Mons. Fernando Ocáriz trata en este mensaje sobre la unidad que da el amor, y que se transforma en comunión
Queridísimos, ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
En mi reciente viaje en varios países de Centroamérica, he podido experimentar, otra vez, la bendita unidad de la Obra. No dejemos de sorprendernos por esta misericordia que tiene Dios con nosotros. Nuestro Padre, refiriéndose al 14 de febrero de 1930 y al 14 de febrero de 1943, comentó en una ocasión: «No en vano ha querido el Señor que coincidan estas dos manifestaciones de su bondad en una misma fecha. (...) Pedid al Señor que os enseñe a amar la unidad de la Obra como Él la quiso desde el primer momento» (14-II-1958).
El Señor, durante la Última Cena, rezó por la unidad de quienes serían sus discípulos: «Ut omnes unum sint» (Jn 17,21); que todos seamos uno. No se trata solo de la unidad de una organización humanamente bien estructurada, sino de la unidad que da el Amor: «como Tú, Padre, en mí y yo en Ti» (Ibíd.). En este sentido, los primeros cristianos son un claro ejemplo: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
Precisamente por ser consecuencia del amor, esta unidad no es uniformidad, sino comunión. Se trata de unidad en la diversidad, manifestada en la alegría de convivir con las diferencias, aprender a enriquecernos con los demás, fomentar a nuestro alrededor un ambiente de afecto. Jesús señaló que esta unidad es condición de eficacia en la transmisión del Evangelio: «Para que el mundo crea» (Jn 17,21). Unidad, por tanto, que no nos encierra en un grupo, sino que −como parte de la Iglesia− nos abre a ofrecer nuestra amistad a todas las personas en esta magnífica misión evangelizadora.
Esforcémonos con un renovado empeño por vivir la unidad: empezando con quienes tenemos más cerca. Entonces, con la gracia de Dios, fuente de esa unidad, podremos superar los obstáculos que se nos presenten en el camino.