no más.
La prueba de la existencia de ese espíritu será estar dispuesto a renunciar a todo menos a los principios de la conciencia, o sea, a todo menos al privilegio de verdad. Cioran cinceló el axioma: «Si la palabra ‘nobleza’ tiene algún sentido, será tan solo el de designar el consentimiento a morir por una causa perdida». Con esta disposición, se desactiva la última tentación de la aristocracia, que es valorar su honra y su prestigio más que nada. Michel de Montaigne pudo escribirlo espléndidamente: «Toda persona honesta prefiere perder el honor antes que la conciencia»; pero Tomás Moro tuvo que vivirlo, a su pesar, al pie de la letra al pie del cadalso. Quizá en ese momento recordó con una sonrisa una vieja frase suya: «Si el honor trajese cuenta, todo el mundo sería honorable».
La observación de Moro resume, sensu contrario, la tesis de estas páginas: todo el mundo podría ser honorable, la aristocracia es para todos. Pero no trae cuenta: requiere el trato humildante [sic]y admirativo con los mejores espíritus de la humanidad, implica reírse de uno mismo y que se rían de uno, exige una fidelidad esforzada a la conciencia y se expone, finalmente, siempre tras dar la batalla, a perderlo todo, si nobleza obliga. Los llamados son todos, pero muchos se tientan la ropa y pocos eligen responder. Sin embargo, gracias a esos pocos, la aristocracia sigue siendo para todos. Basta la existencia de un noble de espíritu o de un libro que lo describa o lo añore o lo sueñe para que su figura nos interpele y para que resuene, veinticinco siglos después, el luminoso aforismo de Heráclito el Oscuro: «Uno para mí es mil si es el mejor».
Enrique García-Máiquez
Enrique García-Máiquez (Murcia, 1969). Estudió Derecho en la Universidad Navarra y lo enseña en un instituto de secundaria de Puerto Real. Ha publicado cuatro libros de poesía, el último es “Con el tiempo” (2010), tres dietarios (el más reciente, “Un largo etcétera”, 2017), dos colecciones de sus columnas periodísticas (la última, “Un paso atrás”, 2012), un libro de aforismos, “Palomas y serpientes” (2016) y un brevísimo cuadernillo de haikus, “Alguien distinto” (2005). Tiene en prensa “El burro flautista”, nueva colección de columnas periodísticas. Ha traducido a Mario Quintana, a G. K. Chesterton, en prosa y en verso, y el “Tomás Moro”, de William Shakespeare, nada menos, y de otros. Codirigió la revista literaria “Nadie parecía” y escribe crítica de poesía en diversas revistas especializadas. Mantiene el blog “Rayos y truenos”.
Fuente: nuevarevista.net.
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